viernes, 1 de abril de 2011



“La presencia 
es la única diosa que adoro"[1].
Pierre Hadot (*)

(Traducción libre de David De los Reyes)






Tomado del texto: N’Oublie pas de vivre. Goethe et la tradition des exercices spirituels.
Ed. Albin Michel. Bibliotheque Idées.  Paris. 2008.





1-      Fausto y Helena


“Entonces el espíritu no mira ni para adelante ni para atrás. El presente es solo nuestra felicidad”[2]. Cuando en la segunda parte del Fausto, el héroe  de Goethe pronuncia esas palabras, parece haber  llegado al punto más  culminante de su búsqueda de la más alta existencia[3]. Al lado de él, sobre el trono que ha hecho diseñar para ella, está sentada Helena, aquella en la que ha entrevisto la belleza espléndida en el espejo de la cocina de la bruja, aquella que, para divertir al Emperador, ha evocado en el primer acto, luego de un temeroso  viaje al reino de las Madres,  en el que  cae  perdidamente enamorado: “Penetró  hasta el fondo de mi alma la fuente de la Belleza,  como un intenso refluir de olas. A ti te consagro  toda mi fuerza, mi pasión completa,  a ti, la inclinación,  el amor, la adoración, el delirio”[4]. Es a esta Helena que él ha buscado en el segundo acto, a través de todas las formas míticas de la Grecia clásica, es  de ella de quien habla  el Centauro Quiron, con la sibila Manto, es  ella, en fin, quien en el tercer acto ha venido a refugiarse en la fortaleza medieval, Mistra quizás, en el Peloponeso,  en el que Fausto aparece como señor.
Es entonces que  se cumple el extraordinario reencuentro entre Fausto, que se le aparece bajo la forma de un caballero de la Edad Media que es, de hecho, la figura del hombre moderno, y Helena, que si  es evocada bajo la apariencia de la heroína de la guerra de Troya es, de hecho, la figura de la Belleza antigua y, finalmente, de la Belleza de la Naturaleza. Con extraordinaria maestría Goethe ha  hecho vivir esas figuras, esos símbolos, de tal manera que  el reencuentro entre Fausto y Helena está también cargado de emoción del reencuentro entre dos amantes, como también cargado de la significación histórica   del reencuentro entre dos épocas, y también cargado de sentido metafísico por el reencuentro del hombre con su destino.
La elección de la forma poética  sirve  muy hábilmente  en dibujar a la vez el diálogo de dos amantes y el reencuentro entre dos épocas históricas.   De manera que, luego del principio del tercer acto, Helena  toma la forma del discurso de la tragedia antigua  y sus palabras son rimadas por el metro yámbico, mientras que  el coro de  las cautivas troyanas le responden en estrofas y antiestrofas, desde el momento donde Helena reencuentra a Fausto y ella escucha al vigilante Linceo expresarse en una rima de dísticos, ante lo cual queda asombrada y encantada  por esa forma poética desconocida: “Una palabra toca la oreja que ha otro ha acariciado primero[5]. Y el nacimiento del amor de  Helena por Fausto va precisamente expresarse  en metros rítmicos dísticos que Fausto comenzará y Helena acabará inventando cada vez la rima. Aprendiendo esta nueva forma poética, Helena aprende con Fausto, hechizada,  el abecedario del amor, como dice Mefistófeles[6]. “Dime como expresarme también felizmente”, comienza Helena. “Es bien fácil”, responde Fausto, “tiene que empezar desde el corazón y cuando  el seno desborde de deseo, se da la vuelta y se busca…” “Quien comparte nuestra felicidad”, responde Helena. Fausto  replica: “Entonces el espíritu no  ve  ni hacia adelante ni hacia atrás. Solo el presente…” “Es nuestra felicidad”, responde  Helena. Y Fausto continúa: “Ese es el tesoro, la ganancia suprema, la posesión y la promesa. Mas la confirmación, ¿quién la da?” “Mi mano”, responde  Helena[7].  El dúo de amor se acaba provisoriamente  con el testimonio del abandono de Helena, y el juego de rimas termina en una confirmación, que no es solamente  el eco de la rima, sino también  la entrega de su mano.  Fausto y Helena se quedan quietos y se estrechan silenciosamente, mientras el coro, tomando el tono del epitalamo, describe su abrazo.
Ese diálogo de amor, que es al mismo tiempo un diálogo poético, Goethe estaba fuertemente inspirado por la  experiencia que había vivido  en 1814-1815, cuando se encontró con Marianne von Willemer, experiencia que era por sus contemporáneos ignorada. Había tenido la sorpresa, al enviar  a Marianne  von Willemer  su poemario  Diván Occidental-Oriental,  de recibir de ella otros poemas que respondían a sus poemas y que el pudo insertar en su obra. Así  hace  alusión en su  Libro de Suleika,  en el que figura en esa colección la historia  del poeta persa que inventa la rima y  que su amigo  le responde retomando sus rimas.  Deja que la situación de Fausto y Helena se deslice  en el Diván:  “Como la mirada responde a la mirada y la rima a la rima”[8]
Este diálogo de amor, junto al ritmo de sus versos, se reanuda  entre Fausto y Helena, y nos lleva a vivir un instante de tal intensidad, de tal pregnancia, que el tiempo y el drama parece detenerse. Helena dice: “Me siento tan lejos y tan cerca que no puedo sino repetir  con felicidad: estoy aquí, aquí”. Y Fausto: “Yo respiro apenas, mi voz tiembla y se excita. Es un sueño, el tiempo y el lugar se desvanecen”.  Helena retorna: “Me parece como si mi vida estuviera lejos de mí, por tanto me siento tan nueva, tan apegada a ti, me confío a lo desconocido”. “No pienses en tu destino”, responde Fausto, “igual si es el más   único de todos. Esta ahí, es un deber, y no será  más que un instante”[9]. Se nota aquí el juego sutíl que se instaura entre la imagen, la ficción dramática y la realidad. El drama parece detenerse. Pensamos  que Helena y Fausto no tienen más nada que desear, por estar plenos por su mutua presencia. Sueña en la Elegía de Marienbad: “No tienes más voz, ni esperanza, ni deseo, tu has alcanzado el fin de tu más íntima inspiración”[10].
Pero Mefistófeles, que aparece en el segundo acto, y para adaptarse al mundo griego, usa la máscara monstruosa de un  Porkias, va a romper ese momento perfecto al anunciar la cercana amenaza de las tropas de Menelao, y Fausto le reprochará  esa intervención intempestiva. El instante maravilloso se ha desvanecido, pero las disposiciones de Fausto y de  Helena van aún a  reflejarse en la descripción de la Arcadia ideal, en la cual Fausto  y Helena evocan a Euforion, el genio de la poesía.
El dialogo  que hemos citado se puede comprender de varias maneras. Es, en principio, el diálogo  de dos amantes, parecido al de todos los amantes. Fausto y Helena son dos amantes absorbidos por la viva presencia del ser amado, olvidando todo, tanto el pasado como el porvenir,  fuera de esa presencia. El exceso de felicidad les da una impresión  de irrealidad, de sueño, el tiempo y el lugar se desvanece.
Pero en un segundo nivel de interpretación, en el diálogo entre Fausto y  Helena, representan figuras simbólicas, la del hombre moderno, en su esfuerzo sin fin, y la de la belleza antigua, en su clara presencia, reunidas milagrosamente por la magia de la poesía que  abole los siglos. En ese diálogo, el hombre moderno busca  hacer olvidar a Helena su pasado, para así permanecer en el instante presente que ella no puede comprender. Se siente lejana y próxima, abandonada por la vida, y por tanto, renaciente, viva con Fausto, apegada a él, confiándose a  lo desconocido. Y Fausto le pide que no reflexione acerca de su extraño destino, pero que acepte la nueva existencia que le ha ofrecido. En ese diálogo entre las dos figuras simbólicas, como bien lo ha señalado Dorothea Lohmeyere[11], Helena se “moderniza”, si eso se puede decir, adoptando la rima, símbolo de la interioridad moderna, dudando y reflexionando sobre su destino, y Fausto se vuelve “antiguo”; habla del hombre antiguo, cuando invita a Helena a concentrar su atención sobre el instante presente y no perder ese instante en un reflexión vacilante sobre el pasado y el futuro.
En efecto, para Goethe,  eso era precisamente la característica de la vida y del arte antiguo: saber vivir en el presente, conocer eso que llama, como veremos, “la salud del momento”. Como lo ha dicho Siefried Morenz[12]: “Esta naturaleza particular de la Grecia, nadie la caracteriza mejor que Goethe (…) en la ocasión del diálogo entre Fausto y Helena, cuando el alemán enseña el arte de la rima a la heroína griega: Entonces es cuando el espíritu no mira ni al pasado ni al futuro. El presente es únicamente nuestra felicidad”.
Y precisamente si Fausto habla a Helena del hombre antiguo, es que la presencia de ella, es decir, la presencia de la belleza, le abre la presencia de la Naturaleza: para Goethe, Antigüedad y Naturaleza van juntas. Es por lo que el diálogo entre Fausto y Helena puede comprenderse en un tercer nivel. El reencuentro con Helena, es el reencuentro con la Belleza, el encuentro con la presencia de la Naturaleza, el reencuentro también con la Antigüedad, del antiguo arte de vivir. Fausto, el nihilista que apuesta con Mefistófeles, que nunca detenga al tiempo dirá: “¡Permanece, eres tan bello!”, la antigua y noble Helena, luego la humilde Gretchen, revela el esplendor del ser, es decir, del instante presente, y le invita a decir al instante, al mundo, a él mismo.






2.- El presente, lo trivial y lo ideal

Para Goethe, lo hemos dicho, los antiguos sabios viven en el presente, en la “salud del momento”, en lugar de perderse, como los Modernos, en la nostalgia del pasado y del futuro. En una carta a Zelter[13], que data de 1829, desarrolla esa idea, con toda la claridad deseable. Al principio lamenta la ausencia presente del destinatario de la carta, su amigo el músico Zelter. Y realiza una meditación sobre el presente y la presencia, los dos conceptos: actualidad temporal y proximidad espacial, siendo expresados por la misma palabra Gegenwart en alemán:

“La presencia tiene algo de absurda: imaginamos que es esto: se ve, se siente. Se tiene ahí. Pero del beneficio que podemos obtener en tales instantes, no se tiene consciencia. Queremos expresar lo anterior de la manera siguiente. La ausencia es una persona ideal, mientras que las personas que están aquí, presentes, aparecen los unos con los otros como un hecho trivial. Es totalmente bizarro que, por la realidad del presente, el ideal sea casi suprimido. De ahí viene probablemente la razón por la cual su ideal no aparece en los Modernos sino como nostalgia”.

En las líneas que siguen, Goethe hace alusión a la  nueva “manera de vivir” que ha llegado a ser general. En ese año de 1829, escribe que  los “Modernos” son los Románticos,  cuya visión del mundo triunfa en toda Europa. La nostalgia está de moda, nostalgia por estar ausente, lejos, inaccesible, nostalgia por el pasado y por el futuro, o por otro mundo, otra vida que estaría más allá. Esa nostalgia de lo “ideal”  se acompaña de una depreciación de lo real, de lo cotidiano, del presente, que es considerado por los Románticos como trivial, lo cual Goethe rechaza completamente.
No es que Goethe ignore que los instantes presentes de la vida cotidiana  no pudiesen hundirnos  en eso que llama das Gemeine[14], término que puede significar en sus escritos, según el contexto, lo trivial, lo común, lo ordinario, lo banal, lo maquinal, lo vulgar, lo mediocre, el lugar común. A los ojos de Goethe, el gran peligro que amenaza al hombre, es no poderse elevar por encima de lo trivial y de lo común. En un poema en honor a Schiller hace alusión a la elevación del alma del poeta  más allá de la mediocridad:

Sin embargo su espíritu progresaba a grandes pasos
En el mundo eterno de lo verdadero, del bien, de lo bello,
Y, detrás de él, en una apariencia sin consciencia,
Permanecía eso del cual todos somos esclavos, lo trivial[15].

