viernes, 1 de abril de 2011


La identidad del dolor
¿lesión, congoja, lamento o neuromatríz?
José Luis Díaz
Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México. Palacio de Medicina. Brasil y Venezuela, Centro Histórico, México, D.F.
(www.joseluisdiaz.org)

Si no fuera por los aplausos gritaría, Denis Nuñez, óleo


A la grata memoria de Augusto Fernández Guardiola (1921-2004)
, admirable maestro y buen amigo.

Ya no es tanto el dolor lo que intimida, sino su agresividad. 
Llega a ser tan extrema que uno despliega una nueva actitud: 
la rabia. Una rabia inmensa. Pareciera entonces que uno lo saca
 a patadas de la conciencia. Pero el dolor ha conseguido
 su objetivo: todo nuestro ser está consciente de él. 
No cabe nada más.
María Luisa Puga
Diario del dolor (2003: 9-10)


Resúmen

En el presente trabajo se explora la naturaleza del dolor como un estado paradigmático de la conciencia echando mano de sus aspectos fisiológicos, fenomenológicos, epistemológicos y ontológicos. Siguiendo la pista iniciada por los filósofos de la mente se utiliza al dolor para precisar y examinar las principales teorías vigentes sobre la relación mente cuerpo.
La definición actual del dolor es insatisfactoria pues no es posible identificar su naturaleza en palabras más allá de afirmar que se trata de una sensación desagradable ligada a una lesión corporal. En general las definiciones del dolor aceptan que se trata de un fenómeno consciente que debe tener una base fisiológica bastante bien dilucidada excepto por su componente cerebral, aunque hay perspectivas de avance sustancial en este rubro. La fisiología fenomenológica del dolor se conoce bien desde los receptores nociceptivos, las vías periféricas del dolor y sus relevos en el sistema nervioso central hasta el tálamo y varias zonas de la corteza cerebral, en especial la corteza somatosensorial, la parieto límbica y el cíngulo anterior. La representación “central” del dolor parece abarcar una “neuromatriz”, es decir un enlace funcional de diversas áreas sensoriales, cognitivas, afectivas y volicionales del encéfalo. La fisiología toma al dolor como una sensación en la cual no es necesario tomar en cuenta a la conciencia para definir los mecanismos fisiológicos. Esta aproximación es necesariamente incompleta pues el dolor constituye una percepción legítima en el sentido de que la sensación dolorosa necesariamente integra una representación, es decir la conciencia de una lesión corporal sujeta a diversos grados de entendimiento. Como sucede con toda percepción, en el dolor pueden y deben haber ilusiones (dolor referido), alucinaciones (miembro fantasma), influencias cognitivas (analgesia del deportista y del soldado), componentes semánticos y patologías en las que disocia el estímulo de la representación. El dolor del miembro fantasma indica que la neuromatriz no sólo se activa por las señales de los receptores periféricos, sino intrínsecamente de tal manera que el cerebro genera la experiencia y no necesitamos una lesión para sentir un dolor, ni  cuerpo para sentir un cuerpo.
Con estas bases se propone que el dolor es la representación subjetiva de una lesión corporal que tiene seis componentes: el sensitivo (qualia de la sensación dolorosa), el afectivo (emoción aversiva y de congoja), el cognitivo (reconocimiento de la lesión), el volitivo (disposición de la acción) el conductual (movimiento, lamento) y el cultural (modulación la experiencia por la ideología y el aprendizaje social). Estos componentes se enlazan para integrar una representación compleja en la cual cada uno se revela como físico y mental, como neurofisiológico y consciente a la vez. Las diferentes combinaciones de estos elementos se ha prestado a una taxonomía médica en clases naturales como angina de pecho, migraña, cólico, neuralgia del trigémino, lumbago o dolor radicular. La ubicación espacial del dolor es desconcertante pues aunque se refiere al sitio de la lesión, el concepto actual de la neurociencia es que no está allí sino en el cerebro creando una incongruencia entre la experiencia fenomenológica y la evidencia científica. La teoría perceptual y representacional del dolor salva esta incongruencia aunque abre la posibilidad de que la conciencia del dolor abarque más terreno que la neuromatriz para incluir al sitio de la lesión.
La fenomenología del dolor es difícil de establecer pues la sensación dolorosa es inefable. Para analizar la naturaleza subjetiva del dolor, en el presente trabajo se utiliza el libro Diario del dolor de María Luisa Puga. El dolor se considera como un elemento ajeno, intruso que produce miedo y evoca una peculiar autoconciencia de estar pendiente y no poder habituarse a la congoja. Al limitar la conducta y la acción, se ponen en marcha múltiples estrategias de enfrentamiento al dolor. Así el dolor adquiere rostro, cuerpo y personalidad. Aceptar al dolor implica conceptuarlo como un enemigo a quien es necesario comprender y con quien se puede dialogar. La autoconciencia se deteriora: la narradora no se reconoce en el espejo y ha perdido su pasado y futuro. La existencia misma se ha vuelto insípida e insubstancial y es necesario lidiar con el desánimo, la depresión y la derrota. El dolor se reconoce profundamente como propio del ser humano y en el relato resalta que la experiencia privada y solitaria de dolor que una persona enfrenta echando mano de todas sus habilidades suele desembocar en dignidad y provecho. Desde esta perspctiva en primera persona, el dolor se revela como una vivencia compleja que en la conciencia enciende facultades insospechadas, demanda recursos extraordinarios y escenifica costosas batallas.
Desde el punto de vista epistemológico el dolor puede ser abordado desde tres puntos de vista: las perspectivas en primera, en segunda y en tercera persona. Lo esencial es el síntoma privado reclamado por un sujeto pues la naturaleza subjetiva del dolor es irremediable. Desde esta perspectiva en primera persona es posible describir y analizar la experiencia con herramientas fenomenológicas. La perspectiva en tercera persona del dolor trata de ser objetiva acerca de la subjetividad y se basa en la semiología y la correlación clínico patológica con el objeto de llegar a un diagnóstico. Desde el punto de vista del método no hay contraposición entre estas dos perspectivas falazmente separadas, sino una interacción cara a cara que constituye la perspectiva en segunda persona. La conciencia de dolor se desborda hacia el otro y deja de ser un evento privado y adquiere una dimensión comunicativa y expresiva. Por su parte el analista recaba la información del paciente a través del diálogo y la anamnesis. La perspectiva en segunda persona se basa en la solicitud de ayuda, consuelo, misericordia y beneficio por parte del paciente y la provisión de atención, compasión, alivio y clemencia por parte del interlocutor. Una epistemología en segunda persona adquiere significado en la consulta, la entrevista o el diálogo cara a cara y tiene como objeto el mundo de la comunicación sensitiva que, a partir de una adecuada comprensión y penetración en la realidad ajena, permita el bienestar subjetivo antes que la curación de la lesión.
La identidad ontológica del dolor se analiza en términos neurobiológicos. La teoría de la identidad considera que el dolor es un estado fisiológico determinado, como sería la activación de las fibras dolorosas, un estado cerebral tipo exclusivo de una especie como Homo sapiens. En cada caso se argumenta que la teoría de la identidad es inapropiada, en especial porque la expresión de dolor es general a especies vivas con sistemas nerviosos muy distintos y porque hay una brecha explicativa entre la cualidad del dolor y los fenómenos neurobiológicos que previenen su identificación. Se formula tambien la teoría de la emergencia y se hace notar que es necesario identificar al mecanismo emergente para que sea viable. Finalmente se propone la teoría del doble aspecto como la más adecuada para entender la naturaleza del dolor pues implica la emergencia de un fenómeno neurofisiológico del más alto nivel de integración, el cual tiene un aspecto subjetivo y cualitativo. De esta manera los datos neurofisiológicos y los fenomenológicos deben ser correlacionados entre sí para constituir verdaderas leyes psicofísicas. Tal aproximación es congruente con la teoría representacional y perceptual del dolor y requiere una aproximación en segunda persona capaz de integrar las dos perspectivas, la subjetiva y la objetiva, en una aproximación verdaderamente psicobiológica.

Palabras clave: Dolor, conciencia, percepción, fenomenología, qualia, epistemología en segunda persona, teoría del doble aspecto.

Summary

This article formulates a perceptual and representational theory of pain that requires a second-person epistemology that is optimally compatible with a dual aspect theory of consciousness calling for progressive psychophysical correlations. The identity of pain, taken as a peculiar state of consciousness, is explored in physiological, phenomenological, epistemological, and ontological terms. At the same time, and following the leads of philosophers of mind, pain is used to stipulate and examine the main current mind-body theories.
The current definitions are unsatisfactory because it is not possible to identify pain into words beyond asserting that it is an unpleasant sensation resulting from a body injury. The usual definitions of pain accept that it is a conscious phenomenon that has well-established physiological foundations, except for its precise brain representation. Indeed, the phenomenological physiology of pain is known from the nociceptive receptors, the peripheral pathways and their central relays up to the thalamus and cerebral cortex. The somatosensory cortex, parieto-limbic, and anterior cingular sections of the cortex are involved in the central neuromatrix of pain, a concept that entails a functional binding among different sensory, cognitive, affective and volitional areas necessarily involved in the central representation of pain. A purely sensorial conception of pain is incomplete because it usually constitutes a legitimate perception in the sense that pain is the conscious representation of a bodily lesion subjected to different degrees of knowlegde and understanding. Furthermore, as it occurs with every perception, in the case of pain there are illusions (referred pain), hallucinations (phantom limb pain), cognitive influences (the analgesia of the athlete and soldier), semantic components and pathologies where stimulus and representation can be dissociated. Phantom limb pain suggests that receptors and peripheral signals do not only activate the neuromatrix, but that it activates itself generating a pain experience without external stimuli.
Upon these physiological and cognitive bases it is proposed that pain is the subjective representation of a bodily injury. The representation is composed of six different aspects: the sensitive (the quale of pain sensation), affective (the aversive and painful emotion), cognitive (the recognition of the lesion), volitional (disposing the actions), behavioral (movement, gesture, exclamation), and cultural (modulation according to beliefs and social learning of rules). The different components are linked in different ways to construct a complex representation where each one appears as physical and mental, neurophysiological and conscious. Different combinations of the various elements are the bases to build a medical taxonomy in classes such as “angina,” “migraine,” “colic,” “trigeminal neuralgia,” “lumbago” or “radicular pain.” The spatial location of pain is baffling because even though it is referred to the site of the lesion, the neuroscience concept is that it is not there, but in the brain, creating an incongruity between phenomenological experience and scientific evidence. The perceptual and representational theory of pain solves this incongruity but also opens the possibility that consciousness may cover more bodily territory than a restricted neuromatrix.
The phenomenology of pain is difficult to establish because painful qualia are ineffable. In order to explore the phenomenology of pain, the Diario del dolor (Journal of Pain) by Mexican writer María Luisa Puga is used in the present article. In this journal pain appears as a foreign and invasive factor producing fear and forcing consciousness to focus on the discomfort, incapable of habituation to the affliction. Multiple strategies to deal with pain are set in operation. Pain acquires a face, a body, and a personality. Accepting pain implies to conceptualize it as an enemy that can be understood and with whom is possible to confer. Self-consciousness deteriorates and the narrator dos not recognize herself in the mirror, she has lost past and future, there is only a present with pain. The existence has become insipid and it is necessary to deal with dejection, depression, and defeat. Finally pain is recognized as intrinsically human and Puga’s Journal underlies that the private and lonely experience of pain that a person experiences using multiple coping strategies may result in considerable understanding and dignity. From such a first person perspective, pain is confirmed to be a very complex experience where consciousness kindles unusual faculties, demands extraordinary resources, and stages costly battles.
The epistemology of pain can be tackled from first, second, and third person perspectives. Since the subjective nature of pain is insuperable, the essential core of pain is the private experience reclaimed and expressed as a symptom by a subject. Nevertheless, from such first person perspective it is possible to describe, analyze, and evaluate the experience with phenomenological tools. Third person perspective means to be objective about the subjective symptom and it takes recourse in semiology and pathological correlations in order to reach a diagnosis. Usually first and third person perspectives are taken to be unfitting. From a methodological point of view there is no contradiction between these two falsely separated perspectives since what normally occurs is a face to face interaction calling for a second person perspective. From this methodological position pain consciousness overflows towards another person and ceases to be a private phenomenon acquiring an expressive and communicative aspect between the patient and the analyst gathering information through dialog and anamnesis. The second person perspective is based on the solicitation of help, and relief in the part of the patient, and the provision of attention, care, compassion, and therapy in the part of the supporter. A second person perspective acquires meaning in the interview, consultation and face-to-face dialog so that an adequate understanding aims at the subjective well being even before the cure of the injury.
The ontological identity of pain is analyzed in neurobiological terms and philosophical theories. Identity theory poses that pain is a specific physiological state, such as the activation of pain fibers, brain centers, or a neuromatrix that may be species-specific. Nevertheless the identity theory appears deficient since pain is general to many species with different nervous systems, and because there is an explanatory gap between phenomenological qualia and neurophysiological mechanism that remains obscure. The theory of emergence is also formulated and it becomes apparent that it is necessary to identify the nature of the emergent property in order to become testable. Finally dual-aspect theory is proposed as the most satisfactory to understand the nature of pain. This theory implies the emergence of a high level of nervous integration that, because of its inherent complexity acquires a subjective qualitative aspect. Even though the precise nature of the aspectual shape of pain also remains obscure, the theory heuristically calls for correlations and not a reduction between phenomenological and neurophysiological aspects of pain. Such correlations are open to continuous scientific exploration and they may constitute psychophysical laws. This formulation is compatible with the perceptual and representational theory of pain and it requires the methodological approach of the second person perspective.

