De Filosofía y Fábula
Valentina
Marulanda
Ni siempre ni en todo
momento ha tenido el supremo tribunal de la Filosofía particular consideración
por las artes de la palabra. Hay que remontarse una vez más a Platón para
recordar que en aras de la Razón, la Verdad y el Bien, trípode de valores que sustenta
la primera metafísica occidental, desterró a los poetas y a la poesía de su
Estado ideal. Es evidente que cuando en el libro quinto de República se habla de poesía, no se alude ya al sentido etimológico
general del vocablo poiesis, como
creación, como un hacer, sino al puro arte verbal, a la palabra estéticamente
manipulada mediante el ingenio, la fantasía o la invención, al arte de Homero y
de los líricos, a esa palabra que se desvía del camino recto y unívoco del logos para dejarse seducir por peligrosos
encantamientos: a la literatura.
En el libro décimo es
abordado de nuevo el tema y acusa a la poesía por su capacidad para hacer daño
a los hombres. Sin embargo, como cualquier autócrata tropical de una república
de nuevo cuño, Platón justifica su gesto, pide benevolencia por el
atrevimiento, y como para que “no se nos acuse de duros y torpes” aduce que hay
una incompatibilidad esencial entre la filosofía y la verdad y la “desavenencia entre la filosofía y la poesía
viene de antiguo”[1]. Como quien dice: no se
trata de ningún reconcomio personal, sino que
tiene su historia y sus antecedentes.
Lo cierto es que
Platón, en este diálogo, pero también en la Apología
de Sócrates y en el Ion, se cuida
de marcar distancias. Esto significa mantener la discusión filosófica en su
nivel de Teoría, alejada de la poesía, que es producto de la imaginación y la pronóstico
más que de la lógica, que procede de la
inspiración de la musa, o lo que es lo mismo, de una posesión divina o
demoníaca. Al no ser dueño de sí mismo, ni de lo que dice, no habla el poeta en
nombre del conocimiento ni la sabiduría, y su horizonte no es la verdad ni la
formación moral sino la vacua diversión. En esta irracionalidad se parecen los
poetas, según el juicio platónico, a sus antepasados, los sofistas, con sus
juegos retóricos, sobre los cuales recae la misma moción de censura y rechazo.
Aristóteles, el
continuador, velará por dotar a la filosofía de un lenguaje propio,
institucional, el de la lógica, conceptual y discursivo. Como deja sentado en
la Poética, esos nombres peregrinos
como la metáfora y otras alteraciones de lenguaje se permiten sólo a los
poetas, que son tan imitadores como los pintores y los imagineros.
Esopo, La vida del Ysopet con sus fábulas historiadas, Zaragoza: Juan Hurus, 1489
La
porfía del texto
Como tantas veces se ha
dicho, todo texto, por denotativo y teorético que sea o pretenda ser, y aunque
tenga como norte la comunicación más que la expresión, no se da de manera
natural. Es, por el contrario, un artificio, un montaje, para el cual se elige
un registro de lengua y por ende un lenguaje, una forma, un tono, un temple, un
punto de vista. Es lo que configura eso que se llama estilo, el cual, sin
embargo, en última instancia, no es escogido por el autor, sino que más bien se
le impone.
El mismo Platón —quien,
al parecer, en su juventud, y antes de su encuentro con Sócrates, habría
incursionado en la poesía lírica y trágica— no sólo echa mano del mito y la
alegoría que, se supone, es lo que se busca superar con el logos, sino que
parece valerse, muy a su pesar, de recursos propios de la obra dramática y
también de la narración, en los diálogos que conforman el corpus de su
pensamiento. Y para ello elige una situación, un escenario, un ambiente, unos
personajes concretos en medio de los cuales se impone la figura de Sócrates, especialmente
en los llamados diálogos socráticos.
Mediante la figura
interpuesta de éste, se atreve incluso el autor, en la República —para no salirnos de las fronteras de este libro fundador
de la teoría política—, a involucrar su propia subjetividad y a optar por la
narración en primera persona: “Ayer bajé al Pireo, junto con Glaucón, hijo de
Aristón, para hacer una plegaria a la diosa, y al mismo tiempo con deseos de
contemplar cómo hacían la fiesta, que entonces celebraban por primera vez…”[2].
Hasta aquí el texto
platónico podría ser el inicio de una crónica, una novela o un reportaje, si no
fuera porque inmediatamente pasa a segundo plano todo lo que conforma el marco
anecdótico: el puerto y sus aromas de salitre, la plegaria a la diosa y la
fiesta popular para dejar la escena libre, de tal manera que sólo brille el
“espectáculo de la verdad”. Desaparecen Céfalo, Polemarco y Glaucón, como seres
que sienten y desean, que viven, es decir, como personajes, y pasan a ser
simplemente nombres, intelectos parlantes, de los cuales sólo quedan sus voces,
como instrumento inerte del logos:
voces que preguntan, que replican, que asienten y consienten, que incitan al
verbo mayor, el de Sócrates filósofo y por ende poseedor de la Verdad.