O aún, en los Años de Viaje, él evoca al hombre que se eleva a su más alta cima y que puede mantenerse en esa altura “sin ser sumergido en lo común por orgullo o por egoísmo[16].
Podríamos decir quizás que, para Goethe, das Gemeine, es eso que no deja esclarecerse por la Idea, ya sea la Idea inmanente en las leyes de la Naturaleza o de la Idea inmanente en las leyes morales[17]. La vida vulgar y trivial es una vida sin ideal, una rutina dominada por la costumbre,  las preocupaciones[18], los intereses egoístas, que nos ocultan el esplendor de la existencia. Para liberarse de lo trivial y de lo común, no hay que hacer, según Goethe, sino como los románticos, que se evaden del presente para refugiarse en el ideal o en el pasado o el futuro, pero hay, al contrario, que reconocer que cada instante presente no es trivial, que es necesario descubrir su riqueza y su valor, de detectar en él la presencia de lo ideal, ya que por estar ricamente impregnado por la intensidad de la experiencia del presente es que se hace vivo, sea porque en ello puede darse un valor moral, respondiendo a las exigencias del deber, sea porque la poesía y el arte llegan a idealizarlo. Es únicamente gracias a esta toma de consciencia del valor del presente  que la vida reencuentra su dignidad y su nobleza. Es esta visión de lo ideal en lo real[19] que Goethe encuentra en los cuadros de Claude Lorrain, pero sobre todo en el arte antiguo: lo real, para los Antiguos era de cualquier manera una “realidad idealizada”[20].
En la carta a Zelter en octubre de 1829, que ya hemos citado, Goethe evoca brevemente las copias, ejecutadas por el pintor F.W. Ternite, de las pinturas murales Herculanas y de Pompeya, que se reducen al tema de la presencia y de lo presente, que son a la vez actualidad temporal y coexistencia en el universo, dos conceptos que evocaba para él, lo hemos dicho, la misma palabra alemán Gegenwart:


Ahí se encuentra eso que hay de más maravilloso en la Antigüedad para aquellos que pueden ver, con sus ojos: la salud del momento y todo su valor. Porque esas pinturas, enterradas por una terrible catástrofe, son aún tan frescas casi después de dos mil  años, tan bellas, tan agradables al momento de la felicidad y del bienestar que preceden a su terrible entierro. Si se pregunta por lo que  ellas representan, se estará obligado a avergonzarse al responder. Por el momento diré esto: esas figuras nos dan ese sentimiento, el instante debía ser impregnante, suficiente por él mismo, para poder devenir en una digna separación  de lo temporal y de lo eterno[21]


Las obras de arte antiguo revelan de esta manera a Goethe dos aspectos de la actitud del alma antigua respecto a la mirada del presente. En principio, el principio del “instante impregnate”, decisivo, de eso que los griegos llamaban el kairos, el momento que hay que tomar y representar para hacer ver en él el pasado y el futuro, como  lo hace el escultor de la “tumba de la bailarina”, la cual habla Goethe en una carta a Sickler[22]:


La maravillosa flexibilidad con la cual la bailarina pasa de una figura a otra, y que provoca nuestra admiración ante tales artistas, es de esta manera fijado por un  momento de azar que, en ese instante, viajamos al mismo tiempo al pasado, al presente y  al porvenir, y somos así transportados en un estado supraterrenal.


Y a  propósito de la representación del momento en el Laoconte, Goethe anota[23]:

Si una obra plástica quiere realmente captar al ojo, hay que escoger el momento de transición: poco antes, ninguna parte del todo no se encuentra en esa posición; poco después, cada parte debe haber sido obligada a quitarse de esa posición. Es así que la obra será siempre vivamente nueva ante millones de espectadores.

Esa elección del momento preciso, en las obras del arte antiguo, supone, de una manera general, una atención aguda del instante presente y su significación,  en el rol del juego, de desenvolvimiento de los eventos  en el desarrollo de los procesos[24].
Pero la obra de arte antigua revelaba también a Goethe otro aspecto del presente. No se trata únicamente de la percepción del momento decisivo y del instante presente, es también un sentido profundo del valor de la vida, de la “presencia” viviente de los seres y de las cosas, un regalo poético que sabe tomar lo ideal en la simple realidad. Es eso que Goethe había constatado durante su viaje a Italia, al mirar las estelas funerarias de Verona:

El viento que sopla sobre las tumbas antiguas está cargado de perfumes como si pasara por sobre una colina de rosas. Las tumbas conmueven, hablan al corazón y representan siempre la vida. He ahí un hombre que, cerca de su mujer, se miran con  una naturalidad indecible. He aquí una pareja que se toma de manos.  He aquí a un padre sobre el lecho del  reposo pareciera estar divertido por su familia. La “presencia” inmediata de esas piedras me conmueven fuertemente. Son de una época decadente, pero simples, naturales y, por lo general, amables. Aquí ningún hombre de armadura, de rodillas, espera una gloriosa resurrección. El artista ha representado, con más o menos habilidad, la siempre “presencia” de los hombres y, por ello mismo, ha prolongado su existencia, la ha vuelto permanente. No se juntan para rezar las manos, no miran al cielo, sino están aquí abajo, siendo lo que eran y lo que son. En conjunto se interesan los unos por los otros, se aman, y eso está expresado en las piedras, igual con una cierta torpeza de oficio, de una manera deliciosa.


Para expresar esa “salud” con la cual los poetas y los artistas de la Antigüedad describían las cosas, Goethe tiene una fórmula feliz: ellos representaban la existencia, mientras que los Modernos no se interesan sino en el efecto que produce su descripción:

En lo que concierne a Homero, parece como si un velo hubiera caído de los ojos. Sentimos que sus descripciones, sus imágenes como poéticas, etc., por tanto, ellas son inauditamente naturales, pero dibujadas, es verdad,  con una pureza y una profundidad  que nos atemorizan. Igual las invenciones más extrañas tienen una naturalidad que no he sentido nunca sino en la proximidad de los objetos descritos. Permítase expresar brevemente mis pensamientos. Los Antiguos representaron la existencia, nosotros los Modernos, representamos hábilmente el efecto; ellos pintaron el terror, nosotros pintamos terriblemente; ellos describían lo agradable, nosotros  describimos agradablemente, etc. (…). De ahí vienen todas las exageraciones, todos los manierismos, toda la falsa gracia, todo lo inflado. Cuando se trabaja el efecto y por el efecto, no se piensa jamás  hacerlo también sensible. Esto que digo no es nada nuevo, lo he sentido muy vivamente  en una nueva ocasión. Ahora que todas esas costas y estos promontorios, esos golfos y esas bahías, esas islas y esos istmos, esas rocas y esas playas de arena, esas colinas tupidas, esas dulces praderas, esos campos fértiles, esos jardines alineados, esos árboles cuidados, esos racimos de uvas cargados, esas montañas de nubes y esos llanos siempre serenos, esas trampas, esos bancos de rocas, y el mar que envuelve a todas las cosas con tanta variedad y  diversidad están presentes en mi espíritu, la Odisea es, en fin para mí, una palabra que vive[25]


Representación del Fausto de Goethe dirigida por 
Edwin Cedeño (Panamá.2006).



3.- Idílica Arcadia

A aquella que ha invitado a reconocer en el presente “la única felicidad”, Fausto le propone regresar a su patria, al país donde ella nació:

Cuando,  al murmullo de las aguas del Eurotas[26]
Ella salió radiante de su concha[27].

En efecto, es con el río Eurotas que Zeus, bajo la forma de un cisne, se une con Leda, que pone un huevo de donde sale Helena. Ese lugar es la Arcadia, símbolo, para Goethe, de la libertad y de la alegría de la naturaleza primitiva, de la edad de oro[28], en el cual aparece naturalmente Helena nacida divina: ella encuentra al mismo tiempo su enraizamiento  en la realidad y en la salud de la vida en el presente:

Tal es el destino donde, tu y yo, hemos llegado
A dejar el pasado detrás nuestro
Oh! Siente bien que has nacido del Dios supremo
Es únicamente al primer mundo (es decir, la edad de oro), que tu perteneces[29]

Desde sus cimas alumbradas hasta las praderas verdes de los valles, toda la Arcadia, descrita por Fausto, está llena de una vida harmoniosa y pura. De sus habitantes, de quienes no se sabe si son hombres o dioses, podemos decir:

Aquí el bienestar se obtiene al nacer
El jugar está sonriendo como la boca
Cada uno, a su placer, es inmortal
Todos son felices y santos[30].

Es bajo la atmósfera de esta idílica Arcadia, de esa edad de oro, que Goethe imagina la vida antigua, en esa pintura de la libertad de la Arcadia, que es también la descripción de un estado interior, el cual nos permite entrever una de las direcciones en las que se orienta la afirmación goetheana del valor del instante presente en el mundo antiguo.
De una manera general, esa representación idílica de la Grecia antigua, teñida de nostalgia por las divinidades paganas, estaba de moda en la época de  la juventud de Goethe. Los “Dioses de Grecia” que canta Schiller, exigían a los hombres que fueran alegres:

Una sombra grávida y un triste renunciamiento fueron desterrados de vuestro culto sereno. Todos los corazones  debían latir en la felicidad. Porque el ser feliz era vuestro aliado. Nada era sagrado sino la Belleza[31].

Para Schiller y Hölderlin, el drama del mundo moderno, ese en que “los dioses han partido y todo lo que era bello, todo eso que era noble, se lo han llevado con ellos[32]”. Y Hölderlin profetiza:

Un día, sin embargo, atenta de su sueño ansioso, el alma humana surgirá, joven y alegre, y el bendito aliento del amor, como en los hijos felices de los Helenos, soplará sobre las frentes más libres (…) y el espíritu de la naturaleza regresará a nosotros desde lejos donde él se perpetua, nos aparecerá como un dios posado dentro de sus nubes de oro[33].

Esta idealización de Grecia, que hemos podido observar en Goethe, Schiller y Hölderlin, la obra del gran J. Winckelman ha contribuido fuertemente. El ensayo que Goethe consagró a Winckelmann, respecto a ello, es extremadamente revelador. Winckelmann mismo se convierte a sus ojos en un hombre antiguo y un pagano. Es decir, un hombre feliz, saludable, viviendo en el presente, que opone la figura serena a la inquietud mal habida y cristiana de los Románticos. Mientras que el hombre moderno se lanza casi constantemente al infinito.
Los Antiguos, sin grandes rodeos, inmediatamente sentían que su único bienestar se encontraba en el interior de los deliciosos límites de la belleza del mundo. En ellos permanecieron, a ellos se dedicaron, encontraron  el espacio de su actividad, ahí su pasión encontró su objeto y su alimento[34].
Lo que hace la grandeza de la poesía y de la historia de la antigüedad, lo que hace colocar en escena personajes  que tienen un intenso interés sobre las realidades más próximas a ellos, su yo, su patria, la vida de sus conciudadanos, es decir, “que ellos actúan sobre el presente”. Es por lo que no era difícil al creador, que estaba en las mismas disposiciones, de eternizar tal presente:

Lo único que tenía valor para ellos, era eso que llegaba efectivamente, de la misma manera que para nostros, sólo parecía tener valoreso que es pensado o sentido (…) Ellos se atenían a lo que les era próximo, verdadero, real,  igual que su imaginación tenía  hueso y médula[35]!

