INFELICIDAD BYRONIANA
Bertrand Russell
Es corriente en nuestros tiempos, como
lo ha sido en otros muchos períodos de la historia del mundo, suponer que los
más sabios de entre nosotros han visto a través de todos los entusiasmos de
épocas anteriores y se han dado cuenta de que no queda nada por lo que valga la
pena vivir. Los que sostienen esta opinión son verdaderamente desgraciados,
pero están orgullosos de su desdicha, que atribuyen a la naturaleza misma del
universo, y consideran que es la única actitud racional para una persona
ilustrada. Se sienten tan orgullosos de su infelicidad que las personas menos
sofisticadas no se acaban de creer que sea auténtica; piensan que el hombre que
disfruta siendo desgraciado no es desgraciado. Esta opinión es demasiado
simple; indudablemente, existe alguna pequeña compensación en la sensación de
superioridad y perspicacia que experimentan estos sufridores, pero esto no es
suficiente para compensar la pérdida de placeres más sencillos. Personalmente,
no creo que el hecho de ser infeliz indique ninguna superioridad mental. El
sabio será todo lo feliz que permitan las circunstancias, y si la contemplación
del universo le resulta insoportablemente dolorosa, contemplará otra cosa en su
lugar. Esto es lo que me propongo demostrar en el presente escrito. Pretendo convencer
al lector de que, por mucho que se diga, la razón no representa ningún
obstáculo a la felicidad; es más, estoy convencido de que los que, con toda
sinceridad, atribuyen sus penas a su visión
del universo están poniendo el carro delante de los caballos: la verdad es que
son infelices por alguna razón de la que no son conscientes, y esta infelicidad
les lleva a recrearse en las características menos agradables del mundo en que
viven.
Para los
estadounidenses modernos, el punto de vista que me propongo considerar ha sido
expuesto por Joseph Wood Krutch en un libro titulado The Modern Temper; para
la generación de nuestros abuelos, lo expuso Byron; para todas las épocas, lo
expuso el autor del Eclesiastés. El señor Krutch dice: «La nuestra es una causa
perdida y no hay lugar para nosotros en el universo natural, pero a pesar de
todo no lamentamos ser humanos. Mejor morir como hombres que vivir como
animales».
Byron dijo:
No hay alegría que
pueda darte el mundo comparable
a la que te quita,
a la que te quita,
cuando el brillo de las
primeras ideas degenera en la insulsa decadencia de los sentimientos.
Y el autor del Eclesiastés decía:
Y proclamé dichosos a
los muertos que se fueron, más dichosos que los vivos que viven todavía.
Y más dichosos que
ambos son los que nunca vivieron,
que no han visto el mal que se hace bajo el sol.
que no han visto el mal que se hace bajo el sol.
Todos estos pesimistas
llegaron a estas lúgubres conclusiones tras pasar revista a los placeres de la
vida. El señor Krutch ha vivido en los círculos más intelectuales de Nueva
York; Byron nadó en el Helesponto y tuvo innumerables aventuras amorosas; el
autor del Eclesiastés fue aún más variado en su búsqueda de placeres: probó el
vino, probó la música «de todos los géneros», construyó estanques, tuvo
sirvientes y sirvientas, algunos nacidos en su
casa. Ni siquiera en estas circunstancias le abandonó su sabiduría. No
obstante, vio que todo es vanidad, incluso la sabiduría.
Y di mi corazón
por conocer la sabiduría y por entender la insensatez y la locura; y percibí
que también esto es vejación del espíritu.
Porque donde hay mucha
ciencia hay mucho dolor; y el que aumenta su saber aumenta su pena.
Por lo que se ve, su
sabiduría le molestaba y se esforzó en vano por librarse de ella.
Me dije en mi
corazón: vamos, probemos la alegría, disfrutemos del placer. Pero, ay, también
esto es vanidad.
Pero su sabiduría no le abandonaba.
Entonces me dije
en mi corazón: lo que le sucedió al necio también me sucedió a mí. ¿Por qué,
pues, hacerme más sabio? Y me dije que también esto es vanidad.
