lunes, 8 de junio de 2009


Nuestra crisis de identidad sensorial y sexual

Pedro Cordido *


* Estudiante del seminario de Genealogía de la Sexualidad 2009-I
Facultad de Humanidades y Educación UCV


Maggie Taylor. Serie: Alicia

Introducción


La construcción del imaginario colectivo sobre el conocimiento del cuerpo, sus sensaciones, formas de expresión y evolución, han estado marcadas por creencias y limitaciones racionales erradas, que denominaron a lo físico del ser “tabú”.


Los antiguos griegos, la iglesia católica y sus diferentes variantes a lo largo de su historia, el modelo de sociedad basada en el mercado y en la productividad, han edificado a seres desarraigados de sí mismos, enlazados con el consumo de diversión y placeres efímeros y ficticios.

En la actualidad, el hombre y la mujer modernos experimentan una crisis de identidad más allá del conocimiento básico sobre la historia social de quiénes somos y de dónde venimos; éste conflicto transita por elementos más profundos, que vinculan la relación de nuestro ser racional y pensante con el cuerpo, el cual ha estado atado por las condiciones socio-culturales que circunscriben el conocimiento a las llamadas ciencias duras o exactas; sin embargo, en ellas no ha sustentado el discernimiento sobre los saberes tradicionales, ni corporales cuando trata de elementos intangibles e incalculables.


El desarraigo, según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) en su tercera acepción, es “Separar a alguien del lugar o medio donde se ha criado, o cortar los vínculos afectivos que tiene con ellos”. Esta definición es sólo para denotar lo externo a la corporalidad, lo que está afuera del hombre y la mujer, la relación que se construye entre el individuo y su realidad. Esta acepción es la más cercana a describir la desconexión que posee el ser humano, visto desde occidente, consigo mismo y su realidad intuitiva y sensorial. Sería necesario agregar que no solo se separa a alguien de donde se ha criado, también se separa del conocimiento sobre sí mismo, implicando todos los contextos involucrados, especialmente, el que involucra lo sensible.


De tal suerte, se pudiera afirmar que el cuerpo en occidente es un elemento estudiado de modos científicos bajo las medidas de acción y reacción clínica, en las cuales las drogas y medicinas pretenden ser las soluciones universales. A pesar de esto, los seres sociales han dejado algunas puertas abiertas, algunos escondrijos por los que escapa la imaginación y la comprensión científica que no puede aprehender las sensaciones de lo corporal.


Así, iniciaremos un despertar de nuestra crisis de identidad sensorial y sexual, la cual ha atado la vida de occidente y que ahora pareciera germinar la semilla de la desconfianza, que produce seres ávidos por aprender a sentir.

Lo salvaje


La obra narrativa de Jack London, La llamada de la selva, es una invitación clara a doblegar el raciocinio de su personaje principal: Buck, un perro que realizó un viaje hacia lo desconocido, hacia la conexión con su propia naturaleza animal.

En esta pieza literaria, el norte es una llamada inexorable para contactar nuestro lado salvaje. Sobresalta la búsqueda por reconciliarnos con la naturaleza, con lo instintivo, la comunión del ser que motoriza al cuerpo desde adentro, que obliga a sobrevivir, a preservarnos, a reproducirnos. Jack London vuelca su escritura incisiva para describir un viaje que aflora el lado más oculto de Buck, donde las palabras no existen y se desata la furia de la naturaleza, todo se reduce en atacar o ser atacado, cazar o ser cazado, ser predador o presa. London lo narra así: “ansias inmemoriales de nomadismo brotan debilitando la cadena de la costumbre; otra vez, de su sueño milenario, se despierta feroz”, (London, 2001, p.25).