Key words: Pain, consciousness, perception, phenomenology, qualia, second-person epistemology, dual aspect theory.


Autorretrato, Denis Nuñez, óleo 



En su revista Pain, la Asociación Internacional Para el Estudio del Dolor define al dolor como “una sensación desagradable asociada con daño tisular actual o potencial, o bien que el paciente describe en términos de tal daño” (Pain, 1986: 250). Aunque la definición es cautelosa al considerar en la segunda parte que el paciente se pueda percatar de que no tiene una lesión pero aún así sufre y expresa un dolor, es una descripción deficiente porque “sensación desagradable” es una expresión demasiado vaga para realmente constituir una aclaración. Esta, naturalmente, no es una falla de esta definición particular pues como sucede con prácticamente todas las definiciones de estados de conciencia, nos tenemos que conformar con especificar a lo que se asocian los conceptos, por ejemplo en este caso a lesión corporal, para que los lectores, todos humanos por el momento, sepamos por experiencia de qué se habla. Sin embargo y a pesar de las inevitables imprecisiones, la definición es importante y consecuente porque, para empezar, considera el dolor como algo subjetivo, es decir, como un estado de conciencia antes que una modalidad sensorial de orden fisiológico. En segundo lugar el dolor se perfila como una experiencia compleja pues la definición le otorga una importancia capital al informe verbal del paciente para esclarer el síntoma y sus posibles orígenes. Además, la definición considera que la experiencia dolorosa implica diversas asociaciones entre la sensación y un estado afectivo profundamente aversivo. En este sentido el dolor no sería simplemente una sensación, sino simultáneamente una reacción afectiva a la sensación. Finalmente la definición considera tambien como parte intrínseca de la experiencia dolorosa la atribución de cierto significado a la sensación aversiva. En suma: el dolor sería no sólo una sensación y una emoción repulsivas, sino además una experiencia cognoscitiva y semántica. Al menos en su enunciado, la definición contradice en principio la idea de que la medicina tiende a convertir al dolor en un problema técnico y a privar al sufrimiento de su significado personal (Illich 1975: 119), sin embargo es necesario reconocer algo hay de cierto en esta afirmación en la práctica médica institucional.
Conviene subrayar que por naturaleza y definición el dolor es un fenómeno consciente: no existe fuera del campo de la conciencia y, más allá del lamento y el informe verbal, no tiene expresión alguna que podamos medir o pesar. Sin embargo, el interés por aliviar el dolor humano y el renacimiento de la subjetividad y la conciencia como campos legítimos de investigación científica han dado como resultado la aparición de algunos índices o medidas del dolor subjetivo. Entre ellas están calificaciones diversas de informes verbales del dolor, estimaciones por parte de un paciente de la intensidad, localidad, cualidad, duración y significado de su dolor (Krivo y Reidenberg, 1996). Estas herramientas y aproximaciones son aún primitivas y reflejan no sólo la inmadurez del campo de estudio de la conciencia en general, sino en particular del dolor que es uno de sus aspectos más certeros, más intensos, más representativos y más extraordinarios.
En efecto, el dolor es un estado de conciencia palmario y distintivo que por su prevalencia, relevancia y contundencia ha sido seleccionado por los antiguos y modernos filósofos de la mente como ejemplo y modelo para construir argumentos o refutar teorías de la relación entre la mente y el cuerpo y, en especial, del posible vínculo entre la conciencia y el cerebro. En el presente trabajo me interesa utilizar al dolor en el mismo sentido, pero intentando echar mano tanto de los conceptos científicos como de la fenomenología y de los argumentos filosóficos. De esta forma, para construir el abordaje planteado será necesario hacer un breve resumen de ciertos conocimientos fisiológicos sobre el dolor, para poder pasar a los problemas epistemológicos que plantea su estudio clínico, adentrarme en su fenomenología para terminar con identificar y analizar las principales tesis de relación mente cuerpo en referencia a la identidad ontológica del dolor.


Presagios, Denis Nuñez, óleo


Fisiología fenomenológica del dolor

Los receptores al dolor despachan sus mensajes al cerebro mediante dos vías. El haz neoespinotalámico, de reciente adquisición filogenética, es rápido y eficiente al incluir sólo tres relevos sinápticos. Los receptores A propios de este sistema están situados en la superficie del cuerpo, en la piel o las mucosas, son receptores parietales que funcionan de manera muy efectiva como una defensa frontal contra agentes dañinos, pues el dolor que producen es agudo, veloz y potente. De esta manera la percepción dolorosa o nocicepción promueve el escape inmediato del estímulo doloroso. Como es bien sabido, muchas veces ocurre que la retirada refleja es más rápida que la toma de conciencia del dolor agudo, pues las fibras bien mielizadas de tipo A conducen los impulsos nerviosos rápidamente, entre 6 y 30 m/s.
Otro tipo distinto de dolor surge de la inflamación, es decir de “la flama interna.” La inflamación tiene como función la reparación del tejido lesionado y cursa con tres signos y un síntoma que recitan los estudiantes de medicina: rubor, tumor, calor y dolor. Las células lesionadas liberan algunas sustancias que producen inflamación como la bradicinina, la histamina o la serotonina. Estas sustancias estimulan a los receptores C que son los disparadores de un tipo peculiar de dolor que no tiene la función de escape del anterior pues las fibras poco mielinizadas de tipo C conducen lentamente entre 0.5 y 2 m/s para generar un tipo de dolor “sordo”, pulsátil, de menor intensidad y mayor duración que atrae la atención del individuo para que atienda, proteja y cuide el área inflamada.
Un tercer tipo de dolor acontece cuando el dolor agudo se vuelve crónico una vez que la lesión, la inflamación y todas sus secuelas han desaparecido. La angustia y la preocupación del paciente para atender la causa del dolor resultan en frustración y depresión al comprobar que el dolor no cesa cuando se ha resuleto lo que se consideraba su causa. La fisiología del dolor crónico es poco conocida. Es probable que entre en juego un mecanismo de supersensibilidad de los receptores. En concordancia con esta hipersensibilidad y a diferencia del resto de los receptores sensitivos, los del dolor o nociceptores no presentan el fenómeno de adaptación, es decir no disminuyen su descarga transductora con la continuación del estímulo, admirable aunque ingrata adaptación biológica que permite al organismo, gracias al dolor continuo, hacerse consciente que la causa de la lesión tisular sigue actuando.
En cualquiera de los tres casos diferentes de dolor se desencadena una sensación muy aversiva, intensamente desagradable, afectivamente repugnante y profundamente inquietante. Como es el caso de todo fenómeno consciente, pero de una manera muy perentoria, la naturaleza del dolor nos intriga vivamente y plantea de manera diáfana las preguntas más centrales que suelen surgir sobre la conciencia.
Normalmente una lesión corporal evoca en momentos sucesivos las dos formas iniciales del dolor, una sensación “primaria” de dolor agudo, seguida de una “secundaria” de dolor inflamatorio, mediadas ambas por las dos diferentes vías de dolor. Hay evidencias recientes de que los dos tipos evocan distintas respuestas corticales: el dolor primario activa la región somatosensorial primaria y el secundario la corteza anterior del cíngulo (Ploner y cols. 2002). En contraste con esta localización relativamente puntual, en una revisión de imágenes cerebrales obtenidas durante el dolor, Craig (2003) concluye que son muchas las  áreas cerebrales incolucradas en la percepción del dolor y defiende la noción de neuromatriz (Melzack, 1990) en la cual destaca como su núcleo central la activación de zonas cerebrales que regulan la fisiología corporal. La corteza somatosensorial ciertamente podría funcionar como un sitio de convergencia de señales provenientes de muchas zonas del cerebero anterior para descifrar los estímulos dolorosos. Sin embargo esta idea se contradice con algunos hechos experimentales, como el que el dolor se reduzca por lesiones focalizadas en la corteza parieto-insular o parasilviana y no se produzca o modifique por la estimulación o ablación de la corteza somatosensorial. Por el momento, y a diferencia de la visión o la audición, no se han encontrado neuronas que sean espacíficamente sensitivas al dolor. Es decir, en tanto se ha comprobado que existen vías definidas que conducen los estímulos dolorosos, no estan bien delimitadas las zonas sensoriales primarias de percepción del dolor. Parece claro que la corteza parieto-insular es crucial y que recibe fibras del núcleo VMpo del tálamo, el cual, si es estimulado en humanos conscientes, causa sensaciones dolorosas y de calor en partes específicas del cuerpo. Tambien hay activación durante el dolor de la corteza frontal media, del cíngulo, del cerebelo y de sitios subcorticales como la amígdala y el cuerpo estriado (Craig, 2003). Así, aunque no se han comprobado “centros del dolor” delimitados o modulares en la corteza cerebral, es posible que se lleguen a especificar en el futuro próximo.
Es interesante anotar que la parieto-insular es una corteza de reciente adquisición filogenética que funcionalmente es interoceptiva en el sentido de que se activa en respuesta a estímulos que provienen del interior del cuerpo y se relacionan a su estado de salud y homeostasis. En ella quizás se constituye una representación del estado fisiológico del cuerpo. Desde el punto de vista que estas evidencias sugieren, el dolor sería una respuesta homeostática con un componente sensorial mediado por la corteza parieto-insular y un componente emocional mediado por el cíngulo anterior. Es posible que el sistema se encuentre involuctrado en la imagen corporal y que es la base de la autoconciencia (Craig, 2003).