Por eso aborrecí la
vida, viendo que todo cuanto se hace bajo el sol es penoso para mí; porque todo
es vanidad y vejación del espíritu.
Es una suerte para los
literatos que ya nadie lea cosas escritas hace mucho tiempo, porque si lo
hicieran llegarían a la conclusión de que, se opine lo que se opine sobre la
construcción de estanques, la creación de nuevos libros no es más que vanidad.
Si podemos demostrar que la doctrina del Eclesiastés no es la única adecuada
para un hombre sabio, no tendremos que molestarnos mucho con las manifestaciones
posteriores de la misma actitud. En un argumento de este tipo hay que
distinguir entre un estado de ánimo y su expresión intelectual. Con los estados
de ánimo no hay discusión posible; pueden cambiar debido a algún suceso
afortunado o a un cambio en nuestro estado corporal, pero no se pueden cambiar mediante argumentos. Muchas veces he experimentado ese
estado de ánimo en que sientes que todo es vanidad; y no he salido de él
mediante ninguna filosofía, sino gracias a una necesidad imperiosa de acción.
Si tu hijo está enfermo, puedes sentirte desdichado, pero no piensas que todo
es vanidad; sientes que devolver la salud a tu hijo es una cuestión que hay que
atender, independientemente de los argumentos sobre si la vida humana tiene
algún valor o no. Un hombre rico puede sentir —y a menudo siente— que todo es
vanidad, pero si pierde su fortuna no pensará que su próxima comida es vanidad,
ni mucho menos. El origen de ese sentimiento es la demasiada facilidad para
satisfacer las necesidades naturales. El animal humano, igual que los demás,
está adaptado a cierto grado de lucha por la vida, y cuando su gran riqueza
permite a un Homo sapiens satisfacer sin esfuerzo todos sus caprichos,
la mera ausencia de esfuerzo le quita a su vida un ingrediente imprescindible
de la felicidad. El hombre que adquiere con facilidad cosas por las que solo
siente un deseo moderado llega a la conclusión de que la satisfacción de los
deseos no da la felicidad. Si tiene inclinaciones filosóficas, llega a la
conclusión de que la vida humana es intrínsecamente miserable, ya que el que
tiene todo lo que desea sigue siendo infeliz. Se olvida de que una parte
indispensable de la felicidad es carecer de algunas de las cosas que se desean.
Hasta aquí lo
referente al estado de ánimo. Pero también hay argumentos intelectuales en el
Eclesiastés:
Los ríos van todos a la mar, y la mar no se llena.
No hay nada nuevo bajo el sol.
No hay memoria de lo que sucedió antes.
Aborrecí todo cuanto yo había hecho bajo el sol, porque todo tendría que dejarlo al que vendrá detrás de mí.
No hay nada nuevo bajo el sol.
No hay memoria de lo que sucedió antes.
Aborrecí todo cuanto yo había hecho bajo el sol, porque todo tendría que dejarlo al que vendrá detrás de mí.
Si intentáramos
expresar estos argumentos con el estilo de un filósofo moderno, nos saldría
algo parecido a esto: el hombre está esforzándose perpetuamente, y la materia
está en perpetuo movimiento, y sin embargo nada permanece, aunque lo nuevo que
ocurre después no se diferencia en nada de lo que ya ocurrió antes. Un hombre
muere, y sus herederos recogen los beneficios de su trabajo. Los ríos van a
parar al mar, pero a sus aguas no se les permite permanecer allí. Una y otra
vez, en un ciclo interminable y sin propósito alguno, los hombres y las cosas
nacen y mueren sin mejorar nada, sin lograr nada permanente, día tras día, año
tras año. Los ríos, si fueran sabios, se quedarían donde están. Salomón, si
fuera sabio, no plantaría árboles frutales cuyos frutos solo serán disfrutados
por su hijo.