Goethe, continuamente, al  hacer el retrato de Winckelmann, el espíritu antiguo y el espíritu pagano, están íntimamente unidos. Sus trazos comunes son la confianza de sí, la acción en el presente, la admiración de los dioses como  obras de arte, la sumisión al destino superior.
Es lo propio del hombre antiguo de regocijarse espontáneamente, inconscientemente de su propia existencia, sin pasar, como lo hacen los Modernos, por el rodeo de la reflexión y del lenguaje. Tal es, precisamente, a los ojos de Goethe, la salud antigua. Sería de buena gana el aceptar considerar, como Plotino[36], que la salud es inconsciente, porque ella es conforme a la naturaleza, y la conciencia corresponde a un estado  confuso, a un estado de enfermedad: más una actividad es pura e intensa, menos consciente se está de ella.






4.- ¿Salud inconsciente o serenidad conquistada?

Como lo ha señalado con razón Klaus Schneider[37], “la definición de la esencia del helenismo, es decir, para Winckelman, del ser humano ideal o de la perfección divina, como noble simplicidad y majestuosa calma, es tomada  de la interpretación de las obras del arte plástico”, en especial aquellas del siglo IV  a. de n.e., que había propuesto el célebre arqueólogo[38], pero no tiene en cuenta las obras literarias de la antigüedad. Tambien fue criticado en su momento esa representación idílica de la vida griega imaginada por Winckelmann y Goethe. Ya en 1817, el gran filósofo alemán August Boeckh escribía: “Los griegos eran más desgraciados de lo que uno cree[39]”. Schopenhauer, en El Mundo como Voluntad y Representación, cita textos líricos y trágicos, que revelan el profundo pesimismo griego:

El más envidiable de todos los bienes sobre la tierra es no haber nacido y jamás haber visto los rayos ardientes del sol; si se nace, traspasemos lo más pronto las puertas del Hades y reposar bajo un espeso manto de tierra[40].

Pero sobre todo es Jakob Burckhardt y, seguidamente, Nietzsche quienes han criticado vigorosamente las ideas de Winckelmann y de Goethe a lo largo del siglo XIX.
Es verdad que esta representación idílica de la alegría espontánea y la idea de salud  griega, no corresponde apenas, de hecho, a la realidad histórica. El hombre antiguo era también inquieto, también angustiado como el hombre moderno. Como nosotros, cargan el fardo del pasado, las inquietudes y las esperanzas del futuro, el temor de la muerte. Hesíodo evoca las “tristes preocupaciones[41], que torturan al hombre luego que Pandora, al abrir la caja de los males, cubrió a la Esperanza. El conjunto del género humano, en su estado actual: la raza de hierro, está “en el día, fatigado y miserable, y en la noche tiene las duras angustias (merinnas), enviadas por los dioses[42]”. Los líricos y los trágicos le hacen eco: “No hay ningún hombre feliz. Todos los hombres que ven el sol, el dolor les apunta[43]”. “He ahí, raza de mortales, que vuestra vida es igual a la nada[44]!”


Goethe admiraba la “salud del momento” en las pinturas de Pompeya y de  Herculano. Es en esa época que Horacio habla de “negras preocupaciones” pasea inexorablemente detrás del caballero, y que Lucrecio denuncia la inquietud interior de los hombres:

Si los hombres pudieran, así como se ve que sienten el peso que su espíritu soporta, que con pesadumbre les fatiga, saber asimismo por qué causa ello sucede, y de donde proviene esa a manera de mole enorme puesta sobre sus pechos, no pasarían la vida como los demás suelen ver el presente, donde cada quien no sabe  lo que quiere para sí y busca continuamente cómo mudar de vivienda, como para poder depositar la carga (…) De este modo huye cada quien de sí mismo (…) y por tanto se aborrece, porque el enfermo no conoce la causa de su enfermedad[45].

Mucho antes  del análisis pascaliano sobre el aburrimiento, los antiguos habían sentido ese vacío interior, ese odio de sí, esa angustia de estar solo consigo mismo, que caracteriza al ser humano. Séneca ha escrito una página extraordinaria en la cual analiza  esas enfermedades del alma[46],  las cuales son “el odio a sí mismo”, “la voluntad que se experimenta al atormentarse y nos hace sufrir”, “el  remolino del alma que no se detiene en nada”, “el degusto de la vida y del universo”[47].
Se puede, por otra parte, pensar que Goethe conocía muy bien la literatura antigua como para ignorar que la preocupación y la angustia, que son de alguna manera las cosas de la vida humana, era desde entonces el sino de los hombres. Pero él consideraba que la serenidad antigua era tan fuerte que “en los instantes más altos del placer, como también en los momentos más graves del sacrificio, en la misma destrucción, los Antiguos conservaban una indestructible salud. Podríamos creer así que esa serenidad era de ellos mismos, propia del temperamento griego. Mas, eso que Nietzsche bien entrevió, es que esa serenidad era adquirida y no primitiva, que era el resultado de un inmenso esfuerzo de voluntad: para él se trataba de una voluntad estética que lanzaba contra los horrores de la existencia el velo deslumbrante de la creación artística[48]. Pero sobretodo, la existencia en la Antigüedad de una voluntad filosófica para encontrar la paz del alma por medio de la transformación de sí y de la mirada dirigida sobre el mundo.






5.- La experiencia filosófica del presente

Esta voluntad filosófica se encontraba ya en el periodo arcaico. Cuando uno de los siete sabios, Pitako, declara que la mejor de las cosas es  “bien hacer el presente”[49], es decir, de concentrar la acción en el presente –lo cual supone no dejarse distraer por el pasado y el futuro-,  se trata de un consejo, y es una regla de conducta que es propuesta.
Al siglo V a. de n.e., en el movimiento sofista que propone a los jóvenes de Atenas una formación para la vida política, podemos observar  que, por ejemplo, Antífones el Sofista critica sus contemporáneos, reprochándoles, si esto se puede decir,  de tomar a la presa por su sombra, en no vivir en el presente, la única realidad:

Hay personas que no viven en el presente: es como si sólo se prepararan y consagraran con todo su ardor, a vivir en no se sabe qué otra vida, pero para ésta,  y mientras la viven, el tiempo se va y es perdido. No podemos volver a jugar la vida como un dado que se relanza[50].

Se decía que uno de los discípulos de Sócrates, Aristipo[51], “sabía manejar bien la situación presente”, es decir, disfrutar los bienes presentes sin buscar atender las cosas ausentes o inaccesibles, y consideraba que no había otra felicidad que en el instante presente[52]. Tal actitud provocaba admiración, lo cual nos muestra muy bien que no correspondía a un comportamiento general y espontáneo, sino todo lo contrario, era el resultado de una voluntad filosófica consciente y deliberada de adaptarse a la realidad tal como se le presentaba.
A pesar de la profunda diferencia entre las doctrinas epicúrea y estoica, podemos detectar, subyacente en ambas, una gran analogía en la experiencia del presente. Ella puede definirse de la forma siguiente: epicureísmo y estoicismo privilegian el presente, en detrimento del pasado y sobretodo del futuro; ambas escuelas poseen un principio común que  la felicidad debe encontrarse sólo en el presente, que un instante de felicidad equivale a una eternidad de felicidad y que la felicidad puede y debe ser encontrada inmediatamente, rápidamente, sobre la tierra. Epicureísmo y estoicismo  invitan a replantear el instante presente en la perspectiva del cosmos y a reconocer un valor infinito hasta en el menor momento de la existencia.
El epicureísmo es ante todo una terapia de la angustia. Los hombres están aterrados porque creen que los dioses se ocupan de los hombres y que ellos les reservan castigos después de la muerte. Los hombres están trastornados por el temor de la muerte, devorados por las preocupaciones y las penas que generan los deseos insatisfechos. Y, para algunos, hay esa inquietud moral que provoca el escrúpulo de actuar con perfecta pureza de intención. La práctica del epicureísmo libera a los hombres de esos múltiples tormentos. Los dioses viven para ellos mismos en una perfecta tranquilidad, sin estar atormentados por la preocupación de producir el universo o  de gobernarlo, porque esto aquí es el resultado mecánico de un reencuentro de átomos que existen eternamente; ello no amenaza sino a los hombres. El alma  no sobrevive al cuerpo, y la muerte no es para nada un evento de la vida, por lo tanto no es nada para el hombre. Los deseos no nos molestan sino que son artificiales e inútiles: hay que desechar los deseos que no son naturales ni necesarios, satisfacer  prudentemente los deseos que son naturales, pero no necesarios, satisfacer ante todo los deseos que son indispensables para la sobrevivencia. En cuanto a la inquietud moral, ella será totalmente calma, al no dudar, al reconocer que el hombre, como todo ser viviente, está siempre guiado por el placer. Si buscamos la sabiduría, es simplemente porque ella aporta la paz del alma, es decir, finalmente un estado placentero. Y precisamente el epicureísmo propone una sabiduría, una sabiduría que conduce a detener, a suprimir la inquietud, una sabiduría que por otra parte no tiene sino la apariencia de la facilidad, pero hay que renunciar a  muchas de las cosas para no desear aquello que se tiene la certeza de obtenerlo para someter sus deseos al juicio de la razón.  Se trata, en efecto, de una transformación total de la vida. O, uno de los principales aspectos de esa transformación, es el cambio de actitud ante la mirada del tiempo.
Para los epicúreos los insensatos, es decir, la mayoría de los hombres, están roídos por los deseos insaciables que traen la riqueza, la gloria, el poder, los placeres desordenados de la carne[53]. Eso que caracteriza a todos los deseos es  no poder ser satisfechos en el presente. Es por lo que los epicúreos dicen que “los insensatos viven sólo para atender los bienes futuros. Sabiendo que son inciertos, los hombres son consumidos de ansiedad y de temor. Y, más tarde –el peor de sus tormentos- perciben que son  inútiles sus pasiones por el dinero o por el poder y la gloria. No han desistido de obtener el placer de todas las cosas porque habían inflado las esperanzas de conquistarlas gracias a penosos trabajos[54]”. “La vida del insensato es ingrata e inquieta”, dice una sentencia epicúrea, “se precipita completamente sobre el futuro”[55].
La sabiduría epicúrea propone, por tanto, una transformación radical de la actitud humana a la mirada del tiempo, transformación que debe ser efectiva  en cada instante de la vida. Hay que saber disfrutar del placer presente sin dejarse desviar por el placer, evitando pensar en el pasado si es desagradable, o al futuro en la medida donde nos provoque temor o esperanzas desordenadas. Sólo el pensamiento de lo agradable, del placer, pasado o futuro, es admitido en el momento presente, sobre todo cuando se trata de compensar un dolor  presente. Esta transformación supone una cierta concepción del placer según la cual la calidad del placer no depende ni de la cantidad de deseos que se han satisfechos ni  de la duración mientras se disfrutan.
La calidad del placer no depende de la cantidad de deseos satisfechos. El mejor y más intenso placer es aquél que menos se mezcla con la inquietud y que procura la mayor paz del alma. Esto será procurado, por lo tanto, por la satisfacción de los deseos naturales y necesarios, de los deseos esenciales, necesarios para la conservación  dela existencia. Esos deseos pueden ser fácilmente satisfechos sin que haya necesidad de esperar al futuro, sin que dejarse a la incertidumbre y a la inquietud de una larga espera. “Gracias al regresar al bienestar Natural”, dice una sentencia epicúrea,  “que hace que las cosas necesarias sean fáciles de obtener y que las cosas difíciles de obtener no sean necesarias”. Eso es lo que hace enfermar al alma: pasión humana, deseo de riqueza o de poder o de depravación, que obliga pensar en el pasado y al futuro. Pero el placer más puro, más intenso quizás lo encontramos fácilmente en el presente.
El placer no depende  sólo de la cantidad de deseos satisfechos y, sobre todo, tampoco de su duración. No tiene que ser necesariamente prolongado para ser absolutamente perfecto. Un tiempo infinito no  puede hacernos disfrutar un placer más grande sino aquel que nos  hace degustar el tiempo que  queramos limitar”[56].
Eso pareciera ser una paradoja. Se funda, en principio, sobre una representación teórica. El placer es pensado por los epicúreos como una realidad en sí  que no se sitúa en la categoría del tiempo. Aristóteles había ya dicho que el placer es completo, total en cada momento de su duración, y su prolongación no cambia su esencia[57]. A esta representación teórica se adhiere, en los epicúreos, una actitud práctica. Al limitarse a sí mismo lo que asegura la paz del alma, el placer que se atiende al grado que no puede sobrepasarse, y que es imposible aumentarlo por su duración. El placer está totalmente en el instante presente, y no se tiene necesidad de esperar que aumente en un futuro.
Se podría resumir todo eso que  queremos decir en un verso de Horacio: “Que el alma encuentra su alegría en el presente y toma el odio del futuro”[58].  El espíritu feliz no mira para nada al futuro.  Se puede ser feliz en lo inmediato si limitamos razonablemente los deseos.
No solamente se puede sino que se debe. Sí, la felicidad debe encontrarse inmediatamente, aquí y ahora, en el presente. En lugar de reflexionar sobre el conjunto de nuestra vida, de calcular esperanzas e incertidumbres, hay que tomar la felicidad en el instante presente. Hay urgencia: “No se nace sino una sola vez”, dice una sentencia epicúrea, “dos veces no está permitido. Por tanto es necesario que no seamos para toda la eternidad, sino tú, elogia la mañana de alegría. La vida, por tanto, se consume en vano en esos momentos y cada uno muere sin haber  degustado la paz[59]”. “Mientras nosotros hablamos”, dice Horacio, “el tiempo celoso a huido. Disfruta el momento (carpe diem), sin agarrarte del mañana[60]”.
Ese carpe diem de Horacio no es como se le representa frecuentemente, un consejo para disfrutar, es al contrario, una invitación a la conversión, es decir, a tomar consciencia de la vanidad de los deseos superfluos y sin límites, una toma de consciencia también de la inminencia de la muerte, de la unicidad de la vida, de la unicidad del instante. Desde esta perspectiva, cada instante aparece como un don maravilloso que llenas de gratitud a aquél que lo recibe: “Persuádete”, dice Horacio”, que cada día nuevo que comienza sea para ti el último. Entonces, es con gratitud que recibirás cada hora inesperada”.
Gratitud, asombrarse, habíamos encontrado ya esos sentimientos en los epicúreos, a propósito de la milagrosa coincidencia entre los deseos de estar vivo y las facilidades que nos procura la Naturaleza. El secreto de la alegría epicúrea, de la serenidad epicúrea, es vivir cada instante como si fuera el último, pero también, como si fuera el primero. Encontramos el maravilloso reconocimiento de recibir al instante como si fuera inesperado de acogerlo, como si fuese enteramente nuevo:

Si el mundo entero, dice Lucrecio[61], hoy por primera vez, apareciera a los mortales, si bruscamente, de improvisto, surgiese a sus miradas, podríamos citar lo maravilloso que es ese conjunto y que la imaginación de los hombres fueron menos osados al concebir la existencia?


El secreto de la alegría, de la serenidad epicúrea, es finalmente la experiencia del placer infinito que da la consciencia de existir sentido en cada un instante. Para mostrar  que un solo instante de existencia es suficiente para darnos ese placer infinito, los epicúreos se ejercitaban en decirse cada día: he tenido todo el placer que podía esperar. “Helo ahí”, dice Horacio[62], “pasará su vida perfeccionándose a sí mismo y gozosamente dirá, día tras día: he vivido”. Podemos notar aún aquí el pensamiento epicúreo de la muerte. Dite cada noche: “he vivido”, es decir, mi vida está cumplida, es el mismo ejercicio que consiste en decir: hoy será el último día de mi vida. Pero precisamente es ese ejercicio de toma de consciencia de la finitud de la vida, que revela el valor infinito del placer de existir en el instante. En la perspectiva de la muerte, el hecho de existir no sería sino un instante, reviste bruscamente un valor infinito y da un placer de una intensidad infinita. Se pude decir sin  ningún problema: mi vida está cumplida,  por el hecho de tomar consciencia de que  todo ha sido en el instante de la existencia.
Todo eso debe, por otra parte, sustituirse en el cuadro  de una visión general del universo. Gracias a la doctrina de Epicuro, que explica el origen del universo por la  caída de los átomos en el vacío, a los ojos del filósofo, como lo ha dicho Lucrecio[63], las murallas del mundo se  apartan, todas las cosas aparecen en el vacío inmenso, en la inmensidad del todo. Como Metrodoro[64], el  epicúreo puede exclamar: "Recuérdate que naces mortal, con una vida limitada, tú te elevas por el pensamiento natural hasta  lo eterno y lo infinito de las cosas y tú has visto todo eso que ha sido y todo lo que será”.
Encontramos aquí el contraste entre el tiempo finito y el tiempo infinito. En el tiempo finito el sabio agarra todo eso que se desarrolla en el tiempo infinito, más exactamente, como lo ha dicho León Robit, al comentar  a Lucrecio: “El sabio se place en la inmutabilidad, independencia del tiempo, de la eterna Naturaleza[65]. El sabio epicúreo percibe así, en esa consciencia del existir, la totalidad del cosmos. La Naturaleza, de cualquier manera, le da todo en el instante.
En el estoicismo, el momento de concentración sobre el presente es aún más acentuado, como aparece claramente en este pensamiento de Marco Aurelio[66]:

He aquí eso que te es suficiente:
El juicio que  tienes en este momento  de llevarlo sobre la realidad es condición para que sea objetivo,
la acción que  está por hacer en este momento,  es condición para que ella se cumpla al servicio de la comunidad humana, la disposición interior en la cual te encuentras en este momento mismo, es la condición para que ella sea una disposición de gozo ante el conjunto de eventos que produce la causalidad exterior.

Marco Aurelio se ejercita en concentrar su atención sobre el momento presente, es decir, sobre eso que  está pensando, de hacer y de examinar en el momento mismo. “Es suficiente”, se dice a sí mismo, y la expresión tiene un doble sentido: esto es suficiente para ocuparte, no tienes necesidad de pensar otra cosa; ello es suficiente para  volverse feliz, no hay que buscar ninguna otra cosa. Es el ejercicio espiritual que  él se dice a sí mismo: “Delimitar el presente”[67]. Delimitar el presente es retirar nuestra atención del pasado o del futuro para concentrarnos en eso que estamos por hacer.
El presente del que habla  Marco Aurelio es un presente que está definido por lo vivido por la consciencia humana: representa una cierta espesura del tiempo, un espesor que corresponde a la atención de la conciencia vivida[68]. Es ese presente vivido, relativo a la conciencia, que está en cuestión cuando Marco Aurelio aconseja “delimitar el presente”. El punto es importante: el presente es definido por relación al pensamiento y a la acción del hombre que compromete toda su personalidad.
El  presente es suficiente para nuestra felicidad porque el solo  es la única cosa que tenemos nosotros, que depende de nosotros. A los ojos de los estoicos, en efecto, es esencial saber distinguir  entre lo que depende de nosotros y lo que no. El pasado no depende de nosotros porque  está fijo definitivamente, y el futuro tampoco porque no es aún. Sólo el presente depende de nosotros; porque depende de nuestra voluntad  es por lo que puede ser bueno o malo. El pasado y el futuro, por no depender ya de nosotros, porque no están en el orden del bien o del mal moral, volvemos nuestro ser indiferente. Inútil es molestarse por eso que  no es más o eso que no será quizás nunca.
Ese ejercicio de delimitación del presente, Marco Aurelio lo describe también de la manera siguiente[69]:

Si te separas de ti mismo, es decir, de tu pensamiento (…) todo lo que has hecho o dicho en el pasado y todas las cosas que te molestan, porque están por venir, si  te separas del tiempo que está más allá  del presente y ese que ha pasado (…) y si  te ejercitas en vivir la vida que tu vives, es decir, el presente,  podrás pasar todo el tiempo  que te queda hasta la muerte con calma, benevolencia y serenidad…

De la misma manera, Séneca describe ese ejercicio en estos términos[70]:

Hay que separar dos cosas: el temor del futuro y el recuerdo de las dificultades anteriores: eso no me concierne más, eso no me concierne aún. El sabio  goza del presente sin depender  del futuro. Liberado de las pesadas preocupaciones que  torturan al alma, el no espera nada, no desea nada, no se tira a lo incierto, porque se contenta con lo que tiene (es decir, el presente, la única cosa que tenemos). Y no creo que se contente con poco, porque eso que  tiene (el presente) son todas las cosas[71]

Asistimos aquí a la misma transfiguración del presente que habíamos encontrado en el epicureísmo. Para los estoicos, en el presente, tenemos todo, el presente es sólo nuestra felicidad, el presente es suficiente para el bienestar por dos razones: en principio, porque, como el placer epicúreo, la felicidad estoica es completa en cada instante y no aumenta con la duración; segundo, porque poseemos en el instante presente la totalidad de la realidad y que una duración infinita no podrá darnos más que eso que poseemos en el instante presente.
En primer lugar, por tanto, la felicidad, es decir, para los estoicos, la acción moral, la virtud, está siempre terminada, total, completa en cada momento de su duración. Como el placer del sabio epicúreo, en cada instante, la felicidad del sabio estoico es perfecta, no le falta nada, al igual que un círculo permanece círculo, independiente que sea más grande o pequeño[72]; en un momento propicio, oportuno, una ocasión favorable  es un instante en el que la perfección  no depende  de la duración, pero  sí precisamente de la calidad, de la armonía que existe entre la situación exterior y las posibilidades que hay: la felicidad es precisamente el instante donde el hombre está enteramente de acuerdo con la naturaleza.
Al igual que para los epicúreos,  para los estoicos un instante de felicidad equivale a una eternidad: “Si se tiene la sabiduría durante un instante”, dice Crisipo[73], “no se cederá en felicidad eso que posee durante una eternidad”.
Y, como para los epicúreos, para los estoicos  también no se será jamás feliz  si no se es inmediatamente. Se es ahora o nunca. Hay urgencia, la muerte es inminente, hay que apresurarse, y no hay otra necesidad sino la de querer ser felices. El pasado y el futuro no sirven para nada. Lo que se necesita es transformar inmediatamente nuestra manera de pensar, de actuar, de asumir los eventos, por pensar según la verdad, actuar según la justicia, acoger los hechos con amor. Como para los epicúreos, para los estoicos es la inminencia de la muerte que da al instante presente su valor. “Debe realizarse cada acción de la vida”, dice Marco Aurelio[74], “como si fuera la última”. Entonces, cada instante toma su seriedad, todo su valor, todo su esplendor, y vemos claramente la claridad de eso que perseguimos con tanta inquietud y que la muerte nos arrancará. Debe vivirse cada día con una conciencia completamente aguda, con tal intensidad de atención que podamos decir cada día: he vivido, es decir, he realizado mi vida. Como lo dice Séneca:  

“Aquel que ha vivido cada día completamente, su vida posee la tranquilidad del alma”[75].