Complices, Denis Nuñez. óleo



Una de las primeras preguntas que surgen respecto al dolor se refiere a su naturaleza: ¿Qué clase de fenómeno es precisamente el dolor? Para definir apropiadamente al dolor es conveniente realizar una distinción inicial: ¿Es el dolor una sensación o una percepción? Tal precisión permitirá delimitar el tipo de experiencia que es y arrojará así cierta luz sobre su identidad tanto en términos tanto fisiológicos como fenomenológicos.
La palabra sensación tiene dos usos genéricos distintos. Para la psicología popular (la forma como la gente en general entiende y explica la mente y la conducta) una sensación es aquella experiencia consciente que resulta de la estimulación de un canal sensorial específico del cuerpo, o sea de lo que usualmente se conoce como un “sentido”, sea este uno de los cinco sentidos clásicos, o a veces tambien el dolor, la temperatura y algunas sensaciones viscerales. Es evidente que la definición popular pone énfasis en la conciencia como constituyente fundamental de la sensación y esto es necesario porque no parece posible concebir ni tiene mucho sentido hablar de una sensación inconsciente. Una sensación (del latín senso: sentir) o se siente explícitamente o no es realmente una sensación.
Pues bien, sucede que la fisiología logra precisamente marginar a la conciencia del panorama sensorial y posiblemente lo hace por una supuesta necesidad metodológica de circunscribir o incluso eliminar del análisis científico todo fenómeno intangible y subjetivo, como sería la conciencia, para quedarse con los elementos discernibles y mensurables. De esta manera para la fisiología una sensación consiste sencillamente en la puesta en actividad de ciertas partes del cuerpo por la cual se transforman cambios energéticos del medio externo o interno en procesos vitales o fisiológicos que permiten a un organismo reaccionar apropiadamente a ellos. De acuerdo con la restricción de la fisiología, cada una de las operaciones de esta definición se verifica mediante mecanismos fisiológicos bastante bien conocidos. Así, para el caso del dolor, la activación de ciertas partes del cuerpo se refiere específicamente a los receptores al dolor o nociceptores y que están adecuadamente identificados tanto por su estructura como por su función. Ahora bien, decir que la actividad de estos receptores transforma cambios energéticos del medio externo o interno alude a la función precisa y específica de los nociceptores y que consiste en la transducción a impulsos nerviosos de esos cambios de energía o estímulos que se suelen llamar dolorosos, aunque lo sean sólo por sus efectos. Las leyes de esa transducción, por ejemplo la cantidad de estímulo necesaria para que el receptor se active que se conoce como “umbral al dolor”, o la forma en que el receptor codifica mediante impulsos nerviosos la intensidad del estímulo son tambien hechos muy bien estudiados y conocidos por la fisiología. Lo mismo acontece con la tercera parte de la definición alusiva a los procesos fisiológicos que acarrean los impulsos nerviosos desde los nociceptores a través de ciertas fibras nerviosas por la raíz dorsal de la médula espinal hasta el tálamo de la base encefálica y finalmente a la corteza cerebral. Las vías nerviosas, los núclos de relevo, los neurotransmisores involucrados en cada estación sináptica y sus características funcionales tambien se conocen en gran detalle. Por ejemplo, la sensacional identificación de opioides endógenos como potentes neurohumores o mediadores químicos en los años 70 ha sido un hallazgo de enorme importancia para comprender mejor la fisiología del dolor y, en particular, de la analgesia.
El conocimiento fisiológico es por ahora menos preciso para identificar los componentes de la última parte de la definición, es decir, la que implica cambios cerebrales que permiten a un organismo reaccionar apropiadamente a los estímulos dolorosos. No cabe duda que la información dolorosa o nociceptiva que llega a la corteza cerebral de alguna manera debe acoplarse a los sistemas motores para traducirse en una conducta apropiada a la naturaleza dañina, hiriente y poco o nada tolerable que usualmente tiene el estímulo doloroso. Tal conducta podría ser el mantener retirada la parte del cuerpo afectada del estímulo, proteger y curar la herida o la zona inflamada, acudir al médico o tomar ciertos medicamentos.
Poco se sabe cuál es el fundamento nervioso o la base cerebral de la experiencia dolorosa, aunque, como hemnos visto, muchos suponen que debe participar en ella una “neuromatriz”, es decir, una enorme red de neuronas ampliamente distribuida aunque funcionalmente enlazada en el cerebro (Melzack, 1990). En cualquier caso, vemos que la descripción fisiológica no involucra directamente o bien desestima a la conciencia. Bien se puede concebir que eventualmente todos los componentes funcionales de la sensación dolorosa podrán llegar a ser conocidos en detalle, incluso los más complejos que involucran a los fundamentos cerebrales, sin que en ningún momento sea necesario introducir en el modelo a la conciencia dolorosa, ¡que es la esencia misma del dolor! Evidentemente tal conocimiento sería necesariamente incompleto y es de suponerse que para ese momento el problema general de los fundamentos o contrapartes cerebrales de la conciencia haya tenido un desarrollo sustancial para evadir una brecha insalvable en la comprensión del dolor. Bien se puede advertir que una fisiología del dolor sin tomar en cuenta a la conciencia no será realmente satisfactoria.
Lo que no se puede hacer si hablamos de percepción desde el inicio de la investigación es evitar el abordaje de la conciencia porque es ineludible en cualquier definición de percepción el incluir a la conciencia como componente central. La estrategia que propongo es precisamente esta. Al abordar a la conciencia fenomenológica y a la neurofisiolgía simultáneamente el problema se encarna de otra manera y el paisaje del proyecto reviste un panorama muy distinto, seguramente más enigmático pero tambien más completo y realista. El avance puede ser más lento, pero será también más significativo y el riesgo de una erosión explicativa será menor pues implica el no llegar tan lejos en la fisiología como para encontrarse que la explicación es deficiente. Veamos entonces qué es la percepción y porqué su análisis deberá integrar los abordajes mentales y fisiológicos.
Para la psicología cognitiva la percepción consiste en la detección de la información sensorial que especifica propiedades de objetos, eventos o procesos y determina una experiencia compleja resultante que permite reconocerlos (Reisberg, 1997: 30). A esta experiencia se la llama percepto y constituye el núcleo mismo de la definición. Por este motivo, cualquier fisiología de la percepción quedará trunca si no incluye en ella un modelo viable o al menos una hipótesis probable del fundamento nervioso del percepto. De esta manera, si bien las percepciones se construyen a partir de sensaciones simples, la percepción es algo más que el registro consciente e intuitivo de sensaciones pues, como bien lo mostró la psicología cognitiva inicial, la percepción no se explica sólo por la naturaleza del estímulo. Por ejemplo, sabemos que el sistema visual de la corteza occipital capta información sensorial sobre el campo visual de manera altamente discriminada en el sentido de que bordes, colores, formas, orientaciones o texturas son estímulos procesados separadamente por distintos grupos de neuronas sensoriales y módulos visuales del cerebro posterior. Pero en algún momento ulterior de la transformación del estímulo el sistema visual debe realizar una función de enlace para con esos datos procesados por separado integrar la percepción (o el percepto) sea de un rectángulo, de un árbol, de un vaso o de un rostro (Zeki, 1993). Algo similar ocurre en el caso del dolor cuando la cualidad afectiva y aversiva de la sensación da lugar a una representación del estímulo lacerante que incluye, por ejemplo, la parte del cuerpo lastimada y el carácter de la lesión.
Se impone formular aquí una definición más precisa con base en estas consideraciones y ofrezco la siguiente: la percepción consiste en el percatarse de (y darle significado a) lo que se presenta a los órganos sensoriales mediante un proceso de reconocimiento. Esto quiere decir que, a parte de la sensación originaria, en la percepción están involucrados diversos procesos cognoscitivos como la memoria (que permite el re-conocimiento), los conceptos (que permiten asignar categorías semánticas), las creencias (que permiten actitudes y disposiciones), o los afectos (que permiten la calificación o valoración de la información). La percepción implica de esta forma a la sensación, pero la excede con creces porque en la percepción la sensación se transforma en conocimiento, en significado. En este sentido bien se puede decir que la inteligencia derivada de la percepción desborda a los datos sensoriales porque en el percepto hay contenido y representación, sea esta semántica o iconográfica. Las sensaciones conscientes, así sean complejas, no parecen poseer esta riqueza de información y de conocimiento. Pensemos en algunos ejemplos de sensación “pura”, como podrían ser las sensaciones orgánicas o cenestésicas como hambre, sed, saciedad, náusea, ahogo, cansancio muscular, postura, fatiga, orgasmo, cosquillas, mareo. En estos casos tambien parece posible distinguir entre la sensación básica y la representación. Por ejemplo nos ocurre a veces el experimentar una sensación orgánica compleja de vacío en la zona del epigastrio sin asociarla necesariamente a la palabra “hambre” o a la representación mental de algún alimento deseable. Aquella sería una sensación y estas, percepciones.
Me interesa argumentar ahora que algo muy similar acontece con el dolor. Un ejemplo de ello sería el siguiente: la molestia punzante que siento en algún lugar del cuerpo es una sensación, una cualidad cruda de dolor. Ahora bien, la identificación subsecuente y usualmente forzosa de una aguja como su causa, del dedo índice como el sitio preciso del daño, del pinchazo como el tipo de herida y del alcance circunscrito de la lesión son en su conjunto una percepción, de hecho una percepción multimodal bastante compleja. Los bebés seguramente tienen una amplia gama de sensaciones, incluidas las cualidades dolorosas, pero estas se constituyen en percepciones sólo cuando durante el desarrollo se agregan y construyen los diversos elementos afectivos y cognoscitivos definidos arriba.
Ahora bien, si proponemos que el dolor normalmente es una percepción, ¿Cuál es la representación o cuál su contenido? ¿Cuál es el conocimiento propio de la percepción dolorosa? Planteo que usualmente el dolor más que una sensación es una percepción porque el contenido normal de la representación dolorosa es una lesión corporal sujeta a diversos grados de conocimiento. Sucede que la representación en este caso tiene una cualidad bastante distinta a las representaciones semánticas y es quizás por esto que no ha sido fácil aceptar al dolor como una actividad mental verdaderamente intencional en el sentido de que posee objeto y representación. Lo que acontece es que el dolor tiene como un componente fundamental a esa emoción intensamente aversiva que lo caracteriza. Pues bien, así como las emociones usualmente son acerca de algo y tienen contenido, el dolor tambien: es sobre una injuria corporal. Tal injuria requiere precisamente de una sensación muy intensa que ponga al organismo en movimiento de emergencia para enfrentar a la lesión de tal manera que el individuo se conserve y preserve.
Además de esta argumentación cognoscitiva, es posible invocar evidencias clínicas para sostener que el dolor deviene en una percepción legítima porque, como sucede con toda percepción, en el dolor pueden y deben haber ilusiones, alucinaciones, influencias cognitivas, componentes semánticos y patologías en las que disocia el estímulo de la representación. En efecto, las neuralgias o el llamado “dolor referido” (el dolor experimentado a cierta distancia de la lesión), son verdaderas ilusiones en el sentido de que un estímulo es distorsionado y la percepción está sujeta a errores por la estructura misma de los sistemas fisiológicos subyacentes. Así mismo, el caso bien conocido del dolor fantasma que se refiere a un miembro amputado constituye claramente una alucinación. Por otra parte, el efecto placebo que dota de efectos analgésicos a cualquier material inerte si el paciente cree que este es un medicamento efectivo, o bien los efectos analgésicos de la hipnosis muestran la influencia determinante de los sistemas cognitivos sobre la percepción del dolor. Tambien se conocen bien la analgesia del atleta o del soldado que en situaciones extremas de estrés, denodado valor o intensa angustia ignoran severas lesiones corporales, lo cual muestra las poderosas influencias afectivas sobre el dolor. Es interesante notar que en ciertos primates, como los macacos, la presencia de heridas en apariencia muy graves, no provocan comportamientos que revelen un dolor comparable al que manifiestan los humanos en condiciones similares de lesión (Díaz, 1985: 240, 245).