Pero con otro
estado de ánimo, qué diferente se ve todo esto. ¿Que no hay nada nuevo bajo el
sol? ¿Y qué me dicen de los rascacielos, los aviones y los discursos
radiofónicos de los políticos? ¿Qué sabía Salomón[1]
de estas cosas? Si hubiera podido oír por la radio el discurso de la reina de
Saba a sus súbditos a su regreso de Israel, ¿no le habría servido de consuelo
entre sus triviales árboles y estanques? Si hubiera podido disponer de una
agencia de recortes de prensa para saber lo que decían los periódicos sobre la
belleza de su arquitectura, las comodidades de su harén y el desconcierto de
los sabios rivales cuando discutían con él, ¿habría podido seguir diciendo que
no hay nada nuevo bajo el sol? Puede que estas cosas no le hubieran curado del
todo de su pesimismo, pero habría tenido que darle una nueva expresión. De
hecho, una de las cosas que lamenta el señor Krutch de nuestro mundo es que hay
demasiadas cosas nuevas bajo el sol. Si tanto la ausencia como la presencia de
novedades son igualmente fastidiosas, no parece que ninguna de las dos pueda
ser la verdadera causa de la desesperación. Consideremos otra vez el hecho de
que «los ríos van todos a la mar, y la mar no se llena;
al sitio de donde vinieron los ríos, allí retornan de nuevo». Tomado como base
para el pesimismo, viene a decir que los viajes son desagradables. La gente va
de vacaciones en verano, pero luego regresa al lugar del que vino. Esto no
significa que sea una tontería salir de vacaciones en verano. Si las aguas
estuvieran dotadas de sentimientos, probablemente disfrutarían de las aventuras
de su ciclo, a la manera de la Nube de Shelley. En cuanto a lo triste
que es dejar las cosas a los herederos, esto se puede considerar desde dos
puntos de vista: desde el punto de vista del heredero, no tiene nada de
desastroso. Tampoco el hecho de que todas las cosas tengan su fin constituye en
sí mismo una base para el pesimismo. Si después vinieran cosas peores, eso sí
que sería una base, pero si vienen cosas mejores habría razones para ser
optimista. ¿Y qué debemos pensar si, como sostiene Salomón, detrás vienen cosas
exactamente iguales? ¿No significa esto que todo el proceso es una futilidad?
Rotundamente no, a menos que las diversas etapas del ciclo sean dolorosas por
sí mismas. El hábito de mirar el futuro y pensar que todo el sentido del
presente está en lo que vendrá después es un hábito pernicioso. El conjunto no
puede tener valor a menos que tengan valor las partes. La vida no se debe
concebir como analogía de un melodrama en que el héroe y la heroína sufren
increíbles desgracias que se compensan con un final feliz. Yo vivo en mi época,
mi hijo me sucede y vive en la suya, su hijo le sucederá a su vez. ¿Qué tiene
todo esto de trágico? Al contrario: si yo viviera eternamente, las alegrías de
la vida acabarían inevitablemente perdiendo su sabor. Tal como están las cosas,
se mantienen eternamente frescas.
Me calenté las manos ante el fuego
de la vida.
Se va apagando y estoy listo para partir.
Se va apagando y estoy listo para partir.
Esta actitud es tan
racional como la del que se indigna ante la muerte. Por tanto, si los estados
de ánimo estuvieran determinados por la
razón, habría igual número de razones para alegrarse como para desesperarse.