Venimos de ver  la primera razón por la cual el presente es únicamente suficiente para nuestra felicidad. Pues un instante de felicidad equivale a toda una eternidad de felicidad. La segunda razón es que, en un instante, poseemos la totalidad del universo. El instante presente es fugitivo, minúsculo –Marco Aurelio[76] insiste fuertemente sobre este punto-, en esa claridad, como lo ha dicho Séneca, podemos expresar como Dios: “Todo está en mí[77]”. El instante es el único contacto con la realidad que nos ofrece su totalidad. Ello, junto a la metamorfosis vivida al participar del movimiento general del mundo como evento, es que captamos la realidad del devenir del mundo.
Para comprender eso se debe recordar lo que representa la acción moral o la virtud o la sabiduría para los estoicos.  El bien moral, que es el único bien para los estoicos, tiene una dimensión cósmica: es el ponerse de acuerdo la razón que está en nosotros con la Razón que dirige el cosmos, que produce el encantamiento del destino. En cada momento, nuestros juicios, nuestra acción, nuestros deseos deben ser puestos acordes con la Razón universal, de tal manera que en cada instante la conciencia  se vuelva una consciencia cósmica. Así en cada instante, si el hombre vive de acuerdo con  la Razón universal, su consciencia se dilata en el infinito del cosmos,  todo el cosmos enteramente se le hace presente. Ello es posible porque para los estoicos hay una mezcla total, una implicación recíproca de toda cosa en todas las cosas. Crisipo hablaba de la gota de vino que se mezclaba con el mar entero y se extiende al mundo entero[78].
“Aquello que quiere el momento presente”, dice Marco Aurelio[79], quiere eso que se produce en toda la eternidad y eso que se producirá en el infinito del tiempo”. Es lo que explica la atención mostrada en cada evento presente, en lo que nos llega con cada instante. En cada evento, el mundo entero está implicado:

Cuando algo te ocurre ha estado preparado antes para ti por toda la eternidad, y el entramado de causas  teje desde la eternidad, en conjunto, tu sustancia y el reencuentro de ese evento[80].

Se puede hablar de una dimensión mística del estoicismo. En cada momento, en cada instante, se debe decir sí al universo, es decir, a la voluntad de la Razón universal; se debe querer eso que quiere la Razón universal, es decir, el instante presente tal como es. Ciertos místicos cristianos también han descrito su estado como un consentimiento continuo del querer de Dios. Por su parte, Marco Aurelio escribe: “Digo al universo: Amo contigo”[81]. Se trata de un sentimiento  profundo de participación, de identificación, de pertenencia al Todo que desborda los límites del individuo, un sentimiento de intimidad con el universo. El sabio, para Séneca[82],  se sumerge en el cosmos  completamente (toti se inserens mundo). El sabio vive la consciencia  del mundo. El mundo en él está siempre presente. Aún más que en el epicureísmo, en el estoicismo el momento presente recibe un valor  infinito: en él se contiene todo el cosmos, todo el valor, toda la riqueza del ser.
Es un hecho notable que las dos escuelas, estoicismo y epicureísmo, aparentemente tan opuestas,  coinciden ambas al centrar su modo de vida sobre el momento presente. La diferencia entre las dos actitudes reside solamente en el hecho que el epicureísmo goza del momento presente, mientras que el estoicismo lo vive intensamente: para uno es un placer, para otro, es el deber.






6.- La tradición de la filosofía antigua en Goethe

Nos podemos preguntar cómo Goethe a conocido esas tradiciones de la filosofía antigua. Si leyó  a Séneca,  Epícteto, Marco Aurelio, nunca los cita en relación a la atención al presente.  No es sino en una entrevista con Falk[83],  al hablar de ciertos seres que por sus tendencias innatas  son mitad estoicos y mitad epicúreos: no encuentra, dice él, nada asombroso en el hecho  que acepten al mismo tiempo los principios fundamentales de dos sistemas, e igual de esforzarse en unirlos lo más posibles. Podemos decir que el mismo Goethe, en lo que concierne al presente, era mitad estoico y mitad epicúreo. Sabía gozar del presente como un epicúreo y lo quería intensamente como un estoico.
Por otra parte, toda la tradición literaria, desde Montaigne hasta la filosofía “popular” del siglo XVIII, había guardado más o menos vivas las lecciones de la sabiduría antigua. Ellas se expresan, por ejemplo, en el poema de Andreas Gryphius (1616-1664), frecuentemente citado en Alemania cuando se trata de recomendar la concentración en el presente:

No están en mí los años que el tiempo me ha encantado
No están en mí los años que podrían venir
Pero el instante presente, él, está en mí y le doy mi atención
Así, eso que es mío es eso que hace al año y a la eternidad[84]

En  el quinto paseo de Los Sueños de un Paseante Solitario, escrito en 1777, Rousseau hace eco de los epicúreos y de los estoicos al oponer su propia experiencia  del presente, la actitud habitual de los hombres a la mirada del tiempo[85]. Ellos buscan el placer del momento, pero son desdichados por el peso del pasado y el temor de la esperanza por venir:

Nuestras afecciones que atiende a las cosas exteriores pasan y cambian necesariamente como ellas. Siempre antes o atrás de nosotros, ellas recuerdan  lo pasado que no es más o previenen el porvenir que frecuentemente no es (…) así que no hace mucho que el placer ha pasado; para que el goce dure, dudo que sea conocido. Apenas está en los más vivos gozosos instantes donde el corazón pueda verdaderamente decirnos; quisiera que ese instante durase siempre.

Señalemos de paso que podríamos preguntarnos si no se encuentra  un eco de esa fórmula en el pacto de Fausto con el diablo, Fausto jura que jamás dirá: “Instante, permanece, eres tan bello”. Pero parece que Fausto al hablar del instante piensa en un instante de calidad excepcional y no de un simple placer.
En oposición a la actitud habitual de los hombres, Rousseau describe la experiencia que tiene en la Isla Saint Pierre (Biel-Bienne, Suiza), del “sentimiento de la existencia”, de  una “felicidad suficiente, perfecta y plena, que no deja en el alma ningún vacío que sienta la necesidad de llenarlo”.  Ese sentimiento no es asequible a todo el mundo;  sin importar cuál sea el momento: “has que el corazón esté en paz y que ninguna pasión venga a entorpecer la calma[86]. Es un estado donde el alma no tiene necesidad de recordar lo pasado ni invocar el porvenir (…), donde el presente dure siempre sin no menos marcar su  duración  ni ningún trazo de sucesión”. “¿De qué gozamos en tal situación? De nada exterior a nosotros, tanto que esa duración nos es suficiente como a Dios”. Goethe ha podido retener  de ese texto la idea de un sentimiento tan intenso que  nos libra de pensar el pasado y del futuro y nos procura una felicidad inesperada. El habla, también, de la alegría que se prende del ser ahí, en existir.








7.- Presente, instante, ser ahí en Goethe

Vayamos ahora al rencuentro de Fausto y Helena. Pero antes de avanzar nos detendremos brevemente sobre las diferentes expresiones que Goethe utiliza para hablar del momento presente, a fin de poder notar ciertos matices de su pensamiento. En el diálogo de Fausto y Helena que  hemos citado, él no tenía ningún problema sino con el presente, Gegenwart. Como W. Schadewalt  lo ha señalado[87], la palabra Gegenwart, en Goethe, guarda aún su sentido original de “presencia”, de realidad, de ser-ahí que en el “instante presente” (Augenblick), fugitivo, pero que, lo veremos, puede implicar pasado y futuro, en la medida donde rencontremos en él la duración, el devenir del mundo, e inversamente no hay instante sino en la percepción viviente y vivido  de la presencia: “La presencia inmediata de esas piedras (lápidas), me enmudecen fuertemente[88]”. Augen-blick evoca el “pestañar del ojo”, el instante de una mirada. Goethe piensa sin duda en esa etimología, cuando escribe en la Elegía de Marienbad: Mira el instante (Augenblick) en los ojos (Augen)[89]. Ese instante presente no es evidentemente una división infinitesimal.  De hecho se trata de una cierta espesura del tiempo que, lo hemos ya dicho, corresponde a la intención de la conciencia vivida. El instante presente tiene la duración del evento o la acción que vive el hombre en el momento “presente” y que provoca en él la emoción o un acto de voluntad que lo acomete enteramente. Goethe emplea, por otra parte, también la palabra Moment, el momento, para designar al instante[90].
Por otra parte, se debe distinguir en Goethe dos aspectos muy diferentes del instante: el instante excepcional de felicidad debido al destino, por alguna suerte, el “pestañeo del ojo” (Augen-blick) del destino, y el instante, pudiéramos decir, cotidiano, aquel en que el hombre puede y debe darle un sentido. El instante excepcional es un momento embriagador, donde la existencia se intensifica, donde se llega a la cima, como en el reencuentro de Fausto y Helena. Ese instante de éxtasis inexpresable[91] nos da la impresión que el tiempo se detiene y que se accede a la eternidad. En ese instante excepcional de felicidad, el hombre puede abandonarse ingenuamente, pero él puede también tomar consciencia de toda su riqueza, de toda su significación, el vivir intensamente,  interiorizarlo, comprometerse totalmente, asumirlo por una decisión voluntaria de sí mismo. En efecto, cuando estamos invadidos por la felicidad, en especial por el sentimiento del amor,  estamos sin pensarlo y sin quererlo nos dejamos absorber  por el presente. Como dice un poma de Goethe  dirigido al  conde Para: “La felicidad no mira ni hacia delante ni hacia atrás, es así que se eterniza el instante”[92].  Es a lo que llegan Fausto y Helena en su deslumbramiento recíproco: “Cuando el pecho desborda de deseo, damos vueltas mirando y buscamos quien comparte nuestro disfrute. Entonces el espíritu no mira ni hacia adelante ni hacia atrás[93], -el presente es solo nuestra felicidad”.  Mas esta absorción espontánea en el instante presente puede ser “confirmada”, interiorizada, llegar a ser un  acto de voluntad y un don de sí. Es a lo que llegan igualmente  Fausto y Helena, cuando continua su diálogo rimado: “Es el tesoro, la felicidad suprema, la posesión y la promesa. ¿Pero quién lo confirma? – Mi mano”. Y luego, cuando Fausto siente que  Helena duda de su propia identidad en la nueva existencia que le  es dada, le  pide que no deje entrar ninguna reflexión vana sobre su pasado: “No busques  comprender lo más propio del destino. Existir es un deber que no será más que un instante”. El amor abre aquí un acceso a la consciencia de la existencia y al consentimiento de ser-en-el-mundo[94]. Ese doble aspecto se expresa también  en el Diván Occidental[95]:

Grande es la alegría de estar-ahí (Freunde des Daseins)
           Más grande aún la alegría que se experimenta en la existencia-misma (Freunde am Dasein).

Erich Trunz[96], en su comentario de esos dos versos, explica que el primero  corresponde a la alegría de ser-ahí, es decir, la alegría ingenua del instante de felicidad dado por el destino; el segundo corresponde a la alegría que se experimenta en la conciencia de la existencia, en la presencia de eso que es, es decir, podríamos agregar, de ser-ahí en el mundo que, gracias al amor, se abre al hombre y que es percibido por el mismo de manera  nueva. Para comprender ese instante embriagador podemos citar el texto de B. Pasternak, donde los dos momentos de la experiencia están claramente distinguidos:

Nunca, igual en la felicidad más generosa, la más loca, nunca iban olvidar sus más altos y más emocionantes sentimientos: el sentimiento de felicidad que los ayudaba a forjar  también la belleza del mundo, que tenían en relación  profunda con el contorno, con  toda la belleza, con el universo entero[97].