Y en cuanto a la
elección de la forma dia-lógica, no hay que engañarse: no es más que una
herramienta dialéctica, en su sentido más esencial, una aliada del logos
para propiciar el alumbramiento de la Verdad. Apela exclusivamente a la Razón,
dejando de lado sentimiento y pasiones. Al
comparar Martha Nussbaum la forma de escritura elegida por el este filósofo (un
“teatro antitrágico”) con la tragedia —porque, en efecto, hay un tinte de
dramatismo en algunas de sus páginas, el comienzo del Critón, por ejemplo—, observa que “en el diálogo el debate no es
una prolongación de acontecimientos trágicos ni una respuesta a ellos: el
debate y el discurso son el acontecimiento” [3].
Es que si hasta la era
platónica se reconocía en el poeta al portador de la sabiduría, a partir de
este momento será una investidura disputada por los filósofos y ligada a la
Razón. Lo que lleva a Rousseau a apuntar
con picardía, que desde que en Grecia se impusieron los filósofos fueron
desplazados los músicos y los poetas y “al cultivarse el arte de convencer, se
perdió el de conmover”4.
También Descartes,
muchos siglos más tarde, pero en una indagación sin presupuestos, opuesta al
dogmatismo platónico, se apropia de la primera persona y adopta la forma de un
monólogo para llevar a cabo un auto-examen, en las Meditaciones Metafísicas, y una suerte de autobiografía, en el Discurso del Método.
Aquí, en este libro,
revisa lo que ha sido su vida hasta el momento, cuando decide buscar, desde la
más pura subjetividad, y a partir del ejercicio de la tabula rasa, una verdad a toda prueba. Aunque en las primeras
páginas manifiesta que en épocas pasadas admiraba la elocuencia y le encantaba
la poesía, también les da su voto de censura, al agregar que le parecían más
bien “dones del espíritu que frutos del estudio”. Y entonces deja aflorar sus
preferencias por el lenguaje de quienes tienen “un vigoroso razonamiento y
dirigen bien las ideas, a fin de hacerlas claras e inteligibles”, aunque se
expresen en un dialecto cualquiera y no se sepan nada de retórica 5.
Francisco Garau, El sabio instruido de la naturaleza, Valencia: Jaime de Bordazar, 1690.
El reino de la palabra
Si nos atenemos a
Nietzsche, toda filosofía sería portadora de una importante carga subjetiva, al
no ser más que la confesión de su autor, y por lo tanto, quiéralo o no, el
equivalente de sus propias memorias, en razón de ese carácter instintivo del
cual no escapa, según él, ni siquiera el pensamiento filosófico. Un principio
en el que resulta imposible no evocar aquella advertencia de Montaigne a los
lectores de sus Ensayos: “Yo mismo
soy la materia de mi libro”. Las obras de Nietzsche son, en efecto, retazos de
vida, casi siempre genuinas novelas personales, en el sentido psicoanalítico
del término, que mucho revelan de su intimidad anímica.
Pero lo que sí estaría
más allá de toda polémica es que, en tanto que texto, y en el sentido más
literal, la filosofía es un género literario, una forma de escritura, como
apunta Fernando Savater. Y el filósofo
un escritor. Pero, además, la filosofía se sirve de recursos literarios como la
metáfora, la ironía, la fábula, el diálogo y muchos otros. La imagen mítica de un
Sócrates ágrafo, desplegando su saber mediante la transmisión oral —saber que a
la postre será convertido en texto por el discípulo— representa una excepción en la historia
cultural y sería impensable hoy en día. Es que el escritor, en nuestra civilización
que aún gira en torno a la galaxia de Gutenberg, lo es en el sentido sartreano,
del que constituye por el lenguaje, que impone nombres, que ama las palabras.
Sartre es, por
supuesto, una referencia inevitable cuando del binomio filosofía/literatura se
trata. ¿Novelista o pensador filosófico? ¿Creador literario en La Náusea y Las Moscas y filósofo en El
ser y la nada? Para él, empero, no
parece existir dualidad ni mucho menos contradicción, porque tal como lo
plantea en su biografía intelectual (Las
palabras), una sola condición reivindica: la de escritor, por lo que habría
tanta verdad en unas obras como en las otras. Y esa pasión por las palabras no
se percibe solamente en el fabulador. Cuando Sartre entrega su pensamiento en la dimensión más
teórica y menos estética lo hace como quien pretende ir mucho más allá del
binomio significante/significado. Para no hablar de ese virtuoso prosista que
era el Heidegger ensayista.
En otro maître à penser del siglo XX, Teodoro
Adorno, también se da una relación íntima entre el pensamiento y el texto.
