viernes, 1 de abril de 2016

INFELICIDAD BYRONIANA
Bertrand Russell


Es corriente en nuestros tiempos, como lo ha sido en otros muchos períodos de la historia del mundo, suponer que los más sabios de entre nosotros han visto a través de todos los entusiasmos de épocas anteriores y se han dado cuenta de que no queda nada por lo que valga la pena vivir. Los que sostienen esta opinión son verdaderamente desgraciados, pero están orgullosos de su desdicha, que atribuyen a la naturaleza misma del universo, y consideran que es la única actitud racional para una persona ilustrada. Se sienten tan orgullosos de su infelicidad que las personas menos sofisticadas no se acaban de creer que sea auténtica; piensan que el hombre que disfruta siendo desgraciado no es desgraciado. Esta opinión es demasiado simple; indudablemente, existe alguna pequeña compensación en la sensación de superioridad y perspicacia que experimentan estos sufridores, pero esto no es suficiente para compensar la pérdida de placeres más sencillos. Personalmente, no creo que el hecho de ser infeliz indique ninguna superioridad mental. El sabio será todo lo feliz que permitan las circunstancias, y si la contemplación del universo le resulta insoportablemente dolorosa, contemplará otra cosa en su lugar. Esto es lo que me propongo demostrar en el presente escrito. Pretendo convencer al lector de que, por mucho que se diga, la razón no representa ningún obstáculo a la felicidad; es más, estoy convencido de que los que, con toda sinceridad, atribuyen sus penas a su visión del universo están poniendo el carro delante de los caballos: la verdad es que son infelices por alguna razón de la que no son conscientes, y esta infelicidad les lleva a recrearse en las características menos agradables del mundo en que viven.
Para los estadounidenses modernos, el punto de vista que me propongo considerar ha sido expuesto por Joseph Wood Krutch en un libro titulado The Modern Temper; para la generación de nuestros abuelos, lo expuso Byron; para todas las épocas, lo expuso el autor del Eclesiastés. El señor Krutch dice: «La nuestra es una causa perdida y no hay lugar para nosotros en el universo natural, pero a pesar de todo no lamentamos ser humanos. Mejor morir como hombres que vivir como animales».
Byron dijo:
No hay alegría que pueda darte el mundo comparable
 a la que te quita,
cuando el brillo de las primeras ideas degenera en la insulsa decadencia de los sentimientos.
Y el autor del Eclesiastés decía:
Y proclamé dichosos a los muertos que se fueron, más dichosos que los vivos que viven todavía.
Y más dichosos que ambos son los que nunca vivieron,
 que no han visto el mal que se hace bajo el sol.
Todos estos pesimistas llegaron a estas lúgubres conclusiones tras pasar revista a los placeres de la vida. El señor Krutch ha vivido en los círculos más intelectuales de Nueva York; Byron nadó en el Helesponto y tuvo innumerables aventuras amorosas; el autor del Eclesiastés fue aún más variado en su búsqueda de placeres: probó el vino, probó la música «de todos los géneros», construyó estanques, tuvo sirvientes y sirvientas, algunos nacidos en su casa. Ni siquiera en estas circunstancias le abandonó su sabiduría. No obstante, vio que todo es vanidad, incluso la sabiduría.
Y di mi corazón por conocer la sabiduría y por entender la insensatez y la locura; y percibí que también esto es vejación del espíritu.
Porque donde hay mucha ciencia hay mucho dolor; y el que aumenta su saber aumenta su pena.
Por lo que se ve, su sabiduría le molestaba y se esforzó en vano por librarse de ella.
Me dije en mi corazón: vamos, probemos la alegría, disfrutemos del placer. Pero, ay, también esto es vanidad.
Pero su sabiduría no le abandonaba.
Entonces me dije en mi corazón: lo que le sucedió al necio también me sucedió a mí. ¿Por qué, pues, hacerme más sabio? Y me dije que también esto es vanidad.
Por eso aborrecí la vida, viendo que todo cuanto se hace bajo el sol es penoso para mí; porque todo es vanidad y vejación del espíritu.