De esta manera  abrían dos  fases posibles en la experiencia del instante venturoso y excepcional: la alegría espontanea e irreflexiva, luego la toma de consciencia  y el acto de voluntad que transforma el éxtasis amoroso en consentimiento de ser-en-el-mundo. Ese carácter cósmico que el instante excepcional parece bien expresarlo en  el bello poema[98] de Diván Occidental Wiederfinden (Reencuentros). La primera estrofa parece no expresar la alegría del reencuentro entre dos amantes y ella se termina por dos versos: “Al recuerdo de los dolores pasados, me estremezco ante el presente”, que parece  no expresar sino  la intensidad de la emoción del reencuentro.  Pero las estrofas que siguen nos abren toda una perspectiva diferente: “Un doloroso Ay! escuchamos, cuando el universo realiza un poderoso esfuerzo en la multiplicidad de lo real”. Luz y tinieblas están separadas, pero gracias a la creación de la aurora y de los colores, se reencuentran y se aman. El universo es de este modo fruto de un inmenso movimiento diástole y sístole. Ahora se buscan aquellos que están hechos el uno para el otro: “No es necesario de ahora en adelante creer en Alá. Nosotros somos quien creamos su universl”. El éxtasis del amor aparece de esta manera como éxtasis cósmico.
Podríamos ahora preguntarnos  por qué Mefistófeles que posee un pacto, firmado con sangre de Fausto, estipulando que le pertenecerá si dice frente a un instante: “Detente, eres tan bello![99]”, no declara que ha ganado su apuesta y no  toma el alma de Fausto, cuando dice: “Solo el presente es nuestra felicidad”.  Los comentaristas evidentemente se han detenido en ese problema.  Unos[100] han pensado que el instante, cuando habla Fausto, no tiene ninguna relación con el instante que es objeto del pacto con Mefistófeles. El instante que viven Fausto y Helena no es el placer del momento, sino una experiencia indecible del ser absoluto, que trasciende a su duración. Otros intérpretes consideran que, si  Mefistófeles no aprovechó la ocasión, es porque a sus ojos ese rencuentro entre Fausto y Helena es completamente fantasmagórico y totalmente extraño a la realidad. Goethe mismo en su pre-publicación, había dado por subtítulo “fantasmagoría clásica-romántica[101]” a ese tercer acto de la tragedia. Pero se puede precisar más esa apreciación diciendo[102] que si Mefistófeles no aprovecha esa ocasión, es que no ve sino lo exterior, ele fecto de sus poderes mágicos, sin comprender lo que pasa en el interior del alma de Fausto.  O bien, nos preguntamos si quizás parece que Fausto no usa los términos exactos que emplean en la apusta? O ¿por qué  no domina detener al instante, sino que quiere vivir en el futuro con Helena? O ¿por qué Mefistófeles, transformado en ese tercer acto en Forkias, ha perdido su carácter infernal?
Según el Canciller von Müller, Goethe decía lo siguiente: “Una obra de arte, y sobretodo un poema, que no deja nada al azar, no es verdaderamente una obra de arte, una obra con valor real; su más alto fin es siempre de incitar a la reflexión, y la obra no puede complacer verdaderamente al lector o al espectador sino que ella le exija interpretar según su propio sentimiento, en continuarla y en completarla, como en una especie de creación[103]”. Desde este punto de vista, no se puede dudar que el drama de Fausto es verdaderamente una obra de arte: solo, para comprenderlo, al entrever toda la literatura que ha  sido consagrada al problema de saber si, en el final de la obra, Mefistófeles  ha ganado la apuesta que había hecho con Fausto. Mas, al lado de todas estas incertidumbres, una cosa me parece segura. Al declarar que  nunca dirá en un instante: “Detente, eres tan bello!”, Fausto piensa en un instante excepcional, intensamente vivido que es la cima de su existencia. Y, a lo largo de su aventura,  no hay sino tres momentos[104] en que  presenta la experiencia de tales instantes, sin proponer literariamente la fórmula: El primero es el rencuentro de Margarita, cuando Fausto declara: “Que esta mirada, que este apretar de manos te digan  eso que no puedo expresar: abandonarse el uno al otro para saborear este rapto que debe ser eterno”[105]; el segundo es el rencuentro con Helena y el tercero  que se sitúa al momento de la muerte de Fausto, la esperanza de aparecer en un pueblo libre, en un lugar paradisiaco, que le hace decir, en condicional,  y no en indicativo como era el caso de la apuesta original: si ese proyecto se realizara,: “Podría decir entonces al instante: Detente pues, eres tan bello! (…)  con el presentimiento de una gran felicidad, gozaría ese momento como el más sublime de todos los instantes”[106]. Tales instantes excepcionales pueden, por tanto, ser vividos en el amor, en el disfrute de la contemplación de la belleza o de la naturaleza, o en la actividad de la creación[107]. La paradoja de esos instantes privilegiados ofrecidos por el destino es que parecen venir hacia nosotros desde el exterior y que, por tanto,  corresponden a eso que tenemos de más íntimo, de más propio. Marco Aurelio había dicho: “Cómo llegó, que fue preparado de antemano para ti desde toda la eternidad, y entrelazadas las causas, ha después siempre tejido juntos tu sustancia y el rencuentro de ese evento”[108]. Y  Goethe pareciera hacerle eco en su poema titulado Propiedad[109]:

     Sé que nada me pertenece
     Salvo el pensamiento, que sin obstáculos quiere fluir de mi alma,  
     Pero también, todo instante favorable
     Que un destino benévolo
     Me hace gozar profundamente.

Y sobre todo, tenemos las palabras nombradas por el canciller von Müller, a propósito de lo que había sido un gran momento, un gran acontecimiento, en la vida de Goethe, su rencuentro con la pianista Szymanowska. Al acercarse la separación, critica la idea de recuerdo (Ert-innerung):

Todo lo grande que sucede, de bello, de memorable, no debe ser en principio, recordado de lo exterior (er-innert), como dándole caza; de hecho, al contrario, esta se une desde el comienzo de la trama de nuestro ser interior, no haciendo uno sino con él, produciendo un mejor yo, vive y crea  en nosotros continuamente de manera eterna. No hay pasado que se le permita cargar sus lamentaciones, no hay sino una eterna novedad que se forma a partir de elementos del pasado; y la verdadera nostalgia (Sehnsucht), debe ser siempre creativa, producir en todo instante una novedad mejor. Y (…) ¿acaso no hemos tenido esa experiencia estos días? ¿No nos sentimos todos rejuvenecidos, cambiados por este amable encuentro que ya  sentimos terminar? No, no puede escapársenos,  ha pasado a nuestra más profunda intimidad, continúa viviendo con y en nosotros; que haga lo que quiera para  escapárseme, la retendré siempre encerrado en mí[110].

Podemos retener, de ese bello texto, no solamente que el instante excepcional corresponde, de alguna forma, con nuestro devenir interior, pero sobre todo que es creador. Es por lo que, por otra parte, me parece, a los ojos de Goethe que el pacto de Fausto y de Mefistófeles no tiene finalmente sentido, porque  todo bello instante que lo recontamos no nos invita a reposar, sino que representa para nosotros una novedad creadora que no puede sino incitarnos al yo, elevándolo a estados superiores.
Pero, en la vida,  no hay solo esos instantes excepcionales que nos ofrece el destino. Hay todos los instantes “cotidianos”. Goethe pensaba que los antiguos vivían, de alguna manera natural en el presente, en la “salud del momento”. Hemos visto que ello era una visión bastante utópica. Pero una cosa era segura  para él, es que los hombres modernos han perdido esa preciosa salud. Ciertas naturalezas, por tanto, lo encuentran espontáneamente, como Egmont, quien conforme al gozo de la vida que lo caracteriza, declara: 

“Es que debo renunciar a gozar del instante presente para asegurarme del momento que va a seguir? Y consumirme en las preocupaciones y en  oscuras ideas?”[111]

Por tanto, habitualmente, los hombres no hacen atención al presente. Como lo ha dicho Goethe en una conversación con el canciller von Müller: “Parece que los hombres no han sido capaces de reconocer el valor del presente y de darle vida, ellos han suspirado por un futuro mejor y han gozado  con una amorosa nostalgia con el pensamiento pasado”[112].
Al igual que los filósofos antiguos, Goethe busca  por tanto, reaccionar contra esa actitud que, para él, como para ellos, hace la desgracia de los hombres. Concentrarse en el instante presente es para él una “regla de vida”, así lo dice en un poema que lleva  precisamente ese título:

    Quieres modelar tu vida gozosa?
    Del pasado no debes preocuparte
    Lo menos posible enojarte
    Del presente sin cesar disfrutar
    Ningún hombre odiar
   Y el futuro, a Dios abandonarlo[113]

Encontramos aquí la actitud que habíamos descrito: no preocuparse del pasado, no inquietarse del porvenir, con una cierta tonalidad epicúrea: gozar el presente, pero tampoco estoica sino cristiana: aceptar la voluntad de la providencia. Encontramos el mismo vínculo entre felicidad, olvido del pasado, remisión  del futuro a los cauces de la providencia en este pensamiento de Marco Aurelio[114]: “Toda esa felicidad que buscas  a través de largos rodeos, puedes tenerla de inmediato (…) Quiero decir que si dejas tras de ti todo el pasado, si tu abandonas el futuro a la providencia y dispones al presente según la piedad y la justicia”.
Regla de vida por lo tanto, pero también “alta sabiduría”, que es la sabiduría del niño del que habla en la Elegía de Marienbad, en un pasaje que Goethe hace hablar a Ulrike von Levetzow, la joven muchacha que ama y a la  cual deberá renunciar:

   Hora tras hora
   Como una gracia, la vida nos es ofrecida.
   Del pasado tenemos poco tomado,
   Del mañana todo saber está prohibido…
   Haz como yo. Con una sabiduría gozosa,
   El instante,  míralo en los ojos! No esperes!
   Rápido! Acógelo con una viva bienvenida!
   Que ello sea para la acción, para el gozo o el amor
   Donde tu estés, está ello, siempre esa disposición infantil,
   Si eres siempre eso, tú eres invencible[115].