Presagios 1, Denis Nuñez, óleo


La teoría perceptual dolor que he expuesto y en buena medida el propio sentido común implican que el dolor normal aparece por una lesión en el organismo y que su percepción es una representación de la lesión, como podría serlo un modelo a escala de cierta realidad. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. La propia noción de representación implica que esa realidad está reconstruida por el sistema mente-cerebro y entonces constituye una “realidad” más inmediata y directa para la conciencia en el mismo sentido que un concepto representa en la conciencia al objeto que nombra. El dolor sería algo así como el concepto de una lesión, lo cual ya no es tan de sentido común.
El fenómeno más relevante a esta discusión es el tipo de alucinación llamado miembro fantasma, que fuera analizado por Augusto Fernández Guardiola (1976), el decano de los psicofisiólogos mexicanos y estudiado durante décadas por el psicólogo canadiense Ronald Melzack (1990) y el neuropsicólogo de origen indú V.S. Ramachandran (Ramachandran y Blakeslee, 1998), quienes ofrecen hipótesis fascinantes claramente relevantes al entendimiento del dolor. Como se sabe, quien padece el miembro fantasma tiene la sensación de poseer una extremidad que le ha sido amputada de manera completa y precisa; la puede "mover" a voluntad y, para su desgracia, le suele doler intensamente. Las explicaciones que se han ofrecido a este curioso fenómeno de la conciencia, como sucede con todas las hipótesis científicas, han sido hijas de su época. A pesar de que fue realizada en 1866 por el neurólogo S. Weir Mitchell, la primera descripción del miembro fantasma no apareció en una revista científica, sino literaria: el Atlantic Monthly. Es probable que Mitchell haya considerado que el fenómeno iba a resultar increíble para sus colegas en plena época del positivismo. Sin embargo, el hecho de que el miembro fantasma sea muy común en los amputados hizo que se estableciera como un genuino síntoma neurológico durante la Primera Guerra Mundial, cuando tuvieron lugar un gran número de amputaciones.
De acuerdo con la noción positivista de que la sensación surge de la realidad del mundo o del cuerpo, la primera hipótesis del miembro fantasma proponía que los nervios cercenados en el muñón continúan generando impulsos hacia el cerebro. El tratamiento del dolor fantasma consistió en cortar las puntas de esos nervios o las raíces de su entrada a la médula espinal. Sin embargo estos tratamientos no eliminaban el dolor fantasma. Las siguientes hipótesis se fueron moviendo de la periferia del organismo hacia su “centro”, es decir, hacia el sistema nervioso. Así, la siguiente idea fue que el fantasma se originaba debido a un exceso de actividad en las neuronas de la médula espinal, el primer relevo de las sensaciones. Esta hipótesis fué descartada porque también los parapléjicos que han sufrido un corte de la médula espinal y pierden la movilidad y la sensación de todas las partes del cuerpo inferiores al corte, suelen tener dolores fantasmas. No quedaba más que una explicación posible: el fantasma y el dolor se producían en el cerebro.
El último relevo de las vías nerviosas que conducen la sensación antes de la corteza cerebral es el tálamo, situado en la base del cerebro, y se supuso que sus células, desprovistas de las señales sensoriales de los miembros, podrían generar señales autónomas y anómalas. Finalmente se consideró que el fantasma se producía en el destino “final” de las vías sensoriales, la franja de la corteza parietal llamada corteza sensorial. Sin embargo, las evidencias de Melzack (1990) y de Ramachandran (1998) apuntan a que el fantasma y el dolor se generan por la actividad de porciones del cerebro mucho mayores que ésta.
Esto no puede sorpender cuando recordamos que las percepciones, en particular las dolorosas, aparte del componente sensorial tienen otro emocional que las hace desagradables, otro que reconoce de cuál parte del cuerpo provienen y varias más de índole cognoscitivo y volitivo. De esta forma, la percepción dolorosa se integra en lo que Melzack llama una neuromatriz que abarcaría áreas sensoriales, el sistema de las emociones que conocemos como sistema límbico, partes de la corteza del lóbulo parietal en las que se integra el mapa del propio cuerpo, áreas frontales ligadas a la cognición y áreas motoras vinculadas al movimiento voluntario. Sucede que esta neuromatriz, aparte de activarse por las señales que vienen de los receptores situados en la periferia del cuerpo, se activa intrínsecamente generando una sensación consciente, independientemente de que al cuerpo “físico” se le haya amputado alguna parte. La matriz nerviosa no sólo analiza e integra la información de entrada sino que genera la representación que se experimenta como dolor. Según Ramachandran (1998: 54), quien ha realizado ingeniosas experiencias en enfermos amputados usando espejos para sustituir visualmente el miembro faltante, el dolor es como una opinión que genera el organismo sobre el estado de salud del cuerpo. Esto sería así porque esta neuromatriz del dolor, aunque estaría codificada genéticamente y podría generar la sensación por sí misma, puede ser moldeada por la experiencia y por modalidades sensoriales supuestamente ajenas al dolor, como es la visión en el caso de sus experimentos, pues el “ver” al miembro fantasma, así sea como un reflejo especular del miembro conservado, suele exterminar al dolor y al fantrasma. Según dice Melzack con agudeza, el cerebro genera la experiencia y no necesitamos un cuerpo para sentir un cuerpo.
De acuerdo con estas ideas, la "realidad exterior," que es tan aparente y verosímil para nuestra conciencia, es una fabricación del sistema cerebro-mente y la distinción clásica entre el objeto como algo real situado en el espacio-tiempo y el sujeto como un yo insustancial de la experiencia, viene a resultar insostenible: ambas entidades son realidades espaciotemporales intrísecamente ligadas. No se trata entonces de postular una representación intangible, sino de considerar a la conciencia, y en este caso al dolor, como un fenómeno psicofísico concreto y dinámico de seres vivientes.
La idea de percepción y representación que estoy propiniendo tiene una connotación más amplia que la de los filósofos de la mente para quienes la representación típica es por antonomasia semántica. Esta restricción dejaría de lado los aspectos afectivos y emocionales del dolor (Aydede, 2001) y que, según propongo aquí forman parte intrínseca de la percepción y de la representación. Así como el signo lingüístico es acerca de algo, la emoción tambien lo es. El afecto del dolor no sólo es una respuesta emocional a la sensación dolorosa, sino una propiedad intrínseca a tal sensación. Esta hipótesis predice que la sensación dolorosa ya adquiere un tono afectivo en las zonas de recepción sensorial primaria, lo cual podrá ponerse a prueba mediante técnicas de neuroimágen. Esto no impide el que exista además de una sensación afectiva primaria, una reacción emocional y cognosictiva a la sensación dolorosa, pues es sabido que se pueden disociar el componente cognitivo del afectivo mediante procedimientos neuroquirúrgicos como la lobotomía prefrontal o la cingulotomía. En cualquier caso la emoción dolorosa es la que le imprime al dolor su aspecto más alarmante y perentorio.

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Como un árbol viejo, pero llenito de manzanas, Denis Nuñez, óleo

¿Qué es y dónde está el dolor?

En este punto de avance en el análisis del dolor quizás sea posible extraer una definición preliminar y de sus componentes necesarios. Vamos a plantearla de la siguiente forma: el dolor en un individuo íntegro, habitual y funcional es un estado necesariamente subjetivo que asociamos, así sea equivocadamente, a lesión corporal y que tiene normalmente seis componentes intrínsecos:

·         El sensitivo, es decir, la sensación dolorosa propiamente dicha que según las características del estímulo y de su respuesta fisiológica determina diversas intensidades, cualidades y modalidades de dolor.
·         El afectivo, que constituye la intensa emoción característica de desagrado, aversión, sufrimiento y congoja que acompaña a la sensación.
·         El cognitivo, que mediante la atención, la memoria y el juicio permite discriminar la naturaleza del estímulo doloroso, la localización corporal de la lesión, la determinación de su extensión y la evaluación precisa del daño.
·         El volitivo, propositivo y perentorio, que proyecta y dispone las acciones necesarias para encarar y remediar el dolor y el problema que le da origen.
·         El de conducta, que manifiesta en gestos, lamentos, gritos, actitudes, movimientos y otros actos sujetos a diversos grados de conciencia y decisión, las acciones tendientes a comunicar, contender y resolver el dolor.
·         El cultural y social que modula la experiencia dolorosa mediante la ideología, las normas, valores, espectativas, adiestramientos y circunstancias en las que está y ha estado inmerso el individuo.

Quizás parezca extraño a un lector del área biomédica que se incluya aquí el factor cultural y social como un componente intrínseco del dolor, pero no debe parecer dudoso que el dolor se experimente como un disvalor intrínseco que incluye en su percepción y conocimiento la situación social en la que se encuentra el doliente, pues la cultura organiza la experiencia dolorosa al establecer desde el vehículo apropiado para expresar el dolor hasta los mitos para interpretarlo (Illich, 1975: 128-130).
El dolor se proyecta y se despliega como un proceso en el tiempo en el cual sus varios componentes se enlazan y se mezclan de diversas maneras para integrar una totalidad, una representación compleja y distintiva que bien podemos denominar conciencia dolorosa o sin mayores elaboraciones “dolor”. En este sentido la distinción de los componentes, necesaria para un análisis, es engañosa respecto a la experiencia dolorosa que se integra por la fusión de varios o todos ellos. ¿Es el dolor entendido de esta manera un suceso mental o un suceso físico, es una conducta o una actividad del cerebro, es un lamento o una aflicción? En principio, cada uno de los componentes se revela como físico y mental, como neurofisiológico y consciente a la vez, y el dolor resultante de su concurrencia como un evento polivalente que le acontece a una criatura sensible, a un individio vivo y en funciones.
El evento específico de dolor se presenta como una instancia, como un ejemplar particular o quale (plural qualia) de tipos generales que por sus características comunes en la especie humana se ha prestado a una conveniente taxonomía médica en clases naturales como son los conceptos muy bien delimitados y singularizados de “angina de pecho,” “migraña,” “cólico,” “neuralgia del trigémino,” “lumbago” o “dolor radicular,” entre muchos más. Se trata de clases naturales de un fenómeno general que es ante todo consciente, lo cual implica que los estados de conciencia apropiadamente ubicados y examinados en su contexto natural, son susceptibles de ser clasificados y entendidos. Podrá comprobarse que la distinción entre estas especies de dolor ocurre por la diferenciación de los componentes de la definición que arriba he ofrecido.
Ahora bien, como sucede tambien con la conciencia en general, la ubicación espacial del dolor es bastante desconcertante. ¿Dónde está el dolor? Sea agudo o inflamatorio, usualmente el dolor se refiere por el individuo que lo padece con relativa certeza al sitio de la lesión y sin embargo, el concepto de la neurociencia actual es que de hecho no está allí, sino en el cerebro, aunque el cerebro sea una víscera carente de sensibilidad a la lesión, lo cual es un hecho extraño e incómodo. De alguna manera lejos de estar dilucidada se supone que el dolor está en el cerebro pues las vías dolorosas que parten de los receptores nociceptivos desembocan allí y parece bastante definitivo que tambien allí es donde se integra toda sensación y toda percepción, sin que tengamos una buena idea de cómo es que acontece tal integración y aún menos como es que surge la cualidad distintiva del dolor.
El filósofo de la mente Ned Block (1983) propone el siguiente argumento que tiene un tinte jocoso para explorar la deficiencia de significado que tienen ciertos predicados cuando se aplican a objetos mentales:

El dolor está en la punta de mi dedo.
La punta de mi dedo está en mi boca.
Por lo tanto, el dolor está en mi boca.