Es una suerte para los literatos que ya nadie lea cosas escritas hace mucho tiempo, porque si lo hicieran llegarían a la conclusión de que, se opine lo que se opine sobre la construcción de estanques, la creación de nuevos libros no es más que vanidad. Si podemos demostrar que la doctrina del Eclesiastés no es la única adecuada para un hombre sabio, no tendremos que molestarnos mucho con las manifestaciones posteriores de la misma actitud. En un argumento de este tipo hay que distinguir entre un estado de ánimo y su expresión intelectual. Con los estados de ánimo no hay discusión posible; pueden cambiar debido a algún suceso afortunado o a un cambio en nuestro estado corporal, pero no se pueden cambiar mediante argumentos. Muchas veces he experimentado ese estado de ánimo en que sientes que todo es vanidad; y no he salido de él mediante ninguna filosofía, sino gracias a una necesidad imperiosa de acción. Si tu hijo está enfermo, puedes sentirte desdichado, pero no piensas que todo es vanidad; sientes que devolver la salud a tu hijo es una cuestión que hay que atender, independientemente de los argumentos sobre si la vida humana tiene algún valor o no. Un hombre rico puede sentir —y a menudo siente— que todo es vanidad, pero si pierde su fortuna no pensará que su próxima comida es vanidad, ni mucho menos. El origen de ese sentimiento es la demasiada facilidad para satisfacer las necesidades naturales. El animal humano, igual que los demás, está adaptado a cierto grado de lucha por la vida, y cuando su gran riqueza permite a un Homo sapiens satisfacer sin esfuerzo todos sus caprichos, la mera ausencia de esfuerzo le quita a su vida un ingrediente imprescindible de la felicidad. El hombre que adquiere con facilidad cosas por las que solo siente un deseo moderado llega a la conclusión de que la satisfacción de los deseos no da la felicidad. Si tiene inclinaciones filosóficas, llega a la conclusión de que la vida humana es intrínsecamente miserable, ya que el que tiene todo lo que desea sigue siendo infeliz. Se olvida de que una parte indispensable de la felicidad es carecer de algunas de las cosas que se desean.
Hasta aquí lo referente al estado de ánimo. Pero también hay argumentos intelectuales en el Eclesiastés:
Los ríos van todos a la mar, y la mar no se llena.
No hay nada nuevo bajo el sol.
No hay memoria de lo que sucedió antes.
Aborrecí todo cuanto yo había hecho bajo el sol, porque todo tendría que dejarlo al que vendrá detrás de mí.
Si intentáramos expresar estos argumentos con el estilo de un filósofo moderno, nos saldría algo parecido a esto: el hombre está esforzándose perpetuamente, y la materia está en perpetuo movimiento, y sin embargo nada permanece, aunque lo nuevo que ocurre después no se diferencia en nada de lo que ya ocurrió antes. Un hombre muere, y sus herederos recogen los beneficios de su trabajo. Los ríos van a parar al mar, pero a sus aguas no se les permite permanecer allí. Una y otra vez, en un ciclo interminable y sin propósito alguno, los hombres y las cosas nacen y mueren sin mejorar nada, sin lograr nada permanente, día tras día, año tras año. Los ríos, si fueran sabios, se quedarían donde están. Salomón, si fuera sabio, no plantaría árboles frutales cuyos frutos solo serán disfrutados por su hijo.
Pero con otro estado de ánimo, qué diferente se ve todo esto. ¿Que no hay nada nuevo bajo el sol? ¿Y qué me dicen de los rascacielos, los aviones y los discursos radiofónicos de los políticos? ¿Qué sabía Salomón[1] de estas cosas? Si hubiera podido oír por la radio el discurso de la reina de Saba a sus súbditos a su regreso de Israel, ¿no le habría servido de consuelo entre sus triviales árboles y estanques? Si hubiera podido disponer de una agencia de recortes de prensa para saber lo que decían los periódicos sobre la belleza de su arquitectura, las comodidades de su harén y el desconcierto de los sabios rivales cuando discutían con él, ¿habría podido seguir diciendo que no hay nada nuevo bajo el sol? Puede que estas cosas no le hubieran curado del todo de su pesimismo, pero habría tenido que darle una nueva expresión. De hecho, una de las cosas que lamenta el señor Krutch de nuestro mundo es que hay demasiadas cosas nuevas bajo el sol. Si tanto la ausencia como la presencia de novedades son igualmente fastidiosas, no parece que ninguna de las dos pueda ser la verdadera causa de la desesperación. Consideremos otra vez el hecho de que «los ríos van todos a la mar, y la mar no se llena; al sitio de donde vinieron los ríos, allí retornan de nuevo». Tomado como base para el pesimismo, viene a decir que los viajes son desagradables. La gente va de vacaciones en verano, pero luego regresa al lugar del que vino. Esto no significa que sea una tontería salir de vacaciones en verano. Si las aguas estuvieran dotadas de sentimientos, probablemente disfrutarían de las aventuras de su ciclo, a la manera de la Nube de Shelley. En cuanto a lo triste que es dejar las cosas a los herederos, esto se puede considerar desde dos puntos de vista: desde el punto de vista del heredero, no tiene nada de desastroso. Tampoco el hecho de que todas las cosas tengan su fin constituye en sí mismo una base para el pesimismo. Si