El Eclesiastés
es trágico; el Modern Temper del señor Krutch es patético. En el fondo,
el señor Krutch está triste porque las antiguas certidumbres medievales se han
venido abajo, y también algunas de origen más reciente. «En cuanto a esta
desdichada época actual», dice, «acosada por fantasmas de un mundo muerto y que
todavía no se siente a gusto consigo misma, su problema no es muy diferente del
problema de un adolescente que aún no ha aprendido a orientarse sin recurrir a
la mitología en medio de la cual transcurrió su infancia». Esta declaración es
completamente correcta si se aplica a cierta fracción de los intelectuales, los
que habiendo tenido una educación literaria no saben nada del mundo moderno; y
como en su juventud se les enseñó a basar las creencias en las emociones no
pueden desprenderse de ese deseo infantil de seguridad y protección que el
mundo de la ciencia no puede satisfacer. El señor Krutch, como otros muchos
hombres de letras, está obsesionado por la idea de que la ciencia no ha
cumplido sus promesas. Por supuesto, no nos dice cuáles eran esas promesas,
pero parece pensar que, hace sesenta años, hombres como Darwin y Huxley
esperaban algo de la ciencia que esta no ha dado. A mí esto me parece un
completo error, fomentado por escritores y clérigos que no quieren que se
piense que sus especialidades carecen de valor. Es cierto que en estos tiempos
hay en el mundo muchos pesimistas. Siempre ha habido muchos pesimistas cuando
mucha gente veía disminuir sus ingresos. Es verdad que el señor Krutch es
norteamericano y, en general, los ingresos de los norteamericanos han aumentado
desde la Guerra, pero en todo el continente europeo las clases intelectuales
han sufrido terriblemente, y la Guerra misma les dio a todos una sensación de
inestabilidad. Estas causas sociales tienen mucho más que ver con el estado de
ánimo de una época que las teorías sobre la naturaleza del mundo. Pocas épocas
han sido más desesperantes que el siglo XIII, a pesar de que esa fe que el
señor Krutch tanto añora estaba entonces firmemente arraigada en todos,
exceptuando al emperador y a unos cuantos nobles italianos. Así, Roger Bacon
decía: «Reinan en estos tiempos nuestros más pecados que en ninguna época
pasada, y el pecado es incompatible con la sabiduría. Miremos en qué
condiciones está el mundo y considerémoslas atentamente en todas partes:
encontraremos corrupción sin límites, y sobre todo en la Cabeza... La lujuria
deshonra a toda la corte, y la gula los domina a todos... Si esto ocurre en la
Cabeza, ¿cómo será en los miembros? Veamos a los prelados: cómo se afanan tras
el dinero y descuidan la salvación de las almas... Consideremos las órdenes
religiosas: no excluyo a ninguna de lo que digo. Ved cómo han caído todas ellas
de su estado correcto; y las nuevas órdenes (de frailes) ya han decaído
espantosamente desde su dignidad original. Todo el clero es presa de la
soberbia, la lujuria y la avaricia; y allí donde se juntan eclesiásticos, como
ocurre en París y en Oxford, escandalizan a todos los laicos con sus guerras y
disputas y otros vicios... A nadie le importa lo que se haga, por las buenas o
por las malas, con tal de que cada uno pueda satisfacer su codicia». Y sobre
los sabios paganos de la Antigüedad dice: «Sus vidas fueron, sin punto de
comparación, mejores que las nuestras, tanto por su decencia como por su
desprecio del mundo con todas sus delicias, riquezas y honores; todos los
hombres pueden aprender de las obras de Aristóteles, Séneca, Tulio, Avicena,
Alfarabi, Platón, Sócrates y otros; y así fue como alcanzaron los secretos de
la sabiduría y obtuvieron todo conocimiento».[2]
La opinión de Roger Bacon era compartida por todos sus contemporáneos ilustrados,
a ninguno de los cuales les gustaba la época en que vivían. Ni por un momento
creo que este pesimismo tuviera una causa metafísica. Sus causas eran la
guerra, la pobreza y la violencia.