Buck es sólo el puente para violentar la quietud de la cultura occidental que fomenta frustraciones, miedos, culpas y desarraigo con nuestro propio ser. Georg Feuerstein, en su libro Sagrada Sexualidad, menciona que “seguimos insatisfechos porque carecemos de toda intuición para la felicidad. La confundimos con esporádicos borbotones de placer o, más exactamente, con la diversión mecánica, trátese de fricción genital, ingestión de alcohol o pasatiempos televisivos”, (Feuerstein, 1995, p. 39).


Lo salvaje ha quedado atrás, sepultado bajo años de cultivo racional que limita los sentidos del cuerpo con substitutos que disimulan por instantes el pálpito irracional y natural.


En este sentido, las crisis son aprovechables cuando se aprende a identificar el elemento que la genera. El caso de Buck fue inevitable, lo trasladaron a la barbarie sin confesarse ante el sacerdote civilizado que permite la seudo catarsis occidental; de ese modo, la llamada de la selva se convirtió en una llamada instintiva, cazadora, presa, asesina, sedienta de sangre, animal... En la narración, Buck nunca pudo evitar el viaje intrínseco hacia su interior. Contrariamente, los seres humanos, en la mayoría de las oportunidades, tenemos posibilidades de decisión. Es así como se podría asimilar que el autoconocimiento es un arbitraje propio, que puede generar salidas sustentables para la corporalidad cuando cada individuo se analice y estudie su propio cuerpo y sus sensaciones.


Si Buck descubrió el norte, el centro y lo salvaje, los seres humanos son capaces de explorar esos destinos en lo subterráneo del raciocinio, donde la exploración corporal pasa por superar los tabúes y paradigmas que desarraigan la identidad sensorial y sexual.


Mitos y quimeras de occidente


Feuerstein plantea la vergüenza y la culpa como elementos esenciales que evitan el ascenso del ser hacia el contacto con su parte más íntima y rica en experiencias. Si definimos la palabra “experiencia” según el DRAE hallaremos que es “hecho de haber sentido, conocido o presenciado alguien algo”. Esto es algo que se ha limitado desde tiempo ancestrales; han sido sesgos de géneros, de sexualidad y por tanto de corporalidad. Se trata de un modelo de sociedad que cierra las puertas al contacto con el ser interior, con lo que algunas religiones no occidentales denominan lo “sagrado”, que no es más que un vínculo estrecho consigo mismo y el cuerpo.


En este sentido, la iglesia católica ha sido un eje central en ese modelo que permitió un control social poderoso para moldear a los occidentales a imagen y semejanza de un “Dios” rencoroso, castigador y omnipotente. En este mito nació la culpa que muchas veces recordamos, por algo que ha trascendido los límites del tiempo: “por mi culpa, por mi culpa, por gran culpa”, uno de los credos católicos; como este hay otros rezos que se titulan “Yo Pecador” y “Acto Penitencial”. Así, la construcción ideológica otorga la culpabilidad sin haber siquiera nacido.


Feuerstein define la culpa como “la sensación penosa resultante de la conciencia de haber hecho algo malo o indigno”, (Feuerstein, 1995, p. 29). Si mezclamos la concepción católica con esta definición, el ser humano en occidente tiene esa sensación de culpabilidad arraigada en su identidad. El autor comenta que los occidentales continuamos sufriendo de la resaca de represión eclesiástica que se vivió durante siglos, “el mayor logro negativo de la cristiandad es haber hecho del sexo un problema”, (Feuerstein, 1995, p. 31). El catolicismo ha insistido durante años en lo prohibido de la corporalidad, del sexo y las acciones que no se asemejen a esa de un ser omnipotente y divino, subyugando a las imperfecciones humanas y ocultando la diversidad de pensamiento.

Este autor divide la culpa en dos vertientes: la culpa situacional y la modal. “La primera proviene de haber cometido realmente una falta; la segunda es la sensación terca pero nebulosa de haber violado una ley, o haber pecado, que se adhiere a la persona como un olor desagradable”, (Feuerstein, 1995, p. 28). En occidente, particularmente en Venezuela, los hombres y mujeres pagan la culpa con restricciones limitan el verbo, los pensamientos y los actos, haciendo de lo corporal un acto “malo e indigno”, reprimiendo y atacando la integridad sexual y emotiva del ser.