después vinieran cosas peores, eso sí que sería una base, pero si vienen cosas mejores habría razones para ser optimista. ¿Y qué debemos pensar si, como sostiene Salomón, detrás vienen cosas exactamente iguales? ¿No significa esto que todo el proceso es una futilidad? Rotundamente no, a menos que las diversas etapas del ciclo sean dolorosas por sí mismas. El hábito de mirar el futuro y pensar que todo el sentido del presente está en lo que vendrá después es un hábito pernicioso. El conjunto no puede tener valor a menos que tengan valor las partes. La vida no se debe concebir como analogía de un melodrama en que el héroe y la heroína sufren increíbles desgracias que se compensan con un final feliz. Yo vivo en mi época, mi hijo me sucede y vive en la suya, su hijo le sucederá a su vez. ¿Qué tiene todo esto de trágico? Al contrario: si yo viviera eternamente, las alegrías de la vida acabarían inevitablemente perdiendo su sabor. Tal como están las cosas, se mantienen eternamente frescas.
Me calenté las manos ante el fuego de la vida.
Se va apagando y estoy listo para partir.
Esta actitud es tan racional como la del que se indigna ante la muerte. Por tanto, si los estados de ánimo estuvieran determinados por la razón, habría igual número de razones para alegrarse como para desesperarse.
El Eclesiastés es trágico; el Modern Temper del señor Krutch es patético. En el fondo, el señor Krutch está triste porque las antiguas certidumbres medievales se han venido abajo, y también algunas de origen más reciente. «En cuanto a esta desdichada época actual», dice, «acosada por fantasmas de un mundo muerto y que todavía no se siente a gusto consigo misma, su problema no es muy diferente del problema de un adolescente que aún no ha aprendido a orientarse sin recurrir a la mitología en medio de la cual transcurrió su infancia». Esta declaración es completamente correcta si se aplica a cierta fracción de los intelectuales, los que habiendo tenido una educación literaria no saben nada del mundo moderno; y como en su juventud se les enseñó a basar las creencias en las emociones no pueden desprenderse de ese deseo infantil de seguridad y protección que el mundo de la ciencia no puede satisfacer. El señor Krutch, como otros muchos hombres de letras, está obsesionado por la idea de que la ciencia no ha cumplido sus promesas. Por supuesto, no nos dice cuáles eran esas promesas, pero parece pensar que, hace sesenta años, hombres como Darwin y Huxley esperaban algo de la ciencia que esta no ha dado. A mí esto me parece un completo error, fomentado por escritores y clérigos que no quieren que se piense que sus especialidades carecen de valor. Es cierto que en estos tiempos hay en el mundo muchos pesimistas. Siempre ha habido muchos pesimistas cuando mucha gente veía disminuir sus ingresos. Es verdad que el señor Krutch es norteamericano y, en general, los ingresos de los norteamericanos han aumentado desde la Guerra, pero en todo el continente europeo las clases intelectuales han sufrido terriblemente, y la Guerra misma les dio a todos una sensación de inestabilidad. Estas causas sociales tienen mucho más que ver con el estado de ánimo de una época que las teorías sobre la naturaleza del mundo. Pocas épocas han sido más desesperantes que el siglo XIII, a pesar de que esa fe que el señor Krutch tanto añora estaba entonces firmemente arraigada en todos, exceptuando al emperador y a unos cuantos nobles italianos. Así, Roger Bacon decía: «Reinan en estos tiempos nuestros más pecados que en ninguna época pasada, y el pecado es incompatible con la sabiduría. Miremos en qué condiciones está el mundo y considerémoslas atentamente en todas partes: encontraremos corrupción sin límites, y sobre todo en la Cabeza... La lujuria deshonra a toda la corte, y la gula los domina a todos... Si esto ocurre en la Cabeza, ¿cómo será en los miembros? Veamos a los prelados: cómo se afanan tras el dinero y descuidan la salvación de las almas... Consideremos las órdenes religiosas: no excluyo a ninguna de lo que digo. Ved cómo han caído todas ellas de su estado correcto; y las nuevas órdenes (de frailes) ya han decaído espantosamente desde su dignidad original. Todo el clero es presa de la soberbia, la lujuria y la avaricia; y allí donde se juntan eclesiásticos, como ocurre en París y en Oxford, escandalizan a todos los laicos con sus guerras y disputas y otros vicios... A nadie le importa lo que se haga, por las buenas o por las malas, con tal de que cada uno pueda satisfacer su codicia». Y sobre los sabios paganos de la Antigüedad dice: «Sus vidas fueron, sin punto de comparación, mejores que las nuestras, tanto por su decencia como por su desprecio del mundo con todas sus delicias, riquezas y honores; todos los hombres pueden aprender de las obras de Aristóteles, Séneca, Tulio, Avicena, Alfarabi, Platón, Sócrates y otros; y así fue como alcanzaron los secretos de la sabiduría y obtuvieron todo conocimiento».[2] La opinión de Roger Bacon era compartida por todos sus contemporáneos ilustrados, a ninguno de los cuales les gustaba la época en que vivían. Ni por un momento creo que este pesimismo tuviera una causa metafísica. Sus causas eran la guerra, la pobreza y la violencia.