Aún aquí, la concentración sobre el instante (“mírala en los ojos!”), corresponde a una liberación respecto al pasado y al porvenir, y en una disposición de acoger, de aceptar, de consentimiento respecto de ser-en-el-mundo,  que se vive en el instante. Lo que era para Goethe la “salud del momento” de los antiguos se convierte aquí en una sabiduría de infancia, es decir, una disposición espontánea en vivir en el presente y  en acogerlo con gozo sin reflexionar, sin buscar comprenderlo. Como ha dicho Goethe: “La torta place al niño sin que sepa nada de pastelería, y las cerezas, de pasada,  sin  pensar la manera por la cual están ahí”[116].
Habla todo lo que quieras, responde a la chica, porque Dios te ha dado para  acompañarte el favor del instante, y cada sentir, cuando está cerca de tu gracia, que, por un instante, le favorece el destino. Pero en mí, ese signo que  me anuncia que debo enorgullecerme de ti, me llena de terror. Para qué me sirve aprender tan profunda sabiduría?
Una chica, que permanece aún  de alguna forma en un mundo infantil, vive espontáneamente en el instante presente. La mira, es recibida la gracia de un instante acordado por el destino que llena al alma de una gozosa espontaneidad. La chica invita al poeta acoger a la vida completamente, ampliando esa experiencia a todo instante y mirar el instante en sus ojos. Pero  la intensidad del dolor de la separación no le permite practicar esa profunda sabiduría.
Por tanto, algo más a dos meses de la composición de la Elegia, Goethe aconseja a Eckermann, en una de sus entrebvistas, de practicar esa “profunda sabiduría”, que siempre ha sido la suya, en lo más íntimo de sí mismo: “Ten tomado al presente. Toda circunstancia, todo instante es de un valor infinito, porque es el representante de toda la eternidad”[117].
Se ve bien aquí que, para quien ha “tomado el presente”, todo instante es fértil, lleno de significación. Al lado del instante excepcional ofrecido por el destino, hay pues lugar, en Goethe, para una concentración de la atención sobre el instante presente que puede dar sentido y valor a no importa qué instante. Ya, durante el viaje  por Italia, el 27 de octubre de 1787, consideró que todas las personas inteligentes admiten que “el momento (Moment) es todo, y un hombre que es razonable tiene interés en conducirse de tal manera que su vida, en la medida en que ella dependa de él, contiene el mayor volumen posible de momentos razonables, felices[118].
Concentrarse sobre el momento presente, es a la vez, aceptar eso que el destino nos ofrece en todo instante e interiorizarlo (er-innern) para tender a una perfección superior. Al concentrarse sobre el momento presente, la consciencia, lejos de retroceder, se eleva a un punto de vista superior, donde ve, de alguna forma, el pasado y el porvenir en el presente, y se abre al infinito y a la eternidad del ser.  Porque, en la atención al presente, el pensamiento del pasado y del futuro no  ha sido perdido sino en la medida en donde el conjunto de los fracasos pasados o  el temor de las dificultades del futuro, provocan una distracción, una inquietud, una esperanza o al contrario  una desesperación que desvía la atención que debería estar puesta en el presente.
Pero el presente mismo, o mejor, la “presencia” (gegenwart), cuando se le toma atención, no está separada ni del pasado ni del futuro, en la medida que ello está ligado a la vida, a la efusividad de las cosas, a la metamorfosis perpetua de la realidad.  Recordemos que Goethe decía que la bailarina que, con “maravillosa sutileza, pasa de una figura a otra (…), de manera que, en ese momento, vemos, al mismo tiempo, lo pasado, lo presente y el futuro, siendo así transportados  a un estado supraterrenal[119]. Son, ese  pasado  y ese porvenir, que a la mirada del artista toma en el instante que escoge. Hay, así, instantes privilegiados donde se percibe el presente permanente del pasado. De la misma manera que el “presente” de felicidad del rencuentro de Fausto y Helena, pasado y porvenir están íntimamente unidos al instante presente: Fausto conduce a Helena a sus orígenes, la Arcadia, y hemos entrevisto el nacimiento futuro de Euforion. Goethe siempre ha sido  particularmente sensible  a la presencia del pasado en el presente. En Poesía y Verdad, hay el alusivo ejemplo ante la catedral de Colonia, esa que, dicho por él,  da al presente reunido un aspecto extraño que parece una especie de fantasma[120]. Respecto a las estelas funerarias vistas en Verona escribe: “la presencia inmediata de estas piedras me enmudece fuertemente”[121],  porque esos momentos tienen a la vez una presencia conmovedora, y porque ellas poseen el pasado en el presente.
Recodemos la declaración de Eckermann que hemos evocado antes:

Toma firme al presente. Toda circunstancia, todo instante es de un valor infinito, porque es la representación de toda la eternidad.

Goethe hace, frecuentemente, esa alusión en esa relación entre el instante  y la eternidad, por ejemplo, en una carta a Auguste von Bernstorff[122]: “Si lo eterno  permanece presente a cada instante, no sufrimos  la fugacidad del tiempo”. O también, en ese encadenamiento de versos  del poema titulado Vermächtinis (Testamento): “La razón está  presente en todo, donde la vida se regocija de vivir”[123]. “Ese  momento en que la vida goza de la vida, es precisamente el instante presente”. “Entonces”, continua el poema, “el pasado encuentra consistencia, el futuro, preexistencia, el  instante es eternidad”. En Diván[124], Souleika habla:

   El espejo me dice: soy bella!
   Ustedes dicen que envejecer es también mi destino
   Ante Dios todo debe ser eterno
   Ámenlo en mí en este instante de gozo (Augen-blick).

Si nos ponemos, por decirlo así, en el punto de vista de Dios, es decir, de Goethe, de  la Naturaleza que nos hace nacer y que deviene eterna, al belleza  de un instante es eterna en la medida  donde ella está en un momento dentro del devenir  eterno. Amar la belleza de Souleika, es amar en un instante la belleza  del Ser.
Podemos decir que cada instanet es “símbolo” del Ser, recordamos que Goethe ha definido el símbolo como “la revelación, viviente en el instante de lo inexplorable”[125].  El concepto de “inexplorable” corresponde en eso que Goethe considera como  el misterio indecible que está al fondo de la Naturaleza y de toda realidad. Es su fugacidad misma, su carácter perecedero que hace al instante símbolo de lo eterno –“!todo eso que perece es símbolo!- porque esa fugacidad revela el devenir cósmico, lo eterno metamorfoseado que es al mismo tiempo la eterna presencia del Ser: “Lo eterno sigue su curso a través de todas las cosas. Arrastrándote violentamente a ti  en el ser”[126]. Cada instante pasado  anuncia eso que viene  a nosotros. Ofrece una posibilidad de creación nueva en nuestro devenir y en el devenir del mundo. Sin cesar, como la vida, es destrucción y creación, es decir, novedad sin cesar renovándose al infinito. La intención de la divinidad, dce Goethe en Poesía y Verdad[127] , es que, por un lado, constitución de nuestro yo (verselbstigen), nos individualizamos, y que, por otra parte, no carecemos, en pulsiones regulares, de despojarnos de nuestro yo (entselbstigen), de desindividualizarnos. A veces ese tema, en Goethe, toma una resonancia mística: “Para reencontrarse  en el infinito, el individuo acepta voluntariamente desaparecer (…) Abandonarse es  una voluntad”[128]. Es también el sentido del famoso poema  Selige Sehnsucht (Nostalgia feliz):  Quiero ocupar lo viviente  que aspira a la muerte en  la flama (…) tanto que no has comprendido eso: ¡morimos y devenimos!,  No eres sino un  huésped oscuro sobre la tierra tenebrosa[129].
El sentido último de la actitud goetheana a la mirada del presente, es esa que, por la concentración del presente, sobre la existencia que  nosotros no  llegamos sino en el instante,  a la felicidad y el deber de existir en el cosmos, un sentimiento profundo de participación, de identificación a una realidad que desborda los límites del individuo:

Grande es el gozo del ser-ahí (Freunde des Daseins)
Más grande aún,  el gozo que se encuentra en la existencia misma (Freude am Dasein)[130].

Llegamos aquí a la cima de la conciencia de existir.
Pero Goethe no olvida ningún aspecto de la concentración en el presente. En cada instante  hay que esforzarse en completar eso que el día exige de nosotros, según la expresión de Goethe (Die Forderung des Tages), es decir, hacer  su deber [131]. Esa aplicación al deber presente, tiene, para Goethe, un sentido sagrado. Por ejemplo, en el Divan, el pobre viejo Parsi, adepto a la antigua religión persa,  perseguidos, por los musulmanes, comienza así el testamento que lega a sus correligionarios:

He aquí mi testamento sagrado
Que confío a la voluntad  y a la memoria de mis hermanos
Cumplimiento cotidiano de los deberes penosos
No hay necesidad de otra revelación[132] .

Eso significa que la verdadera religión consiste en esa atención a cada instante al cumplir los deberes cotidianos,  la tarea terrestre.
Hay, concluiremos, dos aspectos diferentes, pero similares, del concepto de  instante presente en Goethe: por una parte, el instante excepcional, la ocasión inesperada ofrecida por el destino, y por otra parte, los instantes cotidianos, a los cuales podemos dar, como los  filósofos antiguos, un valor infinito, detectando, en su presente, el curso eterno del devenir, del eterno renovarse del ser.

(*) Este texto pertenece al libro de Pierre Hadot: N´Oblieu pas de vivre. Goethe et la trdition des exercices spirituals. Ed. Albin Michel, París, 2008.

Notas:

[1]  Goethes Gespräche, t.I, p. 232:  entrevista con Friederike Brun en Karlsbad, el 9 de julio de 1795.
[2] Fausto II, acto III, versos 9381-9382, trad. en Théatre complet, p.1242.
[3] Fausto II acto I, verso 4685, op. cit., p.1075.
[4] Fausto II, acto I, versos 6487-6500, op. cit., p. 1136.
[5] Fausto II, acto III, versos 9370-9371, op. cit., p.1243.
[6] Ibid, verso 9419, op. cit., p.1243.
[7] Fausto II, acto III, versos 9377-9384, op. cit., p.1241-42.
[8] Divan occidental-oriental, Livre de  Souleika, “Behramgour, dice, a encontrado la rima”, p. 284-285.
[9] Fausto II, acto III, versos 9411-9418, op. Cit., p.1243.
[10] Elégie de Marienbad, 2e estrofa, trad. J.-Fr- Angel.
[11] D.H. Lohmeyer, Faust und die Welt. Der zweite Teil der Dichtung. Eine Anleitung zum Lesen des Textes. Munich, 1975, p.327.
[12] S. Morenz, Die Zauberflöte, Münster, 1952, p.89.
[13] Carta a Zelter del 19 de octubre de 1829, en Goethes Briefe¸HA, t.IV, p.346.
[14] En el texto que es citado, Goethe emplea en alemán la palabra trivial, pero de una manera general lo trivial, lo banal, etc. Son designados por das Gemeine.
[15] Goethe, Épilogue au chant de la cloche de Schiller, 4ta estrofa, en Poésies, t.II, p.521. No pienso que pueda traducir das Gemeine por “el curso banal de las cosas” como lo hace R. Ayrault.. En mi opinión,  no son las cosas que se vuelven maestros de nosotros, sino un cierto estado psicológico y moral que, provocado por el hábito, la rutina, las convenciones sociales, nos impide ver  lo ideal.
[16] Goethe, Les Annes de voyage, II, 1, citado por E. Bertram, Nietzsche. Essai de mythologie, trad. P. Pitrou, Paris, 1990, p. 437.
[17] Goethe, Maximen und Reflexionen, HA, t. XII, p.512, n° 1041-43.
[18] Sobre las inquietudes que “ensombrecen el universo entero”, cf. Goethe, Les Annes de voyage, I, 10, p. 1068.
[19] Goethe, Conversations avec Eckermann, 10 de abril de 1829, p. 306.
[20] Entrevista con Riemer el 28 de agosto de 1808, citado por W. Schadelwaldt, Goethestudien. Natur und Altertum, Zurich-Sttugart, 1963, p.211 y 221.
[21] Goethe Briefe, HA, t. IV, p. 346-47.
[22] Carta a Sickler del 23 de abril de 1812, en Goethes Briefe, HA, t.III, p.184. Sobre el concepto de kairos, cf. M.Jaeger, “Kairos und Chronos – oder: Der prägnante Moment ist Flüchting. Antike Philosophie, klassische Lebenskunstlehre und moderne Verzweiflung”, dans Prägnanter Moment.
[23] Sur Lasokoon,HA, t. XII, p.59.
[24] Sobre este tema, cf. F. Bremer, Die Wahl des Augenblicks in der griechischen Kunst, Munich, 1969.
[25] Goethe, Voyage en  Italie, Naples, el 17 de mayo de 1787, t.II, p. 606-609.
[26] El Eurotas (en griego Εὐρώτας), es un río de Grecia, el más importante de Laconia, con 82 km de recorrido. Nace en el antiguo monte Boreo (actualmente Kravari) y desemboca en el golfo de Laconia. Atravesaba en la antigüedad la ciudad de Esparta, que lo utilizó como vía de comunicación fluvial y como alternativa a su puerto habitual, situado en la localidad de Giteo. Inf. del traduc.
De acuerdo con la mitología griega, el río recibe el nombre de su creador, Jose, hijo o nieto (según los diferentes autores) de Leléx, primer rey de Esparta, quien le dio origen drenando los pantanos de la llanura laconia.
[27] Faust II, acto III, versos 9518-19, op.  cit., p.1246.
[28] Cf. El comentario  de E. Trunz, T.III, p.1248.
[29] Fausto II, acto III, versos 9562-65, op.  cit., p. 1248.
[30] Ibid, versos 9550-53, op.  cit. p. 1247
[31] Schiller. Les Dieux de la Grece, VI, dans Poemes philophiques, trad. R. d’Harcourt, Paris, 1954, p.85. Cf. P.Hadot, Le Voile d’Isis. Essai sir l’histoire de l’idee de Nature, Paris, 2004, p.91.
[32] Schiller, Les Dieux de la Grece, op.  cit. XVI, p.91.
[33] Hölderlin, L’Archipel, en Hölderlin, poems (Gedichte), trad. G. Bianquis, Paris (collection bilingue des classiques étrangers, Aubier), 1943, p.311.
[34] Goethe, Winckelmann, HA, t.XII, p. 98-99.
[35] Ibid, p..99
[36] Plotino, Enneas, I, 4 (46), 10.
[37] Kl. Schneider, Die schweigenden Götter, Hildesheim, 1966, p.6.
[38] Ch Andler, Nietzsche, sa vie, su pensé, Paris, 1958, t.I, p.195. Ver libro de G. Billeter, Die Anschauungen vom Wesen des Griechentums, Leipzig, 1911, sobre todo p. 138-145.
[39] A. Boeckh, Die Staatshaushaltung des Athener, 1817, t. II, p.159.
[40] A. Schopenhauer, Le Monde comme volonté et  comme representation, Paris, 2003, p.1330 ss.
[41] Hesiodo, Les travaux et les Jours, versos 95-106. Sobre el pesimismo cf. A-J. Festugiere, L’Ideal religieux des Grecs et l’Evangile, Paris,  1932, p. 161 ss; las traducciones de Solón y de Sófocles que frecuentemente son usadas en esta obra.
[42] Hesiodo, ibid.,
[43] Solon, fr. 114
[44] Sofocles, OEdipe-Roi, versos 1186.
[45] Lucrecio, De la Naturaleza de las cosas, III, versos 1053ss, p.231,. trad. Lisandro Alvarado. USB. Caracas, 1982.
[46] Sobre este tema cf. J. Pigenaud, La Maladie de l’ame. Étude sur la relation  de l’ame et du corps dans la tradition médico-philosophique Antique, Paris, 1981, 2da ed. 1989.
[47] Séneque, De la tranquillité de l’ame, II, 6-15.
[48] Cf. P. Hadot, El Voile d’Isis, op.  cit., p. 285 ss.
[49] Diógenes de Laercio, Vida de Filósofos Griegos, I, 77.
[50] Antiphone Le Sophiste, en Les Presocratiques, ed. Dumont, Paris, Biblioteque de la Pléiade, 1988, p.1112.
[51] Diógenes de Laercio, Vida de Filósofos Griegos, II, 66.  
[52] Athénée, Deipnosophistes, XII, 544 a-b.
[53] Ciceron, Des termes extrémes des biens et des maux,I, 18, 59.
[54] Ibid., I, 18, 60.
[55] Citado por Séneca, Cartas a Lucilio, 15, 9.
[56] Ciceron, Des temes extrémes des biens et des maux, I, 18, 63.
[57] Aristote, Ethique a Nicomaque, X, 3, 1174 a.
[58] Horacio, Odas¸II, 16, 25.
[59] Sentences  vaticanes, #14, en Ëpicure, Lettres, maximes, setences, par J-Fr. Balaudé, Paris, 1994, p.210.
[60] Horacio, Odas, I, 11, 7-8.
[61] Lucrecio, De la Naturaleza de las Cosas, II, 1034-35
[62] Horacio, Odas, III, 29, 41-43.
[63] Lucrecio¸ De la naturaleza de las cosas, III, 16-17.
[64] Sentencias Vaticanas, n° 10, en Epicure, Lettres, maximes, sentences¸por J.Fr Balaudé, Paris, 1994, p.219.
[65] L. Robin, Lucrece, De la Nature, Commentarire des libres III-IV, Paris, 1926 (1962), p.151.
[66] Marc Auréle, Ecrits pour lui-meme, IX, 6.
[67] Ibid., VII, 29, 3 y III, 12, 1.
[68] Cf. P. Hadot, La Citadelle interieure, Paris, 1997.
[69] Marc Aurele, Escrits pour lui-meme, XII, 3, 3-4
[70] Séneca, Cartas a Lucilio, 78, 14.
[71] Id, Des Bienfaits, VII, 2, 4-5.
[72] Id, Cartas a Lucilio, 74, 27.
[73] Plutarco, Des notions comunes contre  les stoiciens, N°8, 1062a en Les Stoiciens. Textos traducidos por E. Bréhier, editador bajo la dirección de P.-M. Schuhl, Paris, 1962, “Blioteque de la Pléaide”, p.40.
[74] Marc Aurele, Ecrits pour lui-meme, II, 5, 2.
[75] Séneque, Cartas a Lucilio, 101, 10.
[76] Marc Aurele, Ecrits pour Lui.meme, II, 14, 3.
[77] Séneque, Des Bienfaits, VII, 3, 3.
[78] Plutarque, Des notions communes, # 27, 1078e. 
[79] Marc Aurele, Ecrits pour Lui-meme, VI, 37.
[80] Ibid, X,5.
[81] Ibid, X, 21.
[82] Séneque, Cartas a Lucilio, 66,6.
[83] Entretien avec J.D. Falk, engoethes Gespräche, t.IV, p. 469.
[84] “Betrachtung der Zeit”, en A. Gryphius, Gedichte. Eine Auswahl, ed. Elschenbroich, Sttugart, 1968, p. 106. Ese texto me ha sido amablemente indicado por mi querido colega Klaus Schöpsdau, profesor  de la Universidad de Sarrebrück.
[85] J.J. Rousseau, Reveries du promeneur solitaire, Paris, 1964, p. 101-102.
[86] Ibid, p.103.
[87] W. Schadewalt, Goethestudien, op.  cit, p.476, n.103. Sobre los usos de la palabra Gegenwart en Goethe, cf. J.  Krause, Wort und Begriff “Gegenwart” bei Goethe, Diss. Humboldt-Universität, Berlin, 1962 (manuscrito).
[88] Voyage en italie, Verone, 16 septiembre 1786, p.87.
[89] Élegie de Marienbad, en Poésis, t.II, p.679.
[90] Cf. el estudio de W. Schadewalt, Goethestudien, op. cit., p. 443-448, del cual tome en lo que sigue varios ejemplos.
[91] Faust, II, acto  IIII, verso 9413: “Mi palabra se detiene”, op.  cit., p.  1243.
[92] “An  Grafen Para”, en Goethes sämtliche Werke, JA, 1902, t.III, p.12.  Sobre este tema, cf. B Hillebrand, “Der Augenblick ist Ewigkeit”, “Goethes wohtemperiertes Verhältnis zur Zeit, Akademie der Wissenchaft und der Literatur, Mayence-Stuttgart, 1997.
[93] Faust II, acto III, versos 9381-82, op.  cit., p.1242.
[94] Sobre este tema, cf. W. Emrich, Die Symbolik von Faust II, Bonn, 1964, p. 343, y D. Lohmeyer, Faust und die Welt, p. 321.
[95] Divan Occidental-Oriental. HA, t.II, p.70. La traducción de H. Lichtenberger es muy diferente: “Grande es la alegría de vivir. Más grandes las alegrías de la vida”. Ella no toma la especificidad de la palabra Dasein.
[96] En HA, t.II, p.631. Ver también J. Müller, “Goethes Zeitrlebnis im West-östlichen Diwan”. En J. Müller (ed), Gestaltung Umgestaltung, Festschrift zum 75. Gebustag von Hermann August Koft, Leipzig, 1957, p. 155.
[97] B. Pasternak, Le Doctor  Jivago, 1958, p. 639.
[98] Divan Occidental-Oriental, p.216; para el tema de ese poema ver los comentarios de H. Lichtenberger, p.466, de E. Trunz, HA, t.II, p642, de J Müller,  “Goethes Zeiterlebnis im West-östlichen Diwan, p. 157.
[99]  Faust I, verso 1700,  op.  cit., p. 993.
[100] W. Emrich, Die Symbolik von Faust II, op. cit., p.343-44.
[101] Cf. A. Schönes, J.-W Goethe, Faust, Kommentare, Darmstadt, 1999, p.582-87.
[102]  HA, t.III, p.668-69.
[103] Entretiens avec le chancelier de Müller, p.285.
[104] Cf. W Schadewaldt, Goethestudien, op.  cit., p.203-04.
[105] Faust I, versos 3188-92, op.  cit., p.137.
[106] Faust II, acto V, versos 11581-86, op.  cit. p.1321-22.
[107] Cf. Elégie de Marienbad, op.  cit., verso 100,  cit. infra.
[108] Marc Auréle, Ëcrits pour lui-meme, VI, 5.
[109] HA, t.I, p.307.
[110] Goethe, Entretiens avec le chancilier de Müller, 4 novembre 1823,  p. 134.
[111] Goethe, Egmont, acto I, trad. En Theatre complet, p. 494.
[112] ID. Entretiens avec le chancelier de Müller, 7 septembre 1827, p. 227.
[113] Lebensregel, HA, t.I, p. 319.
[114] Marc Auréle, Ecrits pour lui-meme, XII, 1-2.
[115] Elegie de Marienbad¸versos 91-102, HA, t.I, p.384, Poésies, t.II, p. 676.
[116] Conversations avec Eckermann, 28 fevrier 1831, p. 394.
[117] Ibid., 3 novembre 1823, p. 79.
[118] Voyage en Italie, Rome, 27 octubre 1827, t.II, p. 735.
[119] Cf. antes.
[120] Poésie et Verité, III, 14, p. 399.
[121] Cf. infra.
[122] Lettre a Auguste von Bernstorff del 17 de abril de 1823 en Goethes Briefe, HA, t.IV, p. 63.
[123] TestEl ament, en Poésies, t. II, p. 748; Divan occidental-oriental, p. 133.
[124] Ibid.
[125] Maximen und Reflexionen, # 752, HA, t.XII, p. 471.
[126] Testament, op.  cit., p. 746.
[127] Poésie et Vérité, libro VIII, p. 227.
[128] Un et Toutk, en Poésies, t.II, p. 656.
[129] Nostalgie  bienheureuse, en Divan occidental-oriental, p. 80.
[130] Cf. antes.
[131] Maximen und Reflexionen, # 1088, HA, t.XII, p. 518.
[132] Divan occidental-oriental, libre du Parsi, p. 265.



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