Sobre la tiranía en los textos de
Voltaire
(Selección de
David De los Reyes)
Tirano[1]
Antiguamente la palabra «tirano»
designaba al que supo conquistarse la principal autoridad, como la palabra
«rey» designaba al que tenía el cargo de relatar los asuntos al Senado. Las
acepciones de las palabras cambian en el transcurso del tiempo. Hoy se da el
nombre de tirano al usurpador o al rey que comete actos de violencia e
injusticia y cuya voluntad se sobrepone a las leyes.
Cromwell fue un tirano bajo todos
esos aspectos. El hombre de la clase media que usurpa la autoridad suprema, y
que contra lo que disponen las leyes suprime la Cámara de los Pares, es
indudablemente un tirano usurpador. El general que hace que decapiten a su rey,
que lo tiene prisionero de guerra, viola al mismo tiempo las leyes de la
guerra, las leyes internacionales y las leyes de la humanidad, es tirano,
asesino y parricida.
Carlos I no fue tirano, aunque el
partido que le venció le diera ese nombre; en la opinión general, era terco y
débil y estuvo mal aconsejado. No aseguraré que esto sea verdad, porque no lo
conocí; pero sí aseguro que fue muy desgraciado.
Enrique VIII fue tirano en el
gobierno y con la familia, y se manchó con la sangre de dos esposas inocentes y
con la sangre de los ciudadanos más virtuosos; merece la execración de la
posteridad; sin embargo, no tuvo ningún castigo, y el desdichado Carlos I murió
en un cadalso.
Isabel cometió un acto de tiranía y
su Parlamento una cobardía infame haciendo asesinar por mano del verdugo a la
reina María Estuardo; en el resto de su gobierno no fue tiránica; fue hábil y
comedianta, pero manifestó tener prudencia y fortaleza.
Ricardo III fue un tirano bárbaro,
pero sufrió el castigo que merecía.
El papa Alejandro VI, que fue un
tirano más execrable que los que acabamos de citar, fue sin embargo feliz en
todos sus atentados.
Cristian II fue un tirano tan
perverso como Alejandro VI, y aunque fue castigado, no le alcanzó el castigo
que merecía.
Si enumerara los tiranos turcos,
griegos y romanos que encontramos en la Historia, veríamos que hubo tantos
dichosos como desgraciados. Les llamo dichosos hablando según el prejuicio
vulgar, según la acepción ordinaria de la palabra, según las apariencias,
porque fueran dichosos realmente, que vivieran contentos y tranquilos, es cosa
que tengo por imposible.
Constantino el Grande fue
indudablemente un tirano con doble título. Usurpó en el Norte de Inglaterra la
corona del Imperio romano, poniéndose al frente de algunas legiones
extranjeras, faltando a todas las leyes, oponiéndose a la votación del Senado y
del pueblo, que habían elegido legítimamente emperador a Magencio. Su vida fue
una serie no interrumpida de delitos, de voluptuosidades, de fraudes y de
imposturas. No fue castigado, ¿pero fue feliz? Dios lo sabe; yo sólo sé que sus
vasallos fueron desgraciados.
El gran Teodosio obró como el más
abominable de los tiranos, cuando con el pretexto de dar una fiesta mandó
degollar en el circo quince mil ciudadanos romanos con sus mujeres y sus hijos,
añadiendo a esa barbarie la farsa de pasar algunos meses sin ir a misa mayor
por causa de penitencia.
Los tiranos del Bajo Imperio griego
fueron casi todos destronados y asesinados unos por otros. Esos grandes
culpables fueron sucesivamente los ejecutores de la venganza divina y de la
venganza humana. Entre los tiranos turcos hubo tantos desposeídos como muertos
en el trono.
De los tiranos subalternos, de esos
monstruos de segundo orden que hicieron recaer en sus señores la execración
pública, de cuyo peso se descargaron, debemos decir que su número es infinito.
Tiranía[2]
Llamamos tirano al déspota que no
conoce más leyes que su capricho, que se apodera de los bienes de sus vasallos
y que compromete a éstos a que se apoderen de los bienes de los pueblos
inmediatos. No se conocen esta clase de tiranos en Europa.