Asimismo, podríamos incluir que el modelo de sociedad occidental, según lo observa Enrique González en su libro Biografía del Miedo, construye un imaginario colectivo sobre el mercado, donde el hombre y la mujer deben estar disponibles para incluirse en el sistema económico capitalista:

“El modelo de la posmodernidad presupone una sociedad sin familia ni matrimonio. Cada uno debería ser independiente, libre para las exigencias del mercado y para asegurarse su existencia económica. El sujeto del mercado es el individuo soltero y no entorpecido por las relaciones matrimoniales y familiares. Esta contradicción entre las exigencias de la relación de pareja y las exigencias del mercado laboral ha podido quedar oculta mientras el matrimonio significaba para la mujer no trabajar fuera de casa, sino cuidar de la familia. Pero sale a la luz cuando ambos cónyuges deben y quieren ser libres trabajando por un sueldo. Las parejas han de buscar ‘soluciones privadas’ que suelen acabar con un reparto interno de los riesgos”, (González, 2007, p. 239)

Con esta aclaratoria sobre el modelo económico occidental, se pudiese probar que la sociedad actual no permite el desarrollo del ser, obligando a las personas a dedicarse casi exclusivamente a la sobrevivencia monetaria, lo cual genera una consecuencia directa: no hay tiempo para el desarrollo integral del ser interior. En nuestro país, las relaciones laborales “exitosas” implican dedicación exclusiva, donde se entregue la mayor cantidad de tiempo a la productividad. La norma dicta que son ocho horas diarias, pero el término exitoso se produce cuando la productividad se ve reflejada en mayor entrega de tiempo y dedicación. Las relaciones laborales se han convertido en una especie de ofrenda al mercantilismo, pero ¿dónde queda el cuerpo y el desarrollo humano?


El cuerpo


La concepción sobre el cuerpo debería ser la imagen de un templo que tiene necesidades, formas de expresión y libertades que le permitan desencadenar acciones en el ámbito racional, es decir, que el cuerpo hable en sus propios términos y con base en esta información decidir. Se trata de escuchar y fomentar una relación estrecha con los indicadores del cuerpo, experimentar sus sensaciones quebrando los paradigmas de la psique para descubrir la esencia de la felicidad, el éxtasis y lo verdaderamente sagrado.


“En occidente hemos perdido el cuerpo, el contacto con la auténtica realidad somática… Y puesto que estamos ‘fuera del cuerpo’ buscamos sucedáneos como el éxito, la reputación, la carrera, la imagen y el dinero, o bien los deportes, nacionalismo y la guerra”. (Feuerstein, 1995, p. 33)


Podríamos aseverar con este sustento, que si el ser humano de occidente tuviese una relación más estrecha con su cuerpo liberaría amplias tensiones, que generan ociosos vicios y pensamientos. Comúnmente, las personas (y las naciones) se nutren de qué dirán lo otros, es por estas razones se eligen decisiones erradas con base a este mito, que redunda en conflictividad. Así, los países juegan con la imagen, produciendo valoraciones a favor o en contra y en consecuencia pueden crear situaciones benéficas para el desarrollo o conflictos programados; esto es sólo para observar la magnitud de las limitaciones que versan sobre el cuerpo, que desvían la atención hacia realidades externas, rodeado de un mundo donde la transparencia y la vigilancia son temas esenciales, menospreciando lo que puede brindar el conocimiento integral del ser.