Uno de los capítulos más patéticos del señor Krutch trata del tema del amor. Parece que los Victorianos tenían un concepto muy elevado del amor, pero que nosotros, con nuestra sofisticación moderna, lo hemos perdido. «Para los Victorianos más escépticos, el amor cumplía algunas de las funciones del Dios que habían perdido. Ante él, muchos, incluso los más curtidos, se volvían místicos por un momento. Se encontraban en presencia de algo que despertaba en ellos esa sensación de reverencia que ninguna otra cosa produce, algo ante lo que sentían, aunque fuera en lo más profundo de su ser, que se le debía una lealtad a toda prueba. Para ellos, el amor, como Dios, exigía toda clase de sacrificios; pero, también como Él, premiaba al creyente infundiendo en todos los fenómenos de la vida un significado que aún está por analizar. Nos hemos acostumbrado —más que ellos— a un universo sin Dios, pero aún no nos hemos acostumbrado a un universo donde tampoco haya amor, y solo cuando nos acostumbremos nos daremos cuenta de lo que significa realmente el ateísmo.» Es curioso lo diferente que parece la época victoriana a los jóvenes de nuestro tiempo, en comparación con lo que parecía cuando uno vivía en ella. Recuerdo a dos señoras mayores, ambas típicas de ciertos aspectos del período, que conocí cuando era joven. Una era puritana y la otra seguidora de Voltaire. La primera se lamentaba de que hubiera tanta poesía que trataba del amor, siendo este, según ella, un tema sin interés. La segunda comentó: «De mí, nadie podrá decir nada, pero yo siempre digo que no es tan malo violar el sexto mandamiento como violar el séptimo, porque al fin y al cabo se necesita el consentimiento de la otra parte». Ninguna de estas opiniones coincidía con lo que el señor Krutch presenta como típicamente Victoriano. Evidentemente, ha sacado sus ideas de ciertos autores que no estaban, ni mucho menos, en armonía con su ambiente. El mejor ejemplo, supongo, es Robert Browning. Sin embargo, no puedo evitar estar convencido de que hay algo que atufa en su concepto del amor.
Gracias a Dios, la más ruin de sus criaturas
puede jactarse de tener dos facetas en su alma;
una con la que se enfrenta al mundo
y otra que mostrar a una mujer cuando la ama.