Hay que distinguir entre la tiranía
de uno solo y entre la tiranía de muchos; esta última tiranía es la que ejercen
las corporaciones que invaden los derechos de otras y que gobiernan
despóticamente corrompiendo las leyes. Tampoco hay esta clase de tiranos
en Europa.
¿Qué tiranía de ambas sufriríais
mejor? Ninguna de las dos; pero si me viera obligado a escoger, detestaría
menos la tiranía de uno solo que la tiranía de muchos. El déspota tiene siempre
algunos días en los que no oprime a los que gobierna, pero estos días no se
conocen en una asamblea de déspotas. Si un tirano comete conmigo una
injusticia, puede apaciguar su cólera por medio de su querida, de su confesor o
de su paje; pero una corporación de tiranos es inaccesible a toda clase de
seducciones.
Esta combinación afortunada en el gobierno de Inglaterra, ese
concierto entre los Comunes, los lores y el rey, no ha existido siempre.
Durante largo tiempo, Inglaterra ha sido esclava; lo ha sido de los romanos,
los sajones, los daneses, los franceses. Guillermo el Conquistador, en
especial, dispuso de los bienes y de la vida de sus nuevos súbditos como un
monarca oriental, gobernándola con puño de hierro. Prohibió a los ingleses,
bajo pena de muerte, mantener encendido el fuego o la luz en sus casas después
de las ocho de la noche; no se sabe si quería evitar las reuniones nocturnas o
bien saber, mediante prohibición tan absurda, hasta dónde puede llegar el poder
de un hombre sobre los demás.
Es cierto que antes y después de Guillermo el Conquistador
hubo Parlamento en Inglaterra; los ingleses se vanaglorian de ello, como si
esas reuniones, que entonces se llamaban parlamentos, compuestas por
eclesiásticos tiránicos y bandidos llamados barones, hubieran sido guardianes
de la libertad y de la felicidad popular.
Fueron los bárbaros, que desde las riberas del Báltico se
expandieron por toda Europa, quienes impusieron la costumbre de esos estados o
parlamentos, de los que tanto se habla pero son tan desconocidos. Es verdad que
los reyes en esa época no eran déspotas, pero a pesar de ello los pueblos
debían soportar un servilismo miserable. Los capitanes de los salvajes que
asolaron Francia, Italia, España, Inglaterra, se transformaron en monarcas; sus
lugartenientes se repartieron las tierras de los vencidos, dando así origen a
los margraves, los «lairds», los barones, tiranuelos que disputaban a sus
soberanos los despojos de los pueblos, aves de rapiña que luchaban con un
águila para robarle la sangre a las palomas; cada pueblo tuvo cien tiranos en
lugar de un amo. Enseguida intervinieron los sacerdotes. Los galos, los isleños
de Inglaterra, habían sido gobernados por los druidas siempre y por los jefes
de las ciudades, una clase antigua de barones, menos tiránica que sus
sucesores. Los druidas decían ser los intermediarios entre la divinidad y los
hombres; dictaban leyes, excomulgaban y condenaban a muerte. Poco a poco, los
obispos, durante el dominio de los godos y los vándalos, se adueñaron del poder
temporal, y sirviéndose de ellos, los papas, con breves apostólicos, bulas y
monjes, hicieron temblar a los reyes, les arrebataron el poder, les hicieron
asesinar y se apoderaron de todo el dinero que pudieron en Europa. El imbécil
de Inas, uno de los tiranos de la heptarquía de Inglaterra, fue el primero que
durante una peregrinación a Roma aceptó pagar el dinero de San Pedro (alrededor
de un escudo de nuestra moneda) por cada casa de su territorio. Pronto toda la
isla imitó el ejemplo y, poco a poco, Inglaterra se transformó en una provincia
del Papa, el cual enviaba de cuando en cuando a sus legados para cobrar los
exorbitantes impuestos.
Juan Sin Tierra, que había sido excomulgado por Su Santidad,
concluyó por cederle el reino. Los barones, disgustados por semejante medida,
destronaron al miserable rey y pusieron en su lugar a Luis VIII, padre de San
Luis, rey de Francia. Pero enseguida se cansaron del recién llegado y lo
obligaron a atravesar de nuevo el mar.