Supuestamente este silogismo correctamente construido pero absurdo en su significado milita en contra de la teoría de que el dolor representa una lesión corporal determinada espacialmente. Para Block la clave de esta perspicaz incongruencia está en que el transitivo “en” no tiene el mismo significado de límite espacial en las tres oraciones. Michael Tye (1995: 32) está en desacuerdo con esto y afirma sensatamente que las experiencias de dolor en efecto se encuentran en el cerebro, pero que esa experiencia señala y localiza un daño situado en la punta del dedo, independientemente de donde se encuentre el dedo.
Asoma de todas maneras una aparente dicotomía, una incongruencia entre la experiencia fenomenológica y la evidencia científica: siento el dolor en el dedo, pero en realidad el dolor no está allí, está en el cerebro. Naturalmente que esto no es privativo del dolor, sino que es general para toda sensación y toda percepción. De manera semejante, puedo decir que veo un mundo allá afuera, pero que en realidad la vista del mundo está en mi cerebro-mente. Sin embargo esta dicotomía no tiene una consecuencia grave en referencia a la ubicación de la conciencia si es que adoptamos la idea de la representación mental. El dolor es una representación de una lesión corporal de la misma manera que el mundo visible es una representación del espacio ante mis ojos que se construye en mi cerebro a partir de la transducción de los conos y bastones de mi retina (Michel Tye, 1995: 113). Sin embargo, aún si se piensa de esta manera, quizás se deba decir que la conciencia, aunque surja de determinados procesos cererbales de alta jerarquía funcional, abarca de inmediato más territorio que un estipulado campo o sitio cerebral, así sea tan dinámico y cambiante como suponemos que lo sea, para comprender al objeto de la representación. En efecto, la lesión duele en el dedo o bien “el dedo duele” de la misma manera que objeto y sujeto se unifican en toda percepción y toda observación. Hablando metafóricamente, la conciencia se atasca en su objeto y, mediante la representación, la percepción dolorosa rebota del cerebro donde surge de regreso al sitio de la lesión. Es difícil decir por el momento si acaso la conciencia establece o quizás constituye una especie de liga más allá de lo simbólico o intencional entre objeto y sujeto, como lo supuso Merleau-Ponty (1945) y propone audazmente Velmans (1990), o si es suficiente con establecer una obligada restricción cerebral de la representación como plantearía el buen juicio de un neurobiólogo o de un filósofo cognitivista contemporáneos. Hemos visto que el caso del dolor plantea y deja abierta aquella asombrosa coyuntura. En cualquier caso, cuando hablamos de la conciencia viviente y en operación, no parece fácil hacer una distinción tajante entre objetos, representaciones mentales, estímulos desencadenantes, cualidades de la experiencia y valores sociales. Todo lo contrario, pareciera que es en la convergencia de estos factores donde surge y opera la conciencia.


Después del final, Denis Nuñez, óleo


Afortunadamente no existe memoria para el dolor. Recordamos nuestros dolores pasados de manera falsificada pues no los recuperamos, como sucede con otras vivencias. La cualidad lacerante, desesperante y aún insufrible del peor dolor de mi vida (y que aconteció como es debido en la silla de un dentista) queda encubierta en un recuerdo vívido que incluye el lugar, el tiempo, las circunstancias, las acciones, todo... menos el dolor mismo. De similar forma, hablar o escribir sobre la vivencia de dolor puede parecer una tarea aséptica si consideramos que, aún padeciéndolo, es imposible evocar o invocar la sensación cruda, la cualidad álgida primitiva. Es entonces una tarea muy problemática elaborar una fenomenología del dolor, quizás más que la de otras facultades mentales. Maurice Merleau Ponty (1945) pudo construir una formidable Fenomenología de la percepción, pero, significativamente, no hay mención del dolor en ella. Sin embargo, he propuesto un programa de abordaje a la conciencia en el cual la fenomenología vaya en lo posible de la mano de la neurociencia. Como lo hace tambien la neurofenomenología de Francisco Varela (1996), sostengo que es en los puentes que se puedan tender entre ambos ámbitos del conocimiento que yace el sendero del dilema mente-cuerpo y su posible alumbramiento. En este sentido pretenderíamos llegar más lejos que simplemente definir que el dolor, como el placer, presenta características intrínsecas como intensidad, duración, probabilidad de ocurrencia después de un estímulo o probabilidad de que genere otras emociones y estados mentales diversos. Mediante la fenomenología pretenderíamos acercarnos en lo posible a la experiencia misma del dolor, a las cualidades o qualia que definen su foco primario.
Para referirnos al dolor como experiencia, es decir para forjar una fenomenología del dolor, será muy provechoso recurrir a quien lo haya podido narrar desde la perspectiva en primera persona con franqueza y escrupulosidad. Entre los intentos de hacerlo conviene elegir para su análisis aquellos que nos sean cercanos en lengua, cultura, tiempo y circunstancias. En este sentido es muy relevante el hecho de que la escritora mexicana María Luisa Puga haya publicado recientemente un Diario del dolor (Puga, 2003). Afectada por una severa artristis reumatoide, enfermedad crónica que inflama al tejido conjuntivo y así al organismo entero, se vio orillada, por vocación y necesidad de expresión, a emprender un diario de su dolor. Con gratitud para su valentía y su penetración, llevado por su pluma elaboro algunas ideas sobre la fenomenología del dolor.
El dolor “es desazón, incomodidad, posturas imposibles” (p. 9). Más que una propiedad de la persona, se instala como un elemento ajeno, intruso: “desde que llegó no he vuelto a estar sola.” El dolor produce miedo, es agresivo y por eso provoca “una rabia inmensa.” Intentar expulsarlo de la conciencia es inútil, el dolor logra su objetivo de que “todo nuestro ser esté consciente de él, no cabe nada más” (p. 10). El dolor no sólo tiene una cualidad de desazón y desagrado, sino que evoca una terrible autoconciencia: obliga a estar pendiente de esa congoja, no es posible “ver por encima de él” está “estacionado en la mirada.” Y si bien “llegó para quedarse” no es posible acostumbrarse a su presencia. La narradora lo trata inicialmente como a un niño o un animal indisciplinado: “Está bien, pero quédate quieto. No me estorbes, no me tapes. Quieto ahí.” (p. 11). Y aunque tempranamente ya ha sido aceptado por ella y “casi es parte de mi persona” el dolor muestra una “inagotable insidia” pues no puede sino mirarlo y, peor aún, hace de los objetos sus secuaces: el bastón, la silla del escritorio “se vuelven indómitos” pues no puede manipularlos con soltura. Tender una cama se ha tornado una tarea intrincada que demanda una concentración minuciosa y agobiante (p. 18). El dolor no sólo afecta al cuerpo y al sujeto en tanto autoconciencia, sino al mundo propio, pues limita y estorba la conducta y la acción.
El tema más saliente del escrito es que la narradora pone en marcha constantes estrategias de enfrentamiento al dolor. “¿A dónde irá a parar si lo ignoro?” Pero el dolor, ese intruso, parece adquirir vida y voluntad propias: “necesita movimiento y lo estoy decepcionando” (p. 12). Las molestias no tienen desenlace y el dolor arrecia en su voluntad: “si oye cosas como curación, me encara ofendido, con un rictus enfermizo en la boca.” El dolor adquiere rostro y cuerpo. Cuando describe su aspecto dice que es “delgado, untuoso, oscuro”. Más aún: el dolor esboza una personalidad: está siempre al acecho como un “psicópata gringo.”
A pesar de que la narradora ha elaborado la enérgica y templada estrategia de aceptar al dolor y a sus tretas, no puede dejar de conceptuarlo como su enemigo pues la sorprende y la vence, sobre todo en el sueño. Se trata de un juego nada placentero, de hecho una guerra, y lo peor es que no hay reglas de combate. La narradora tiene que “ganarle terreno, irlo desalojando, a medida que recupero mi cuerpo.” La paciente ha perdido al cuerpo, que es ahora del dolor y le es necesario recuperarlo. No es suficiente con dejar al dolor acaecer, es necesario comprenderlo: “reconocerlo, entender su tamaño, su volumen para poder cercarlo.” Al escudriñar al dolor se pierde el sujeto, es decir la autoconciencia y la narradora no se reconoce en el espejo: “soy algo huidizo, indefinible, algo que se está evaporando. Y es cuando lo siento a él, a Dolor, engordar a mi costa.” (p. 14). El síntoma lacerante ha adquirido no sólo un rostro, un cuerpo y una personalidad, sino tambien un nombre propio: Dolor. La guerra es feroz pues el intruso Dolor se nutre del propio cuerpo de la paciente.
Nueva estrategia. Dolor, el contendiente taimado cual “psicópata gringo” no es remoto, es un enemigo íntimo con el que se puede conversar en corto. La narradora le habla y lo cuestiona para mejor reconocerlo. El dolor se aburre si no cambia, le gusta la agitación. La narradora, en cambio, ha perdido su pasado y al futuro. Ni la operación anunciada, ni el tiempo distante cuando no dolía, tienen ya significado. Los sueños y los planes se evaporan. Y aunque hay un mundo a su alrededor, tampoco hay un lugar allí del que ella sea parte: la narradora sólo está en su cuerpo con Dolor. La gente resulta ajena, los lugares inhóspitos: es la soledad (p. 22). Los detalles diarios más cotidianos le llaman la atención: pájaros, agua, voces, motores, pero Dolor es impermeable a ellos “nada lo distrae, es de una entereza envidiable. He llegado a la conclusión de que lo admiro” (p. 24). El hambre se ha reducido a un deseo amorfo o a una curiosidad por los nombres de los alimentos que prometen sin poder cumplirlo un paraje colorido más que por los sabores de la comida (p. 26). La existencia misma se ha vuelto insípida e insubstancial.
Nueva estrategia. La escritura, que antes era un objeto, una herramienta, parece volverse una observadora que busca frases inéditas y no pierde detalle. Sin embargo, cuando la escritura pregunta “¿te vas a curar?”, no hay posible respuesta, ni de la narradora, que ahora está al servicio de la escritura, ni de Dolor, quien “guarda silencio, absorto en sí mismo.” Faltan las palabras, no sólo para definir y acotar al dolor, aunque mucho se ha logrado ya en este diario, sino para encontrarle el significado a otras harto conocidas, como rehabilitación, operación, escritura. La escritura no quiere ya antecedentes, explicaciones o impresiones: quiere algo objetivo (p. 32). Quizás para que la escritura sea más objetiva es necesario enfrentar al dolor cuando arrecia. La narradora elige decirlo en forma de Instrucciones para cuando Dolor aprieta (p. 25). Vale la pena reproducir el párrafo:

“Cierre los ojos con suavidad. Recurra a la fuerza sólo como medida extrema. Hay varias opciones antes, como por ejemplo, con los ojos cerrados suavemente acompañe a Dolor por donde esté transcurriendo. Vamos a suponer que es el brazo derecho. Ubique calmadamente el punto donde nace, ¿en la muñeca? Bien. Móntese ahí y cabálguelo. Sí, suba por todo el antebrazo y deje el codo atrás, en ese momento el codo no es el problema. Ahí van Dolor y usted hacia el hombro, en donde, mire nada más, Dolor se achata y se detiene como para cobrar respiración. Ahora van de bajada. Es como un ejercicio de entrenamiento. Agarre el ritmo, póngale música. Arriba, abajo, arriba, abajo. Bien, bien. ¿Nota cómo se va haciendo delgadito? El transcurrir de un punto a otro casi no se percibe ya. Sólo el arranque y la llegada: muñeca-hombro. Magnífico, lo está usted haciendo muy bien. Ahí viene el truco: estire el brazo horizontalmente, no con brusquedad, luego levántelo, bájelo. Otra vez. ¿No es cierto que ya se escurrió? Sí, lo que queda es su sombra, fíjese bien, nada más su sombra y eso es bastante más tolerable. No le pida peras al olmo. Cosa, por lo demás, imposible ya que usted no conoce los olmos.”