Esto da por supuesto que la combatividad es la única actitud posible hacia el mundo en general. ¿Por qué? Porque el mundo es cruel, diría Browning. Porque no te aceptará con el valor que tú te atribuyes, diríamos nosotros. Una pareja puede formar, como hicieron los Browning, una sociedad de admiración mutua. Es muy agradable tener a mano a alguien que siempre va a elogiar tu obra, tanto si lo merece como si no. Y no cabe duda de que Browning se consideraba un buen tipo, todo un hombre, cuando denunció a Fitzgerald en términos nada moderados por haberse atrevido a no admirar a Aurora Leigh. Pero no me parece que esta completa suspensión de la facultad crítica por ambas partes sea verdaderamente admirable. Está muy relacionada con el miedo y con el deseo de encontrar un refugio contra las frías ráfagas de la crítica imparcial. Muchos solterones aprenden a obtener la misma satisfacción en su propio hogar. Yo viví demasiado tiempo en la época victoriana para ser moderno según los criterios del señor Krutch. No he dejado de creer en el amor, ni mucho menos, pero la clase de amor en que creo no es del tipo que admiraban los Victorianos; es aventurero y siempre alerta, y aunque es consciente de lo bueno, eso no significa que ignore lo malo, ni pretende ser sagrado o santo. La atribución de estas cualidades al tipo de amor que se admiraba fue una consecuencia del tabú del sexo. Los Victorianos estaban plenamente convencidos de que casi todo el sexo es malo, y tenían que aplicar adjetivos exagerados a las modalidades que podían aprobar. Había más hambre de sexo que ahora, y esto, sin duda, hacía que la gente exagerara la importancia del sexo, como han hecho siempre los ascéticos. En la actualidad, atravesamos un período algo confuso, en el que mucha gente ha prescindido de los antiguos criterios sin adoptar otros nuevos. Esto les ha ocasionado diversos problemas, y como su subconsciente, en general, sigue creyendo en los viejos criterios, los problemas, cuando surgen, provocan desesperación, remordimiento y cinismo. No creo que sea muy grande el número de personas a las que les sucede esto, pero son de las que más ruido hacen en nuestra época. Creo que si comparásemos la juventud acomodada de nuestra época con la de la época victoriana, veríamos que ahora hay mucha más felicidad en relación con el amor, y mucha más fe auténtica en el valor del amor que hace sesenta años. Las razones que empujan al cinismo a ciertas personas tienen que ver con el predominio de los viejos ideales sobre el subconsciente y con la ausencia de una ética racional que permita a la gente de nuestros días regular su conducta. El remedio no está en lamentarse y sentir nostalgia del pasado, sino en aceptar valerosamente el concepto moderno y decidirse a arrancar de raíz, en todos sus oscuros escondites, las supersticiones oficialmente descartadas.
No es fácil decir en pocas palabras por qué valora uno el amor; no obstante, lo voy a intentar. El amor hay que valorarlo en primer lugar —y este, aunque no es su mayor valor, es imprescindible para todos los demás— como fuente de placer en sí mismo.
¡Oh, amor! Qué injustos son contigo
los que dicen que tu dulzura es amarga,
cuando tus ricos frutos son de tal manera
que no puede existir nada tan dulce.
El autor anónimo de estos versos no buscaba una solución para el ateísmo, ni la clave del universo; estaba simplemente pasándoselo bien. Y el amor no solo es una fuente de placer, sino que su ausencia es una fuente de dolor. En segundo lugar, el amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro. Se han dado en el mundo, en diversas épocas, varias filosofías de la soledad, algunas muy nobles y otras menos. Los estoicos y los primeros cristianos creían que el hombre podía experimentar el bien supremo que se puede experimentar en la vida humana mediante el simple ejercicio de su propia voluntad o, en cualquier caso, sin ayuda humana; otros han tenido como único objetivo de su vida el poder, y otros el mero placer personal. Todos estos son filósofos solitarios, en el sentido de suponer que el bien es algo realizable en cada persona por separado, y no solo en una sociedad de personas más grande o más pequeña. En mi opinión, todos estos puntos de vista son falsos, y no solo en teoría ética, sino como expresiones de la mejor parte de nuestros instintos. El hombre depende de la cooperación, y la naturaleza le ha dotado, es cierto que no del todo bien, con el aparato instintivo del que puede surgir la cordialidad necesaria para la cooperación. El amor es la primera y la más común de las formas de emoción que facilitan la cooperación, y los que han experimentado el amor con cierta intensidad no se conformarán con una filosofía que suponga que el mayor bien consiste en ser independiente de la persona amada. En este aspecto, el amor de los padres es aún más poderoso, pero en los mejores casos el sentimiento parental es consecuencia del amor entre los padres. No pretendo decir que el amor, en su forma más elevada, sea algo común, pero sí sostengo que en su forma más elevada revela valores que de otro modo no se llegarían a conocer, y que posee en sí mismo un valor al que no afecta el escepticismo, por mucho que los escépticos incapaces de experimentarlo atribuyan falsamente su incapacidad a su escepticismo.
El amor verdadero es un fuego perdurable
que arde eternamente en la mente.
Nunca enferma, nunca muere, nunca se enfría,
nunca se niega a sí mismo.