Mientras que los barones, los obispos, los papas desgarraban
así a Inglaterra, donde todos querían mandar, la más numerosa, la más virtuosa
y por consecuencia la más respetable parte de los hombres, compuesta por los
que estudian las leyes y las ciencias, los artesanos, los negociantes, en suma
todos los que no eran tiranos, el pueblo era mirado como un animal por debajo
del hombre. Era necesario que las comunas tuvieran parte en el gobierno: eran
plebeyos; su trabajo, su sangre, pertenecía a sus amos, los nobles. La mayoría
de los hombres en Europa era considerada entonces lo que aún lo sigue siendo en
muchos lugares de su parte septentrional: siervos de un señor, como un ganado
que se compra y se vende con la tierra. Han debido de pasar muchos siglos para
que se hiciera justicia a la humanidad, para que se comprobara que es terrible
que la mayoría de los hombres siembre para que un reducido grupo de ellos
recoja los frutos.
¿No es una felicidad para el género humano que esos pequeños
bribones hayan visto extinguida su autoridad por el poder legítimo de nuestros
reyes en Francia y por el poder legítimo de los reyes y el pueblo en
Inglaterra?
Felizmente, las querellas entre reyes y señores feudales
conmovieron a los imperios y aflojaron las cadenas que atenazaban a las
naciones; la libertad nació en Inglaterra de las disputas entre los tiranos.
Los barones obligaron a Juan Sin Tierra ya Enrique III a otorgar la famosa
Carta, cuyo principal objeto era, en realidad, situar a los reyes bajo la
dependencia de los lores, pero que favoreció al resto de la nación para que
ésta, en caso de necesidad, se pusiera de parte de sus pretendidos protectores.
Esta Carta Magna, considerada como el sagrado origen de las libertades
inglesas, nos demuestra que la libertad era entonces poco conocida. Su solo
título demuestra que el rey se creía monarca absoluto por derecho y cedió este
pretendido derecho tan sólo cuando fue obligado por los barones y el clero, más
poderosos que él.
He aquí cómo empieza la Carta Magna: "Nos acordamos por
nuestra propia voluntad, los privilegios siguientes a los arzobispos, obispos,
abates, priores y barones de nuestro reino, etc.»
En los artículos de esa Carta no se menciona para nada a la
Cámara de los Comunes, lo cual es prueba de que no existía aún o de que no
tenía poder alguno. Se especifica a los hombres libres de Inglaterra: triste
demostración de que había muchos que no lo eran. En el artículo 32 de la Carta
se establece que los pretendidos hombres libres debían prestar servicios a su
señor. Una libertad semejante se parece mucho a la esclavitud.
El rey dispone en el artículo 21 que sus oficiales no podrán
apoderarse en adelante de los caballos y los carros de los hombres libres por
la fuerza, sino que deberán pagarles su valor. El pueblo consideró que ese
reglamento les dotaba de libertad únicamente porque les libraba de una tiranía
mayor.
Enrique VIl, feliz usurpador y gran político, que aparentaba
estimar a los barones cuando en realidad los detestaba y temía, consiguió la
enajenación de sus tierras. De ese modo los plebeyos que más tarde adquirieron
bienes con su trabajo, pudieron adquirir los castillos de los pares arruinados
por sus locuras. Poco a poco todas las tierras cambiaron de dueño.
La Cámara de los Comunes se hizo cada vez más poderosa; con
el tiempo desaparecieron las familias de los antiguos pares; y como en
Inglaterra los únicos nobles son en realidad, según dice la ley, los pares,
pronto hubiera desaparecido la nobleza en ese país si de cuando en cuando los
reyes no hubieran creado nuevos barones y no conservaran la orden de los pares,
antes tan temida, para ponerla enfrente a la de los Comunes, cuyo poder les
inspiraba temores.
Todos esos pares que forman la Cámara alta reciben del rey un
titulado y nada más; casi ninguno de ellos posee la tierra que lleva su nombre.