Uno de los
capítulos más patéticos del señor Krutch trata del tema del amor. Parece que
los Victorianos tenían un concepto muy elevado del amor, pero que nosotros, con
nuestra sofisticación moderna, lo hemos perdido. «Para los Victorianos más
escépticos, el amor cumplía algunas de las funciones del Dios que habían
perdido. Ante él, muchos, incluso los más curtidos, se volvían místicos por un
momento. Se encontraban en presencia de algo que despertaba en ellos esa
sensación de reverencia que ninguna otra cosa produce, algo ante lo que
sentían, aunque fuera en lo más profundo de su ser, que se le debía una lealtad
a toda prueba. Para ellos, el amor, como Dios, exigía toda clase de
sacrificios; pero, también como Él, premiaba al creyente infundiendo en todos
los fenómenos de la vida un significado que aún está por analizar. Nos hemos
acostumbrado —más que ellos— a un universo sin Dios, pero aún no nos hemos
acostumbrado a un universo donde tampoco haya amor, y solo cuando nos
acostumbremos nos daremos cuenta de lo que significa realmente el ateísmo.» Es
curioso lo diferente que parece la época victoriana a los jóvenes de nuestro
tiempo, en comparación con lo que parecía cuando uno vivía en ella. Recuerdo a
dos señoras mayores, ambas típicas de ciertos aspectos del período, que conocí
cuando era joven. Una era puritana y la otra seguidora de Voltaire. La primera
se lamentaba de que hubiera tanta poesía que trataba del amor, siendo este,
según ella, un tema sin interés. La segunda comentó: «De mí, nadie podrá decir
nada, pero yo siempre digo que no es tan malo violar el sexto mandamiento como
violar el séptimo, porque al fin y al cabo se necesita el consentimiento de la
otra parte». Ninguna de estas opiniones coincidía con lo que el señor Krutch
presenta como típicamente Victoriano. Evidentemente, ha sacado sus ideas de ciertos
autores que no estaban, ni mucho menos, en armonía con su ambiente. El mejor
ejemplo, supongo, es Robert Browning. Sin embargo, no puedo evitar estar
convencido de que hay algo que atufa en su concepto del amor.
Gracias a Dios, la más ruin de sus criaturas
puede jactarse de tener dos facetas en su alma;
una con la que se enfrenta al mundo
y otra que mostrar a una mujer cuando la ama.
puede jactarse de tener dos facetas en su alma;
una con la que se enfrenta al mundo
y otra que mostrar a una mujer cuando la ama.
Esto da por
supuesto que la combatividad es la única actitud posible hacia el mundo en
general. ¿Por qué? Porque el mundo es cruel, diría Browning. Porque no te
aceptará con el valor que tú te atribuyes, diríamos nosotros. Una pareja puede
formar, como hicieron los Browning, una sociedad de admiración mutua. Es muy
agradable tener a mano a alguien que siempre va a elogiar tu obra, tanto si lo
merece como si no. Y no cabe duda de que Browning se consideraba un buen tipo,
todo un hombre, cuando denunció a Fitzgerald en términos nada moderados por
haberse atrevido a no admirar a Aurora Leigh. Pero no me parece que esta
completa suspensión de la facultad crítica por ambas partes sea verdaderamente
admirable. Está muy relacionada con el miedo y con el deseo de encontrar un
refugio contra las frías ráfagas de la crítica imparcial. Muchos solterones
aprenden a obtener la misma satisfacción en su propio hogar. Yo viví demasiado
tiempo en la época victoriana para ser moderno según los criterios del señor
Krutch. No he dejado de creer en el amor, ni mucho menos, pero la clase de amor
en que creo no es del tipo que admiraban los Victorianos; es aventurero y
siempre alerta, y aunque es consciente de lo bueno, eso no significa que ignore
lo malo, ni pretende ser sagrado o santo. La atribución de estas cualidades al
tipo de amor que se admiraba fue una consecuencia del tabú del sexo. Los
Victorianos estaban plenamente convencidos de que casi todo el sexo es malo, y
tenían que aplicar adjetivos exagerados a las modalidades que podían aprobar.
Había más hambre de sexo que ahora, y esto, sin duda, hacía que la gente
exagerara la importancia del sexo, como han hecho siempre los ascéticos. En la
actualidad, atravesamos un período algo confuso, en el que mucha gente ha
prescindido de los antiguos criterios sin adoptar
otros nuevos. Esto les ha ocasionado diversos problemas, y como su
subconsciente, en general, sigue creyendo en los viejos criterios, los
problemas, cuando surgen, provocan desesperación, remordimiento y cinismo. No
creo que sea muy grande el número de personas a las que les sucede esto, pero
son de las que más ruido hacen en nuestra época. Creo que si comparásemos la
juventud acomodada de nuestra época con la de la época victoriana, veríamos que
ahora hay mucha más felicidad en relación con el amor, y mucha más fe auténtica
en el valor del amor que hace sesenta años. Las razones que empujan al cinismo
a ciertas personas tienen que ver con el predominio de los viejos ideales sobre
el subconsciente y con la ausencia de una ética racional que permita a la gente
de nuestros días regular su conducta. El remedio no está en lamentarse y sentir
nostalgia del pasado, sino en aceptar valerosamente el concepto moderno y
decidirse a arrancar de raíz, en todos sus oscuros escondites, las
supersticiones oficialmente descartadas.