A pesar de utilizar la segunda persona y dirigirse a quien corresponda, es patente que la narradora expresa un estado mental complejo que bien puede concebirse simultáneo o muy próximo a la experiencia de dolor que describe en sobrecogedor y lúcido detalle. Y si bien, la cualidad misma del dolor necesariamente se escapa del texto, la escritura - experta, astuta y ocurrente - describe adecuadamente estados de ánimo (calma, tolerancia, hacerlo bien), decisiones (montarse, cabalgar, agarrar el ritmo), metáforas de la sensación (el dolor se achata, baila, se adelgaza, se escurre, queda sólo su sombra). La descripción apremiante y el sagaz uso de la metáfora nos acercan, tanto como es posible hacerlo, a la experiencia cualitativa. Se trata entonces de lo que hemos llamado un texto fenomenológico, una narración directa de experiencias en las que el narrador queda usualmente borrado y sobre el que nos hemos expandido en más detalle con anterioridad (Díaz, Díez Martínez y Paniagua, 1998). En este párrafo ejemplar María Luisa Puga usa, como recurso diáfano de esa disipación del narrador, a la segunda persona formal: usted en vez de yo, estableciendo con el lector y consigo misma a la vez una confabulación tan íntima cuan respetuosa.
Más estrategias. Es forzoso lidiar con el desánimo, con la depresión, con la derrota. “Ay, ya” nos dice presa por momentos presa de la deserción, “un ensayo no deliberado de muerte” (p. 26). Es posible llorar, pero sólo como se estornuda, pues la autocompasión es inservible: “la rabia sin destinatario. ¿Se ha visto algo más inútil?” Se pierde la compostura y Dolor se burla. La enferma recurre entonces al diagnóstico, a la correlación que el médico establece entre su Dolor tan reconocido y la lesión de su cuerpo: artritis reumatoide, inflamación del tejido conjuntivo que está en todo el cuerpo. (“Ajajá, Dolor, por eso te me apareces en donde menos te espero,” p.28). Se plantea una operación de la cadera y ambos términos adquieren connotaciones terribles, desusadas. La paciente se enfrenta sola, sin su dolor que la sigue atenazando, a “la impenetrable cara de la burocracia”, al hospital de Nutrición, a las horas de angustiosa espera, a convertirse en un expediente, en un caso clínico. Se vuelve entonces insostenible atisbar el mundo y sus miserias aparentes: “Me acomodo en mi lancha, artritis reumatoide inflamatoria y me digo que no se está tan mal aquí.” (p. 41). El diagnóstico es un auxilio cognitivo para explicar y confrontar al dolor; es un vehículo de entendimiento y lidia no sólo para el médico sino tambien para el doliente.
Dolor muestra nuevas facetas de su carácter. Se burla de la narradora cuando se descompone la computadora y no puede escribir, cuando ella se enfrenta a los trámites y las incomodidades del hospital. No le gustan a Dolor las descripciones que hace de su aspecto, sofoca la risa cuando ella logra la escritura. La venganza es entonces dulce y la adrenalina se convierte en analgésico. La narradora riñe y regatea con Dolor (p. 55):

“Eres miserable, palabra. Yo te traté con respeto y eso que eres desgarbado y huesudo y podrías ser risible. Para mí no, te dí tu lugar. ¿Y me haces esto? ¿Por qué? ¿Para ahora tú reírte un rato de mí? Es cierto, ya no me atormentas como antes, pero con qué placer ves cómo el estómago me está debilitando a causa de los medicamentos. Con qué gusto ves que pierdo por segundos el gusto de comer. No te sientas victorioso todavía, porque si me debilito mucho ¿tú crees que voy a notar tu presencia? Me va a valer gorro.”

El dolor y su enfrentamiento se han vuelto un proceso inevitable y constante: la propia vida. El bastón y la alberca tibia se vuelven compañeros y aliados, el diálogo con el dolor se vuelve un largo monólogo. Dolor no parece ser ya un enemigo sádico, pero tampoco un camarada. Es lo que es, simplemente despliega su naturaleza. Tras el largo recorrido de sufrimiento, templanza y estrategias para arrostrarlo, el dolor se reconoce profundamente como propio del ser humano y entonces se puede confesar lo más desgarrador: “tengo miedo, tengo miedo de que me duelas más, tengo miedo de quedar más imposibilitada de lo que estoy, tengo miedo de morirme.” (p. 78). En ese punto de conciencia, la escritura sobre el dolor se agota y cesa lacónicamente: “Así es esto del dolor diario.” (p. 92).
El relato de María Luisa Puga resalta de una manera impresionante varias de las características más fundamentales del dolor en tanto experiencia privada y solitaria que una persona enfrenta echando mano de todas sus habilidades y que suele desembocar en evidente dignidad y provecho. El dolor se plantea no sólo como un contravalor intrínseco, sino tambien como su opuesto, como un valor posible o al menos como un evento intrínseco a la persona por el cual es tambien posible el placer y el deleite. La saludable búsqueda del alivio en la narradora no implica de ninguna manera el rechazo absoluto del sufrimiento. Tampoco acude la paciente a ningún masoquismo cuando acepta la realidad del sufrimiento inevitable. La escritora aún menos se perfila como una especie de santa que tolera la aflicción con toda paciencia hallándole un significado trascendente, sino que atraviesa por periodos de angustia intolerable, depresión y derrota. La experiencia del dolor evade las etiquetas y se revela como una vivencia muy compleja que enciende facultades insospechadas, demanda recursos extraordinarios y escenifica costosas batallas en la conciencia. Al final es imposible abjurar o enaltecer al dolor. El dolor, como la conciencia, escapa cualquier consideración final y sin embargo nos empeñamos, narradora y lector, en conceptuar el misterio a través del diálogo literario, verdadero recurso en segunda persona a pesar de no realizarse cara a cara.
Hemos quizás avanzado algo en la definición de los aspectos que integran una experiencia dolorosa, sin embargo, como se hace patente por el texto de María Luisa Puga, queda por analizar desde el punto de vista de la ciencia el aspecto más central de la experiencia dolorosa, ese sentir mismo, ese sufrir y padecer de un individuo con dolor. El aspecto netamente cualitativo de la experiencia es la sensación cruda y primaria de todo estado de conciencia, en particular de las sensaciones (Ezcurdia y Hansgerg, 2003), llamado qualia desde la escolástica y la fenomenología. Tener una experiencia es en esencia estar en un estado o tener una vivencia particular. Por ejemplo, preguntémonos qué se siente o cómo se experimenta el dolor de una artritis reumatoide, como el que relata María Luisa Puga. Por más que alguien con la experiencia y dotada para la escritura haya tratado de describir este dolor reputado como uno de los más intensos y desesperantes que pueda experimentar una persona, hay una información vital que escapa a quienes hemos tenido la fortuna de no vivirlo. Se trata entonces de saber cómo o qué se siente experimentar ese dolor. Las posibles respuestas a este tipo de preguntas nos permite afirmar que qualia:

·         Requiere de un individuo dotado de mente y subjetividad.
·         Requiere que ese individuo tenga una experiencia, es decir el que pase por algo o viva un evento particular.
·         Constituye el aspecto más específico y personal de un contenido mental.
·         Es inefable, aunque mensurable en alguno de sus parámetros.
·         Es profundamente inquietante y misterioso en términos de su base física.

¿Porqué el quale es tan turbador e incomprensible? La fuente de la perplejidad y de la mortificación para el investigador en neurociencia es obvia. En tanto la información nerviosa tiene características bastante similares en todos los sectores cerebrales (por ejemplo, pautas de disparo eléctricamente análogas de neuronas relativamente comparables), la modalidad de las sensaciones y percepciones es fenomenológicamente muy distinta, tan radicalmente distinta como el olor de la cebolla, el color rojo de la manzana, el dolor de muelas, el afecto de la envidia, la recreación del concepto de libertad. Es incomprensible por el momento cómo es que un fenómeno fisiológico, así sea tan complejo como suponemos que lo es, pueda dar lugar, convertirse o tener un aspecto subjetivo de algo tan peculiar, tan dramático y tan perentorio como es el dolor en su aspecto básico de cualidad aflictiva, repulsiva, pungitiva y aborrecible de la conciencia.
El problema fundamental de los qualia, es el de saber si son puramente representacionales, es decir si la sensación cruda tiene ya un contenido referencial o bien si hay algo en ellos que se escapa a la representación funcional. Por ejemplo, una noción simplemente funcionalista del dolor abriría la posibilidad de hacer que una computadora sintiera dolor mediante la programación de una función representativa equivalente. Esta posibilidad no sólo es contraintuitiva para la generalidad de las personas (excepto para los teóricos de la Inteligencia Artificial fuerte), sino tambien para la mayoría de los neurobiólogos. Aunque por el monento es difícil proponer si este asunto podrá probarse o refutarse mediante experimentos psicofisiológicos, sí es posible considerar que una psicofisiología de los qualia será eventualemente posible.