El uno es duque de Dorset y no tiene una pulgada de tierra en Dorsetshire; el otro
es conde de una ciudad de la que apenas sabe dónde está situada; tienen poder
en el Parlamento, pero en ningún sitio más.
Aquí no se oye hablar de alta, media y baja justicia, ni del
derecho a cazar en las tierras de un ciudadano, el cual ni siquiera es dueño de
disparar un tiro de fusil en su propio campo.
Un hombre, por el hecho de ser noble o sacerdote, no está
eximido del pago de determinadas contribuciones; todos los impuestos están
reglamentados por la Cámara de los Comunes que, aun siendo la segunda por su
rango, es la primera en importancia.
Los señores y los obispos pueden rechazar un proyecto de ley
sobre impuestos presentado por los Comunes, pero no pueden modificarlo; tienen
que recibirlo o rechazarlo sin modificaciones. Cuando los lores aceptan el
proyecto y el rey lo aprueba, todo el mundo tiene que pagar. Cada cual paga no
según su rango (lo cual es absurdo), sino según su renta; no existen ni
tributos ni contribuciones arbitrarias, sino un verdadero impuesto sobre las
tierras, que fueron evaluadas durante el reinado del famoso Guillermo III por
debajo de su precio.
Las rentas de la tierra han aumentado, pero los impuestos
siguen siendo los mismos; de este modo nadie se siente perjudicado ni se queja.
El campesino no tiene los pies doloridos por el uso de los zuecos, come pan
blanco, viste bien, aumenta su ganadería y cubre con tejas el techo de su casa,
sin temor a que le aumenten los impuestos el año siguiente.
Muchos campesinos, a pesar de tener doscientos mil francos de
renta, continúan cultivando la tierra que los ha enriquecido y en la que viven
en libertad.
Sobre
la Democracia[3]
Cinna, dirigiéndose a Augusto en la tragedia de
Corneille, dice: «El peor de los Estados es el Estado popular»; pero en cambio
Máximo sostiene que «el peor de los Estados es la monarquía». [150] Bayle,
después de sostener algunas veces el pro y el contra en su Diccionario, al
ocuparse de Pericles, hace un retrato disforme de la democracia sobre todo de
la democracia de Atenas. Un republicano apasionado de la democracia, que es uno
de nuestros grandes cuestionadores nos remite la refutación que hace de Bayle y
la apología de Atenas. Expondremos las razones que alega; todo el que escribe
goza del privilegio de juzgar a los vivos y a los muertos, pero también le
juzgan los demás, que a su vez serán juzgados; y de siglo en siglo se reforman
todas las sentencias.
Bayle,
después de ocuparse de lugares comunes, dice «Que recorriendo la historia de
Macedonia no encontraremos en ella tanta tiranía como nos ofrece la historia de
Atenas». Quizás Bayle estaba descontento de Holanda cuando escribió de ese
modo, y probablemente el republicano aludido que le refuta, está satisfecho de
su pequeña ciudad democrática, en cuanto al presente.
Es difícil pesar en una balanza exacta las iniquidades de la
república de Atenas y las de la corte de Macedonia. Reprochamos todavía hoy a
los atenienses el destierro de Gimón, de Arístides, de Temístocles y de
Alcibiades, las sentencias de muerte que dictaron contra Foción y Sócrates,
sentencias parecidas a las de algunos de nuestros tribunales absurdos y
crueles. No podemos perdonar a los atenienses la muerte de sus seis generales
victoriosos, sentenciados por no haber tenido tiempo para enterrar sus muertos
después de alcanzar la victoria, por impedírselo una tempestad. Ese decreto fue
tan ridículo como bárbaro, y demuestra tanta superstición y tanta ingratitud,
como las sentencias que dictó la Inquisición contra Urbano Grandier, contra la
mariscala de Ancre y otros reos acusados de brujería. En vano se dice para
justificar a los atenienses que creían como Hornero que las almas de los
muertos vagaban errantes hasta que recibían los honores de la sepultura o de la
hoguera, porque una necedad no justifica una barbarie. A nadie perjudica que
las almas de algunos griegos se paseen una o dos semanas por las orillas del
mar; pero sí que perjudica a la justicia entregar hombres vivos a los verdugos,
y hombres vivos que acaban de ganar una batalla. He aquí, pues, los atenienses,
si los juzgamos por ese hecho, considerados como los jueces más necios y
bárbaros del mundo.