No es fácil
decir en pocas palabras por qué valora uno el amor; no obstante, lo voy a
intentar. El amor hay que valorarlo en primer lugar —y este, aunque no es su
mayor valor, es imprescindible para todos los demás— como fuente de placer en
sí mismo.
¡Oh, amor! Qué injustos son contigo
los que dicen que tu dulzura es amarga,
cuando tus ricos frutos son de tal manera
que no puede existir nada tan dulce.
los que dicen que tu dulzura es amarga,
cuando tus ricos frutos son de tal manera
que no puede existir nada tan dulce.
El autor anónimo
de estos versos no buscaba una solución para el ateísmo, ni la clave del
universo; estaba simplemente pasándoselo bien. Y el amor no solo es una fuente
de placer, sino que su ausencia es una fuente de dolor. En segundo lugar, el
amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la
música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna
llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de
una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que
son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del
ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las
emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro. Se han
dado en el mundo, en diversas épocas, varias filosofías de la soledad, algunas
muy nobles y otras menos. Los estoicos y los primeros cristianos creían que el
hombre podía experimentar el bien supremo que se puede experimentar en la vida
humana mediante el simple ejercicio de su propia voluntad o, en cualquier caso,
sin ayuda humana; otros han tenido como único objetivo de su vida el poder, y
otros el mero placer personal. Todos estos son filósofos solitarios, en el
sentido de suponer que el bien es algo realizable en cada persona por separado,
y no solo en una sociedad de personas más grande o más pequeña. En mi opinión,
todos estos puntos de vista son falsos, y no solo en teoría ética, sino como
expresiones de la mejor parte de nuestros instintos. El hombre depende de la
cooperación, y la naturaleza le ha dotado, es cierto que no del todo bien, con
el aparato instintivo del que puede surgir la cordialidad necesaria para la
cooperación. El amor es la primera y la más común de las formas de emoción que
facilitan la cooperación, y los que han experimentado el amor con cierta
intensidad no se conformarán con una filosofía que suponga que el mayor bien
consiste en ser independiente de la persona amada. En este aspecto, el amor de
los padres es aún más poderoso, pero en los mejores casos el sentimiento
parental es consecuencia del amor entre los padres. No pretendo decir que el
amor, en su forma más elevada, sea algo común, pero sí sostengo que en su forma
más elevada revela valores que de otro modo no se llegarían a conocer, y que
posee en sí mismo un valor al que no afecta el escepticismo, por mucho que los
escépticos incapaces de experimentarlo atribuyan falsamente su incapacidad a su
escepticismo.
El amor verdadero es un fuego perdurable
que arde eternamente en la mente.
Nunca enferma, nunca muere, nunca se enfría,
nunca se niega a sí mismo.
que arde eternamente en la mente.
Nunca enferma, nunca muere, nunca se enfría,
nunca se niega a sí mismo.