En la Sagrada Sexualidad se menciona, que el placer integral ejercitado por medio de las sensaciones del cuerpo coincide con la disipación del estrés emocional: “Un buen masaje devuelve flexibilidad a las emociones. ‘Sobre todo, he descubierto que cuando mi cuerpo está afinado, destrabado, la sensibilidad se amplifica y la experiencia emotiva es más intensa’”, (Feuerstein, 1995, p. 38). El desarrollo del ser integral pasa por el enriquecimiento de la interacción y el descubrimiento de las sensaciones, por medio de técnicas como el Yoga y el Tantra que valoran la respiración como mecanismo que hila y condiciona al hombre; es decir, mientras más conciente sea la conexión entre cuerpo y mente.


En palabras de Feuerstein, la sociedad actual forma al ser humano para negar y desvincular al cuerpo del desarrollo humano, lo cual se puede denotar con lo que el describe como armaduras corporales: hombros encorvados, ceños fruncidos o abdómenes tensos. “Somos muy poco capaces de sentir placer, y en todo caso sentimos áreas localizadas, especialmente las genitales. Pero se sabe perfectamente que basta abrir el cuerpo para que todo él se beneficie de las sensaciones”, (Feuerstein, 1995, p. 38)


Para este ensayista, el individuo lo aqueja la culpabilidad como un “agujero negro” andante, que, al no permitir el desarrollo interno de su propia sexualidad y corporalidad, se alimenta de la energía ajena, comprendida como cualquier elemento que le produzca sensaciones, al ser incapaz de producir las propias. La dualidad ante la pulsión de la corporalidad y las represiones de la cultura occidental “nos lleva a transformar el impulso innato a la felicidad en algo que podríamos llamar principio de diversión. Sin duda la diversión está tan lejos de la felicidad como el voyeurismo de la intimidad sexual”, (Feuerstein, 1995, p. 36)


En un sentido amplio, como lo ven algunas religiones orientales, el desarrollo de la conexión cuerpo-mente son el enlace con la verdadera felicidad, que surca los mares del crecimiento personal, promoviendo la voluntad de poder, la valía, el coraje, la confianza en sí mismo, pero ante todo, la disposición al cambio permanente, a violentar los paradigmas de la conciencia occidental. El cuerpo requiere de un reconocimiento, de un saber ancestral que está inserto en cada hombre y mujer; se trata de desnudar la verdad del cuerpo, descubriéndolo como un elemento esencial en la búsqueda de la felicidad humana.



Colofón


¿Está realmente la cultura contra el desarrollo integral del ser humano? En esta sociedad matriarcal, capitalista, explotadora, clasista y dominada por parámetros del imaginario católicos, los individuos somos víctimas de una realidad creada para estructurar y controlarlos. Es de este modo, como se refuerza la culpa y el miedo al cuerpo y a lo sexual, insistiendo en la maldad y lo prohibido de sentir y experimentar una sexualidad plena; la cultura de la culpa se ha propagado para edificar condicionamientos, que racionalicen al ser y lo ubiquen en un contexto en el que se requiere su dedicación exclusiva a lo externo, jamás a sí mismo.


El escondrijo por donde miran las miradas de lo diferente está abriendo su rango de acción, para alcanzar mentes jóvenes y ávidas de experimentar y buscar realidades conectadas con el desarrollo de un ser integral. En este siglo XXI se vislumbra un desdoblamiento de los arquetipos occidentales, a causa de un despertar masivo de ese avasallador ataque cultural, que ha controlado las mentes de ciudadanos desprovistos de herramientas para decodificar una realidad virtual transmitida durante siglos para atar los impulsos de lo corporal y la felicidad.


La esencia y la motivación de estos tiempos de cambio, diríamos con humildad, son los instrumentos para recobrar las riendas del cuerpo, de lo humano y despertar de ese sueño inducido.

Bibliografía:


Feuerstein, G. (1995). Sagrada Sexualidad. España: Editorial Kairós.

London, J. (2001). Obras Selectas: La llamada de la selva. España: Edimat Libros.
González, E. (2007). Biografía del miedo. España: Random House Mondadori.












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