Veamos ahora lo que el señor Krutch tiene que decir acerca de la tragedia. Sostiene, y en esto no puedo sino estar de acuerdo con él, que Espectros de Ibsen es inferior a El rey Lear. «Ni un mayor poder de expresión ni un mayor don para las palabras habrían podido transformar a Ibsen en Shakespeare. Los materiales con que este último creó sus obras —su concepto de la dignidad humana, su sentido de la importancia de las pasiones humanas, su visión de la amplitud de la vida humana— simplemente no existían ni podían existir para Ibsen, como no existían ni podían existir para sus contemporáneos. De algún modo, Dios, el Hombre y la Naturaleza han perdido estatura en los siglos transcurridos entre uno y otro, no porque el credo realista del arte moderno nos impulse a mirar a la gente mediana, sino porque esta medianía de la vida humana se nos impuso de algún modo mediante la aplicación del mismo proceso que condujo al desarrollo de teorías realistas del arte que pudieran justificar nuestra visión.» Sin duda es cierto que el anticuado tipo de tragedia que trataba de príncipes con problemas no resulta adecuado para nuestra época, y cuando intentamos tratar del mismo modo los problemas de un individuo cualquiera el efecto no es el mismo. Sin embargo, la razón de que esto ocurra no es un deterioro en nuestra visión de la vida, sino justamente lo contrario. Se debe al hecho de que ya no consideramos a ciertos individuos como los grandes de la tierra, con derecho a pasiones trágicas, mientras que a todos los demás les toca solo afanarse y esforzarse para mantener la magnificencia de esos pocos. Shakespeare dice:
Cuando mueren los mendigos, no se ven cometas;
A la muerte de los príncipes, los cielos mismos arden.
En tiempos de Shakespeare, este sentimiento, si no se creía al pie de la letra, al menos expresaba un concepto de la vida prácticamente universal, aceptado de todo corazón por el propio Shakespeare. En consecuencia, la muerte del poeta Cinna es cómica, mientras que las muertes de César, Bruto y Casio son trágicas. Ahora hemos perdido el sentido de la importancia cósmica de una muerte individual porque nos hemos vuelto demócratas, no solo en las formas externas sino en nuestras convicciones más íntimas. Así pues, en nuestros tiempos las grandes tragedias tienen que ocuparse más de la comunidad que del individuo. Como ejemplo de lo que digo, propongo el Massemensch de Ernst Toller. No pretendo decir que esta obra sea tan buena como las mejores que se escribieron en las mejores épocas pasadas, pero sí sostengo que es comparable; es noble, profunda y real, trata de acciones heroicas y pretende «purificar al lector mediante la compasión y el terror», como dijo Aristóteles que había que hacer. Todavía existen pocos ejemplos de este tipo moderno de tragedia, ya que hay que abandonar la antigua técnica y las antiguas tradiciones sin sustituirlas por meras trivialidades cultas. Para escribir tragedia, hay que sentirla. Y para sentir la tragedia, hay que ser consciente del mundo en que uno vive, no solo con la mente sino con la sangre y los nervios. Durante todo su libro, el señor Krutch habla a intervalos de la desesperación, y uno queda conmovido por su heroica aceptación de un mundo desolado, pero la desolación se debe al hecho de que él y la mayoría de los hombres de letras no han aprendido aún a sentir las antiguas emociones en respuesta a nuevos estímulos. Los estímulos existen, pero no en los corrillos literarios. Los corrillos literarios no tienen contacto vital con la vida de la comunidad, y dicho contacto es necesario para que los sentimientos humanos tengan la seriedad y la profundidad que caracterizan tanto a la tragedia como a la auténtica felicidad. A todos los jóvenes con talento que van por ahí convencidos de que no tienen nada que hacer en el mundo, yo les diría: «Deja de intentar escribir y en cambio intenta no escribir. Sal al mundo, hazte pirata, rey en Borneo u obrero en la Rusia soviética; búscate una existencia en que la satisfacción de necesidades físicas elementales ocupe todas tus energías». No recomiendo esta línea de acción a todo el mundo, sino solo a los que padecen la enfermedad diagnosticada por el señor Krutch. Creo que, al cabo de unos años de vivir así, el ex intelectual encontrará que, a pesar de sus esfuerzos, ya no puede contener el afán de escribir, y cuando llegue ese momento, lo que escriba ya no le parecerá tan fútil.




[1] En realidad, el Eclesiastés no lo escribió Salomón, pero viene bien aludir al autor por este nombre.
[2] De From St. Francis to Dante, de Coulton, p. 57.

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