Veamos ahora lo
que el señor Krutch tiene que decir acerca de la tragedia. Sostiene, y en esto
no puedo sino estar de acuerdo con él, que Espectros de Ibsen es
inferior a El rey Lear. «Ni un mayor poder de expresión ni un mayor don
para las palabras habrían podido transformar a Ibsen en Shakespeare. Los
materiales con que este último creó sus obras —su concepto de la dignidad
humana, su sentido de la importancia de las pasiones humanas, su visión de la
amplitud de la vida humana— simplemente no existían ni podían existir para
Ibsen, como no existían ni podían existir para sus contemporáneos. De algún
modo, Dios, el Hombre y la Naturaleza han perdido estatura en los siglos
transcurridos entre uno y otro, no porque el credo realista del arte moderno
nos impulse a mirar a la gente mediana, sino porque esta medianía de la vida
humana se nos impuso de algún modo mediante la aplicación del mismo proceso que
condujo al desarrollo de teorías realistas del arte que pudieran justificar
nuestra visión.» Sin duda es cierto que el anticuado tipo de tragedia que
trataba de príncipes con problemas no resulta adecuado para nuestra época, y
cuando intentamos tratar del mismo modo los problemas de un individuo
cualquiera el efecto no es el mismo. Sin embargo, la razón de que esto ocurra
no es un deterioro en nuestra visión de la vida, sino justamente lo contrario.
Se debe al hecho de que ya no consideramos a ciertos individuos como los
grandes de la tierra, con derecho a pasiones trágicas, mientras que a todos los
demás les toca solo afanarse y esforzarse para mantener la magnificencia de
esos pocos. Shakespeare dice:
Cuando mueren los mendigos, no se ven cometas;
A la muerte de los príncipes, los cielos mismos arden.
A la muerte de los príncipes, los cielos mismos arden.
En tiempos de
Shakespeare, este sentimiento, si no se creía al pie de la letra, al menos
expresaba un concepto de la vida prácticamente universal, aceptado de todo
corazón por el propio Shakespeare. En consecuencia, la muerte del poeta Cinna
es cómica, mientras que las muertes de César, Bruto y Casio son trágicas. Ahora
hemos perdido el sentido de la importancia cósmica de una muerte individual
porque nos hemos vuelto demócratas, no solo en las formas externas sino en
nuestras convicciones más íntimas. Así pues, en nuestros tiempos las grandes
tragedias tienen que ocuparse más de la comunidad que del individuo. Como
ejemplo de lo que digo, propongo el Massemensch de Ernst Toller. No
pretendo decir que esta obra sea tan buena como las mejores que se escribieron
en las mejores épocas pasadas, pero sí sostengo que es comparable; es noble,
profunda y real, trata de acciones heroicas y pretende «purificar al lector
mediante la compasión y el terror», como dijo Aristóteles que había que hacer.
Todavía existen pocos ejemplos de este tipo moderno de tragedia, ya que hay que
abandonar la antigua técnica y las antiguas tradiciones sin sustituirlas por
meras trivialidades cultas. Para escribir tragedia, hay que sentirla. Y para
sentir la tragedia, hay que ser consciente del mundo en que uno vive, no solo
con la mente sino con la sangre y los nervios. Durante todo su libro, el señor
Krutch habla a intervalos de la desesperación, y uno queda conmovido por su
heroica aceptación de un mundo desolado, pero la desolación se debe al hecho de
que él y la mayoría de los hombres de letras no han aprendido aún a sentir las
antiguas emociones en respuesta a nuevos estímulos. Los estímulos existen, pero
no en los corrillos literarios. Los corrillos literarios no tienen contacto
vital con la vida de la comunidad, y dicho contacto es necesario para que los
sentimientos humanos tengan la seriedad y la profundidad que caracterizan tanto
a la tragedia como a la auténtica felicidad. A todos los jóvenes con talento
que van por ahí convencidos de que no tienen nada que hacer en el mundo, yo les
diría: «Deja de intentar escribir y en cambio intenta no escribir. Sal al
mundo, hazte pirata, rey en Borneo u obrero en la Rusia soviética; búscate una
existencia en que la satisfacción de necesidades físicas elementales ocupe
todas tus energías». No recomiendo esta línea de acción a todo el mundo, sino
solo a los que padecen la enfermedad diagnosticada por el señor Krutch. Creo
que, al cabo de unos años de vivir así, el ex intelectual encontrará que, a pesar
de sus esfuerzos, ya no puede contener el afán de escribir, y cuando llegue ese
momento, lo que escriba ya no le parecerá tan fútil.
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