Esquizofrenia 2, Denis Nuñewz, óleo



¿Desde dónde podemos juzgar y evaluar el dolor? Sea en la neurociencia, en la clínica o en la vida diaria tenemos tres puntos de vista disponibles para evaluar la conciencia y que son muy ostensibles en el caso del dolor. Se trata de las perspectivas en primera, en segunda y en tercera persona.
De entrada debemos volver a dar prioridad al hecho de que el dolor es un síntoma y no un signo. Cualquier signo público y mensurable de dolor puede y suele ser falso. La expresión facial, las vocalizaciones quejumbrosas como gimoteos, gritos, lamentos o interjecciones y las narraciones en lenguaje natural son signos de dolor no sólo falibles, sino posibles simulaciones que bien pueden resultar infalsificables. Por ejemplo, es posible imaginar a una buena actriz convenciendo al mejor grupo de médicos en un hospital de realizarle una apendicectomía tan sólo con imitar fehacientemente los signos de la apendicitis aguda, aún si las pruebas de laboratorio resultaran normales. Las diferencias individuales y culturales no permiten más que estos signos de dolor se consideren como datos complementarios e inseguros. Lo esencial es el síntoma, es decir el hecho de que el dolor sea un evento privado reclamado por un sujeto, es decir: un evento o experiencia consciente en primera persona. “Sýmptoma” en griego significa coincidencia, es decir un estado particular de conciencia subjetiva como indicio de enfermedad o lesión. La naturaleza subjetiva del dolor es irremediable además porque no tiene una identidad fisiológica definitiva y porque no tiene referentes externos confiables. Esta es la perspectiva en primera persona a la que no sólo no es posible renunciar, sino de la que no se puede ni se debe prescindir. El dato fundamental es que alguien experimenta un dolor y lo expresa utilizando la primera persona singular en expresiones del tipo “me duele” o algo similar. El síntoma del dolor es tan trascendental que genera más de la mitad de las consultas al médico y lo es tambien porque, aunque el médico no logre identificar la causa del dolor, se ve obligado a tratarlo pues el paciente con dolor es muy vehemente en su demanda de alivio y porque mitigar el sufrimiento sigue siendo, a pesar de todo, el principal objeto de la medicina, como lo ha sido desde antaño.
Desde el punto de vista del método, la perspectiva en primera persona es relevante porque, como hemos visto en el caso del Diario del dolor de María Luis Puga es posible describir la experiencia y analizarla con herramientas fenomenológicas. Es posible, por ejemplo, definir de diferentes formas qué se siente padecer un dolor particular, es posible realizar una estimación cuantitativa en una escala determinada, es posible echar mano de recursos retóricos diversos para ubicar y hasta cierto punto determinar el dolor. Los clínicos de las escuelas clásicas eran maestros en este arte y hay especialidades, como la gastroenterología, en las que el interrogatorio diestro y experimentado de las pistas dolorosas constituye aún hoy día el principal dato para llegar a muchos diagnósticos.
Ahora bien, en vista de su naturaleza radicalmente subjetiva, para cumplir con el objetivo central del método científico de publicidad, es necesario el empleo de la perspectiva en tercera persona. Este es el tradicional requisito de objetividad del método. Como no es posible acceder a la conciencia ajena de manera directa, para satisfacer el requisito no queda sino recabar sistemáticamente la descripción del paciente adolorido, estudiarla e interpretarla adecuadamente. Este es el procedimiento al que aludimos arriba y que en la clínica recibe el nombre de anamnesis, palabra derivada de una voz griega que quiere decir recuerdo o recolección.
La perspectiva en tercera persona del dolor trata de ser objetiva acerca de la subjetividad. Pero no sólo se pretende recabar metódicamente la información de la persona con dolor usando un interrogatorio fino y hábil, sino que, en último término la clínica se basa en la correlación clínico – patológica, es decir en la semiología, la técnica médica que usa los síntomas para diagnosticar. La correlación se establece de la siguiente manera: el paciente describe en primera persona su experiencia dolorosa y el médico la interpreta como lesiones o padecimientos en tercera persona. La perspectiva en tercera persona pretende y permite llegar a un diagnóstico. El dolor, para ser erradicado, necesita de ser correctamente interpretado en lo que a su causa se refiere. El médico, observador en tercera persona, determina mediante la exploración física y los exámenes de laboratorio y gabinete la lesión patológica que causa el dolor clínico. En este sentido la clínica obedece en teoría al método científico, aunque su aplicación varía de médico a médico y de un caso a otro, lo cual es la razón por la que se hable de la clínica como un arte más que una ciencia, aunque más acertadamente debería pensarse como una artesanía, sin menoscabo alguno de su rango, pues la artesanía conjunta información técnica con experiencia, sensibilidad y creatividad personal. El método se emplea en este propósito con tanta seguridad que una falla en la decodificación o en la correlación clínco - patológica produce también interpretaciones. Por ejemplo, si la exploración física y los análisis de laboratorio y de gabinete no revelan la lesión origen del dolor, esto también produce un diagnóstico, aunque quizás más endeble, como puede ser el de “dolor psicógeno” o “dolor patológico”.
La preparación del médico lo capacita para analizar los aspectos del dolor que son accesibles al público, como son los receptores, las vías nerviosas, las lesiones, la escala de la ansiedad, factores necesarios para conocer e interpretar el síntoma, pero que pueden condicionar un extrañamiento o un alejamiento del sufrimiento intrínseco que entraña el dolor. En efecto, la misma preparación del médico lo induce a tratar el síntoma como un mal que es necesario erradicar y menos como una experiencia que es necesario comprender. Sin embargo, la perspectiva en tercera persona se ha considerado la más certera y de mayor importancia epistemológica durante un periodo muy prolongado. En la actualidad se admite que esta perspectiva necesita tambien de la primera persona para poder establecerse adecuadamente.
Las perspectivas en primera y en tercera persona son las dos facetas o los dos puntos de vista clásicos en el conocimiento del dolor y de todo estado de conciencia. O bien a uno le acontecen tales experiencias y las relata usando los pronombres en primera persona, o bien uno examina, interroga, explora e interpreta los datos que obtiene de quien las vive y llega a una formulación de lo que le acontece usando pronombres y observaciones en tercera persona. Como vemos, se trata aparentemente de una opción polar, en la cual las dos perspectivas parecen hasta cierto punto encontradas y tienen características muy distintas, quizás irreconciliables, a pesar de que tengan un solo referente en común: el padecimiento. Pero si las examinamos con cuidado parecerá claro que no son perspectivas separadas, alejadas o autónomas. Por una parte, todo individuo con dolor intenta llegar a un diagnóstico de su causa. Sin perder su perspectiva en primera persona, al hacerlo pone en marcha mecanismos propios de la perspectiva en tercera. Por otra parte, el analista del dolor es tambien un individuo dotado de conciencia y realiza un recuento desde su propia perspectiva poniendo en marcha mecanismos propios de la perspectiva en primera persona.
En un estudio comparativo clásico, Landau y Bishop (1953, citado en 1969) realizaron estimulaciones de fibras A-delta (que provocan dolor localizado, cortante, que cesa con el retiro del estímulo) y C-nociceptivas (que provocan dolor difuso, muy desagradable que dura más que el estímulo). El estudio fue de un tipo frecuente en el siglo XIX y que disminuyó a lo largo del XX. Se trata de que los sujetos del estudio son investigadores partícipes en un diseño que se denomina “autoexperimento”. Además los autores realizaron un análisis controlado de la experiencia de dos maneras. En primer término efectuaron una descripción detallada de la experiencia en respuesta a la pregunta ¿qué se siente padecer un dolor determinado? En segundo lugar realizaron mediciones fisiológicas “objetivas”, es decir en tercera persona. El estudio muestra que se pueden realizar mediciones en los dos casos y comparaciones entre ellos de manera sistemática y mensurable. Se trata de un tipo de estudio que empalma de manera controlada la primera y tercera persona. En la vida diaria y en la clínica tambien se empalman, se turnan y complementan las dos perspectivas.
Como se podrá constatar a continuación, esta dicotomía aparente entre primera y tercera persona se desintegra aún más en cuanto nos damos cuenta o simplemente observamos lo que usualmente acontece en referencia al dolor. Quien padece un dolor, sin duda tiene una experiencia irreductible, innegable y hasta cierto punto inefable. Sin embargo hace una descripción de ella en primera persona, quizás a un ser querido en busca de consuelo, o a un médico quien le interroga cautelosamente para formarse una idea de su dolor y su causa posible. Lo que ocurre aquí es que no sólo hay un “me duele” en primera persona frente a un “le duele” en tercera, sino que hay una petición y un “te duele”, ambos en segunda persona. El acto central, desde el punto de vista del método, no es entonces la contraposición de dos perspectivas falazmente separadas, sino precisamente esta interacción cara a cara en la cual se establece la comunicación humana personal y que está sujeta no sólo a las reglas metódicas de la entrevista, de la cortesía o del interrogatorio, sino a otros cauces de mayor profundidad afectiva y existencial, como puede ser la empatía, la compasión, la petición y el deseo de ayuda. Tal es la perspectiva en segunda persona.
Los términos para especificar un dolor permiten al paciente que la experiencia se  ubique de manera determinada y adquiera significado no sólo para el padecer y al sufrimiento.
 En múltiples análisis marcados por el humanismo médico se ha postulado a la relación médico-paciente como un núcleo fundamental para el ejercicio adecuado de la medicina. Es una noción relativamente relegada en aras de una medicina cada vez más impersonal. Sin embargo, desde este punto de vista netamente metodológico como el que propongo aquí de una perspectiva privilegiada del dolor en segunda persona, la noción humanista adquiere una validez evidente, sólida y necesaria.


Blanco sobre blanco, Denis Nuñez, óleo



Aunque el misterio de entender la base o correlato físico de las cualidades de la conciencia es muy peliagudo, aún nos debemos plantear animosamente la pregunta crucial: ¿será posible reducir o entender al dolor, en particular sus factores distintivos y centrales de qualia, en términos neurofisiológicos?. La respuesta afirmativa diría que no hay nada que impida hacerlo, en especial si proponemos que los factores cualitativos no son cosas reales, sino construcciones del lenguaje popular para referirse simplemente a contenidos mentales. Ejemplo de esta tendencia eliminativa es la teoría de la identidad psiconeural (Smart, 1959, Churchland, 1992). Sin embargo, la teoría inicial de la teoría de la identidad (Place, 1956) sí pretende una identificación fisiológica de la cualidad dolorosa y tomaría la siguiente fórmula:

Dolor º activación de fibras C

Sin embargo esta identidad no se puede mantener porque ninguno de los dos términos de la identidad se sostiene empíricamente, es decir puede ocurrir dolor sin activación de las fibras C o de las fibras A y tambien activación de estas fibras que no cursa con dolor. Sin embargo, la identidad entre el dolor y su base nerviosa se puede proponer de una manera más acorde la neurociencia actual si afirmamos que:

Dolor º proceso cerebral B


Es decir, que el dolor debe ser idéntico a un proceso cerebral por ahora desconocido pero que bien podemos llamar como proceso cerebral B. Una identidad así podría tomar la forma de decir que el dolor ocurre cuando se activan ciertas partes del tálamo y de la corteza sensorial, o bien cuando se activa una matriz nerviosa más amplia, como lo supone con buenas razones Robert Meltzak (1990) y especifica de manera más actualizada Craig (2003). Cualquier identidad de este tipo podría corresponder al concepto de proceso cerebral B.
Sin embargo esta identidad tipo tampoco se sostiene fácilmente porque hay criaturas sin tálamo, corteza o estructuras cerebrales, como pueden ser los moluscos, que claramente tienen comportamientos dolorosos. El pulpo, por ejemplo, es un organismo intensamente emocional que reacciona a un estímulo nocivo con huida, eyección de tinta, retraimiento, cambios de color, etc. Se trata de una criatura humilde en la escala filogenética sin un cerebro desarrollado que sólo cuenta con un ganglio cerebral sin las partes diferenciadas y bien conocidas del cerebro de los vertebrados. Sin embargo el pulpo manifiesta claramente el dolor. Este hecho impugna por sí solo la identidad tipo propuesta porque no podríamos decir que el dolor es idéntico a tal o cual actividad del tálamo, el cíngulo y la corteza temporo-insular y somatosensorial porque el pulpo carece de estas estructuras y sin embargo expresa dolor en su comportamiento de manera muy congruente a como lo hacen los vertebrados.
Existe la posibilidad de defender esta identidad tipo haciendo la restricción de especie, es decir, si se afirma, por ejemplo, que el proceso cerebral B es precisamente una neurmatriz de ciertas características específicas, pertinentes sólo a Homo sapiens. Habrá otras identidades tipo para cada especie, incluido el pulpo. Esta es una restricción del todo necesaria para mantener la identidad tipo pero al menos en nuestra especie se enfrenta a la dificultad de la brecha entre el fenómeno neurofisiológico y la vivencia consciente. Para sostener esta identidad debe quedar disipado tambien el problema psicobiológico de cómo es que un proceso cerebral difiere de otro para dar lugar a las diferentes cualidades de las sensaciones y otros contenidos de conciencia. No es suficiente en el momento actual defender la identidad tipo con sólo una fé neurobiológica en que se encontrará una respuesta satisfactoria, al menos habría que ofrecer hipótesis concretas que no se han definido. En tanto no haya una explicación física de los distintivos fenomenológicos, la identidad permanecerá sólo como un buen deseo del pensador materialista o fisicalista.
Sin embargo, no por ello podemos enterrar la propuesta de la identidad. Existe un último tipo de identidad psiconeural propuesta por los filósofos funcionalistas de la mente (Davidson, 1980); se trata de la identidad llamada token. Un token es un ejemplar particular de un tipo, como la revista particular que el lector tiene en las manos es un ejemplar de un tipo, es decir del número particular de este título. Un token es entonces un caso particular. De esta manera se puede hacer la siguiente identidad caso:

Dolor º proceso físico variable

El proceso físico puede ser un proceso nervioso cualquiera y simplemente se diría que cada dolor particular, cada ejemplar de dolor, es un proceso nervioso tan variable como el dolor mismo. Por ejemplo el dolor de muelas de dos personas sería posiblemente distinto en su identidad cerebral, así fuera la lesión de la misma pieza dentaria. Es más, el dolor de muelas de una sola persona en dos momentos distintos puede tener dos identidades nerviosas distintas. Esta identidad, que a muchos parece indiscutible, a otros les parece desalentadora porque habría tantas identidades como dolores y la posibildad de una comprensión general del fundamento nervioso del dolor sería muy lejana, si no es que imposible o al menos impensable en estos momentos del desarrollo de la ciencia y de la comprensión teórica.
Las dificultades de la identidad son tales que para varios pensadores la respuesta a la pregunta de si es posible reducir o entender el dolor a sus componentes nerviosos debe ser negativa. No se trata, como ocurría antaño, de filósofos idealistas que consideran a la mente o a la conciencia como un elemento espiritual o trascendental imposible de identificar o reducir a componentes físicos, sino de filósofos materialistas o fisicalistas pero que consideran que ciertas cualidades de la conciencia, como el dolor, no se pueden reducir a componentes neurofisiológicos sin perder su esencia. Dado que no hay forma conocida de juntar las perspectivas en primera y tercera persona ni hay nada en el cerebro que se asemeje a la cualidad del dolor, la identidad psiconeural sería imposible. El cuento de “El dolor de María” que he publicado en el pasado (Díaz, 2002 o ver este blog mes de febrero 2011) intenta mostrar esta brecha explicativa en una narrativa que espero haya resultado clara.
Sin embargo el panorama no necesita ser tan desalentador como lo plantean estos pensadores y se pueden plantear otras alternativas de relación, a parte de la identidad. Por ejemplo, en vez de una identidad psiconeural, se puede proponer que la conciencia es una propiedad emergente de la actividad cerebral. En este caso diríamos que:
 Dolor = estado neural-mental . l

El dolor sería desde la visión emergentista un estado psiconeural, es decir una función nerviosa de alto nivel de integración en razón de un factor (l) particular de un alto nivel de jerarquía en la escala de los sistemas biológicos. Este nivel, a diferencia de su predecesor o de su sustento inferior traspasaría un umbral por ahora desconocido que lo dota de conciencia y cualidad. A ese factor jerárquico en la organización de los sitemas biológicos le llamamos aquí l y si somos adictos a la emergencia supondremos que con el tiempo vendrá a ser esclarecido por una ciencia como la psicobiología o la neurociencia cognitiva. Habrá algunos emergentistas que no consideren que el estado es psiconeural sino sencillamente psicológico, pero esto no se puede sostener fácilmente sin introducir un hálito inmaterial a la propuesta y a la mente, o de volverla una tautología. Para una versión duramente materialista de la emergencia mental el lector puede consultar a Bunge (1977), y para una versión más suave y acorde con la teoría de los sistemas dinámicos a Alwin Scott (1995). El problema con la emergencia es que, aún si se sostiene la versión sistémica según la cual lo que surge es una propiedad funcional no descarnada, esta debe identificarse o correlacionarse con algún proceso fisológico de alto orden y que debe ser definido. La emergencia entonces no hace sino redefinir el problema mente-cuerpo sin resolverlo satisfactoriamente hasta que no se defina adecuadamente al emergente.
Hace unos años McGuinn (1991), el filósofo de la mente, propuso una nueva formulación para recapacitar la identidad del dolor, como sigue: 

DOLOR = * proceso cerebral

 En este caso el dolor se escribe con mayúsula para subrayar que no se trata necesariamente del estado de conciencia en sí mismo, sino de las consecuencias más ostensibles del dolor, como los informes verbales y las conductas que surgen de la experiencia dolorosa. En este concepto ampliado del dolor se considera que la identidad en efecto se establece con algún sistema, función o proceso cerebral, pero en razón de un factor (*) que representa la cualidad o qualia del dolor. McGuinn supone que ese factor debe ser tambien de índole física pero considera que la brecha explicativa es de tal magnitud y relevancia que nada por el momento podemos decir sobre él. De hecho el depurado y vigoroso escepticismo de McGuinn lo obliga a proponer que los humanos no estamos acondicionados para entender tal factor. Lo estaría una entidad jerárquicamente superior, como una divinidad, que tuviera acceso simultáneo a las perspectivas en primera y tercera persona de tal manera que fuera capaz de reunirlas en una explicación coherente. Dado que esto es imposible para los humanos, el problema del dolor y el problema mente cuerpo, permanecerán en el misterio al menos mientras no ocurra un cambio por ahora imprevisible en la epistemolgogía o la metodología.
Probemos otra teoría conciliadora con menos problemas que la emergencia, se trata del monismo neutral y la teoría del doble aspecto, postuladas respectivamente por Spinoza y Bertrand Russell las cuales conciben al dolor y su contraparte fisiológica como dos aspectos de un tercer factor o bien dos aspectos de un sólo evento, en ambos casos de características psicofísicas, es decir físicas y mentales a la vez. El proceso consciente y el proceso neurofisológico del nivel más integrativo son dos aspectos del mismo proceso psicofísico. La formulación que propongo para este caso sería la siguiente:

Dolor » proceso nervioso hl

 Según este concepto, el dolor no es idéntico a un proceso nervioso, sino que tiene una correlación o correspondencia con él. La diferencia entre los conceptos puede parecer ínfima, pero es muy consecuente pues correlación no implica identidad ni necesariamente causalidad sino concordancia, conformidad y recirpocidad. Por esta* razón presento el signo » como señal de correlación. Además, según este concepto, el proceso nervioso no sólo tiene un factor emergente (l), sino tambien, y en directa relación de restricción mutua con él un factor h, un componente de aspecto. En otras palabras, para evitar que la emergencia se vuelva una tautología en la que, como sucede con todo problema mente cuerpo, tengamos que definir al emergente en términos solamente mentales, el factor emergente debe estar mutuamente restringido por el factor de aspecto. Es decir, una vez situado en la cúspide funcional de los sistemas nerviosos, surge un fenómeno psicofísico, pero este no se desprende de la jerarquía que le ha dado origen, sino que queda enraizado en ella por ser al mismo tiempo un emergente y un aspecto del fenómeno fisiológico. La conciencia queda de esta forma encarnada y viviente como un proceso psicofísico susceptible de investigación empírica y de teorización filosófica.
La ventaja de esta fórmula del dolor es que establece en primer lugar una noción de correlación en vez de una identidad. El dolor no se toma aquí como idéntico a un proceso neurológico y con ello se evitan las dificultades de la identidad que previenen su verdadera identificación y análisis independiente. Además, en concordancia con el resto de la ciencia, no se asume un compromiso dualista más que en la metodología y no en la ontología. La fórmula indica que el dolor y el proceso nervioso se pueden estudiar con independencia, de hecho se deben conocer con herramientas y técnicas diferentes, como serían informes estandarizados y registros topográficos de actividad cerebral respectivamente, pero que los datos que proporcionen deben tener una correlación significativa. La correlación es necesaria en el sentido de que los dos eventos están ligados por necesidad y de hecho. En algún nivel de análisis los dos aspectos, el fenomenológico y el fisiológico, deben corresponder plenamente: no habría dolores descarnados ni proceso neurológico álgido sin experiencia de dolor.
Al plantear un proceso neurológico ligado a la vivencia dolorosa, un proceso que he llamado álgido, surge una cuestión clave: si bien la fórmula de correlación nos protege contra las dificultades de la reducción y las anomalías lógicas de una identidad psicofísica, no nos evita el establecer las características y mecanismos de tal proceso, antes bien nos obliga a intentarlo. En este sentido es necesario echar mano de la psicofisiología, pues los extensos conocimientos sobre los receptores, las vías y los mecanismos centrales del dolor deben constituir partes del proceso neurológico necesario, al menos para la especie humana. Esta fórmula de correlación y niveles deberá tambien proporcionar una guía en el sentido de que no sólo los aspectos de la información dolorosa deban esclarecerse en términos de sus contrapuntos nerviosos, sino tambien en el sentido de que la cualidad dolorosa, que es esencial en el caso del dolor, deba tambien estar correlacionada con los aspectos intrísnsecos y cualitativos de este proceso álgido propio del sistema nervioso y del cerebro. En este sentido deberá ser útil preguntarse cuáles son, por ejemplo, los neurotransmisores específicos involucrados en el proceso, pues de un determinado arreglo de ellos y de la naturaleza de los procesos moleculares más íntimos que entrañan deberán encontrarse correlaciones significativas con los aspectos cualitativos de la experiencia dolorosa, pues aquellos son precisamente los aspectos cualitativos del proceso nervioso.
En último término la solución o la fórmula de la correlación deberá constituir un bálsamo contra la frustración de no encontrar una solución definitiva al problema central de la conciencia dolorosa y un incentivo para solazarnos con las aproximaciones parciales y crecientes a la incógnita, como sucede con todas las empresas de la ciencia. Puede ser entonces que McGinn (1991) tenga razón y que no estemos por el momento preparados para encontrar una solución satisfactoria al problema mente-cuerpo, o en este caso específico y paradigmático, al menos una hipótesis robusta para definir la contrahaz nerviosa del dolor, pero esto no será un obstáculo para proseguir en la indagación, sino antes bien un aliciente, pues las correlaciones psicofísicas podrán ser, y lo son ya en alguna medida, explicaciones preliminares y parciales al espinoso problema de la relación entre los aspectos mas intrínsecos y cualitativos de la conciencia ejemplificados aquí por la cualidad del dolor y aquellos fenómenos neurológicos a los que deben estar necesariamente ligados.


Descanso, Denis Nuñez, óleo

Agradecimientos

He presentado las ideas principales de este escrito en varias reuniones académicas, en particular en la Asociación Psiquiátrica Mexicana por la cordial convocatoria del Dr. Juan Romero y en la Sociedad Mexicana de Estudio del Dolor en respuesta a la amable invitación del Dr. Miguel Luján.

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