Pero para ser justos es preciso poner ahora en la balanza los
crímenes de la corte de Macedonia, y enumerándolos, nos convenceremos de que
exceden prodigiosamente a los de Atenas, sobre todo en la tiranía y en la
maldad. Ordinariamente no pueden compararse los crímenes de los grandes, que
nacen siempre de la ambición, con los crímenes del pueblo, que quiere [151] la
libertad y la igualdad. Los sentimientos de libertad y de igualdad no conducen
por su camino recto a la calumnia, a la rapiña, al asesinato, ni a la
devastación de los campos; pero la sed de la ambición y la rabia del poder
precipitan a los hombres en esos crímenes en todas las épocas y en todos los
lugares.
En Macedonia, cuya virtud opone Bayle a la virtud de Atenas,
sólo se encuentra un tejido de crímenes espantosos durante doscientos años.
Ptolomeo, tío de Alejandro el Grande, asesina a su hermano Alejandro por
usurparle el reino. Su hermano Filipo pasa engañando y cometiendo violaciones,
una vida que termina Pausanias matándola a puñaladas. Olimpias manda arrojar a
la reina Cleopatra y a su hijo en una cuba de cobre liquidado; y además asesina
a Aridea. Antígono mata a Eumenos. Antígono Gonatar, su hijo, envenena al
gobernador de la ciudadela de Corinto, se casa con su viuda, la expulsa de allí
y se apodera de la ciudadela Filipo, su nieto, envenena a Demetrino y con sus
asesinatos mancha de sangre toda la Macedonia. Perseo asesina a su mujer con su
propia mano y envenena a su hermano. Estas barbaries son famosas en la
historia.
Así, pues, durante dos siglos, el furor del despotismo
convierte la Macedonia en teatro de todos los crímenes; y en ese mismo espacio
de tiempo sólo mancha el gobierno popular de Atenas con cinco o seis
iniquidades judiciales, con cinco o seis sentencias atroces, de las que el
pueblo se arrepiente después y se enmienda honrosamente. Después de matar a
Sócrates le pide perdón y le erige el pequeño templo Socrateion, pide perdón también a Foción, y le
levanta una estatua, pide perdón a los seis generales que ridículamente
sentenció y condenó a muerte, cargando de cadenas a su principal acusador, que
milagrosamente pudo escapar de la venganza pública. El pueblo ateniense fue
pues tan bueno como ligero, mientras que ningún gobierno despótico lloró ni se
arrepintió nunca de haber dictado sentencias injustas. Bayle se equivocó esta
vez, y el republicano que le refuta tiene razón.
El gobierno popular es por su misma esencia menos inicuo y
abominable que el poder tiránico. El gran vicio de la democracia no consiste en
la tiranía ni en la crueldad; hubo republicanos montañeses, salvajes y feroces,
pero no les hizo así el espíritu republicano, sino la naturaleza. La América
Septentrional se dividía en una infinidad de repúblicas, pero eran repúblicas
de osos. El verdadero vicio de la república civilizada es el de la fábula turca
del dragón que tenía muchas cabezas y del dragón que tenía muchas colas. Tener
multitud de cabezas es un perjuicio, y la multitud de colas obedece sólo a una
cabeza que desea devorarlo todo. [152]
La democracia parece que no convenga más que a una nación
redunda y que esté colocada en sitio a propósito. Aun así cometerá faltas,
porque se compondrá de hombres; reinará en ella la discordia como en un
convento de frailes; pero nunca conocerá esa nación noches como la de San
Bartolomé, ni matanzas como las de Irlanda, ni Vísperas Sicilianas, ni Inquisición,
ni será condenada a galeras por haber tomado agua del mar sin pagarla, a no ser
que supongamos que compongan esa república diablos venidos del infierno.
Después de declararme partidario del republicano defensor de
la democracia y de oponerme a las teorías de Bayle, añadiré que los atenienses
fueron tan guerreros como los suizos y estaban tan civilizados como los
parisienses en el tiempo de Luis XIV; que sobresalieron en todas las artes que
requieren habilidad de genio, como los florentinos de la época de los Médicis,
que fueron los maestros de los romanos en las ciencias y en la elocuencia,
hasta en la época del mismo Cicerón. Ese pequeño pueblo, que apenas tenía
territorio, y no es hoy más que una banda de esclavos ignorantes, cien veces
menos numerosa que la de los judíos y ha perdido hasta su nombre, fue sin
embargo superior al imperio romano por su antigua reputación, que triunfa de
los siglos y de la esclavitud.
Europa conoció otra república, diez veces más pequeña aún que
Atenas, la de Ginebra, que atrajo durante cincuenta años sus miradas y supo
colocar su nombre al lado del de Roma, en la época en que ésta dictaba leyes a
los monarcas, sentenciaba a Enrique, soberano de Francia, y absolvía y
castigaba a otro Enrique que fue el primer hombre de su siglo, en la época
misma que Venecia conservaba su antiguo esplendor, y la nueva república de las
siete Provincias-Unidas asombra a Europa y a las Indias con su instalación y su
comercio.
No pudo aplastar el hormigueo imperceptible de la república
ginebrina el demonio del
Mediodía, Felipe II, el
dominador de dos mundos, ni pudieron tampoco aplastarla las intrigas del
Vaticano, que hacían mover los resortes de media Europa. Esa república se
mantuvo fuerte, defendiéndose con sus escritos y sus armas, y con la ayuda de
Picard, que escribía, y de un pequeño número de suizos, que peleaba, consiguió
afirmarse y triunfar, pudiendo decir: Roma
y yo
En aquellos momentos se trataba cómo había de pensar Europa
en cuestiones que nadie comprendía, y empezó la guerra del espíritu humano, que
dio a luz a Calvino, Beze y Turrttin, para sustituir a Demóstenes, Platón y
Aristóteles, y cuando al fin se reconoció que eran absurdas la mayoría de las
cuestiones de controversia que llamaban la atención de Europa, esa pequeña república
se ocupó con asiduidad en algo más sólido, [153] en adquirir riquezas. Esos
republicanos llegaron a ser ricos, pero ya no fueron nada más.
Los españoles encontraron en América la república de Trascala bastante bien establecida. Todo
lo que no fue sojuzgado en aquella parte del mundo es todavía republicano.
Cuando se descubrió aquel continente, sólo había en él dos monarquías; y esto
podría muy bien probar que el gobierno republicano es el más natural. Preciso
es haber llegado al refinamiento y haber pagado por muchas pruebas para
someterse al gobierno de uno sólo.
En África, los hotentotes, los cafres y otras muchas colonias
de negros viven en la democracia, y se asegura que los países que venden mayor
número de negros están gobernados por reyes. Trípoli, Túnez y Argel, son
repúblicas de soldados y de piratas. Semejantes a ellas las hay en la India:
los maratas y otras hordas salvajes no tienen reyes, eligen jefes cuando van a
entrar en guerra. Así son todavía algunos pueblos de Tartaria. El mismo imperio
turco fue mucho tiempo una república de genízaros, que con frecuencia
estrangulaban a su sultán, cuando éste no los diezmaba para extinguirlos.
Todos los días se cuestiona si el gobierno republicano es
preferible al gobierno monárquico, y la cuestión termina siempre conviniendo en
que es muy difícil gobernar a los hombres. A los judíos, que tuvieron por Señor
al mismo Dios, ya sabemos lo que les sucedió. Casi siempre fueron vencidos y
esclavos, y aun hoy no desempeñan airoso papel.
[1] Del: Diccionario Filosófico (1764) de Voltaire. Tomado de: http://www.e-torredebabel.com/Biblioteca/Voltaire/tirano-Diccionario-Filosofico.htm
[2]
Cartas Filosóficas, # 9:
Sobre el Gobierno (texto completo). http://www.ciudadseva.com/textos/otros/voltaire/carfilo/09.htm
[3]
Op.cit. Diccionario
Filosófico de Voltaire
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