Entre las cuatro posibilidades que según Maurice Blanchot se presentan al
intelectual (la enseñanza, la investigación especializada, la acción política y
la escritura), el oscuro de Francfurt elegiría la última, y nunca habría
aceptado una brecha entre el escritor y el teórico. Como resultado de esa
correspondencia entre el pensamiento y el texto, el estilo de Adorno es en
estricto sentido, el de un escritor. Un estilo con mucha frecuencia
fragmentario y aforístico, configurado a partir de los modelos del arte de la
modernidad, que viola permanentemente los códigos del ”lenguaje normal” o referencial, tanto como los del “lenguaje
filosófico”, no sólo por la vía sintáctica, sino también por el recurrente
empleo de imágenes y figuras retóricas.
Pero volvamos a Platón.
Ese “espectáculo de la verdad” se reserva con carácter de exclusividad al
filósofo y a la filosofía que en tanto que disciplina ligada a la academia hará
suyo el lenguaje de la ciencia y el estilo de la prosa argumentativa: el
impersonal tratado, que se apoya en la certeza y privilegia la función
denotativa-cognoscitiva. Es el discurso de los profesores de filosofía que
prevalecerá hasta el siglo XIX y que se propone enseñar valiéndose de los
medios de la fría argumentación. Es que en el horizonte de la Razón, el
cometido de una disciplina como la filosofía, con pretensiones científicas,
será la búsqueda de las condiciones lógicas y teóricas para el conocimiento de
la Verdad. El filósofo así entendido, al mismo tiempo que se sirve de la Razón,
la sirve.
Simulacro de realidad
Lo verdadero como
atributo de lo que es portador de Verdad se distingue de lo verosímil (símil de
lo verdadero, que tiene apariencia de verdadero) como el día de la noche.
Digamos, haciendo el papel de abogado del diablo, que mientras el filósofo
busca la quimera de la verdad, el fabulador, cuentista o novelista, construye una quimera de la verdad.
Seres, objetos, situaciones, creados por su imaginación o
extraídos de la realidad, deben aparecer ante el lector de manera tan vívida,
como si fueran la misma realidad. Se dice entonces que un relato tiene
credibilidad, que es convincente.
Cómo poner en duda,
en una novela como El viaje vertical, que la vida del septuagenario Federico Mayol se
hunde en una catástrofe a partir del momento en que su mujer, sin explicación
alguna, lo expulsa definitivamente del que ha sido su domicilio conyugal en
Barcelona durante cincuenta años. El arte narrativo de Vila Matas nos hace
sentir la desazón de este hombre al caer la tarde, la rabia acumulada de la
mujer, el leve sonido de los granos al caer en la olla…
Ella,
que estaba pelando guisantes en la cocina bañada por la luz del atardecer, se interrumpió precisamente a
causa del miedo que le tenía a su
marido, y él entonces con aire de suficiencia le ordenó que continuara.
—Está
bien —dijo ella, mirando absorta cómo iban los guisantes cayendo cadenciosamente en el
recipiente de porcelana—, tú lo has querido,
querido. Ahora te diría lo mucho que me gustaría que te fueras de mi lado, que te marcharas de esta casa para siempre y
me dejaras sola. Sí, eso te
diría. Márchate, Federico. Déjame sola, quiero saber
quién soy, lo necesito6.
Es que si al escritor
de no ficción, al periodista, por ejemplo, se le exige fidelidad a la verdad
—siempre en minúscula, sobra decir, la verdad de los hechos—, que sea un
observador y testigo de la realidad, apasionado incluso, pero que sepa tomar la
distancia necesaria —como alecciona quien de sobra conoció el asunto, Tomás
Eloy Martínez—, del fabulador se espera
que tenga pálpito, emoción, y la sepa comunicar, que convenza, y para ello se
le autoriza a valerse de todas las estrategias y artificios: hasta ser,
incluso, juez y parte y narrador de la historia, en función de lograr esa
ilusión de verdad.
Según Mario Vargas
Llosa, otro ducho del oficio y sus misterios, la novela, “género impuro por
excelencia”, puede ser formalmente imperfecta, defectuosa en su estructura, y
sin embargo, cautivar. Porque para él lo que importa es el “vigor persuasivo”
de su argumento, que sus personajes estén perfectamente delineados, que dé
cuenta de vidas intensas, de intrigas, audacias, maldades y grandezas.
Claro, también se da el
caso de los fabuladores que construyen alegorías para “decir algo más”. Son
palabras del propio José Saramago quien, de manera persistente, reivindicó su
condición de hombre de reflexión, de escritor al servicio de las ideas, de
ensayista que no sabe escribir ensayos y que lo que se propone no es sólo
inventar y contar una historia sino “decir algo”. Albert Camus, amén de hacerlo
en sus obras de ficción, narrativas y de dramaturgia, reflexiona sobre el
asunto, a propósito de teoría y novela:
Ya
no se cuentan historias; se crea el universo propio. Los grandes novelistas son
novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis. Así lo son
Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievsky, Proust, Malraux, Kafka, para no
citar más que algunos (…) Pero justamente el hecho de que hayan preferido
escribir con imágenes, más que con razonamientos revela cierto pensamiento que
les es común, convencidos de la inutilidad de todo principio de explicación y
del mensaje docente de la apariencia sensible 7
.
Como siempre se ha
reconocido, la literatura, como creación imaginaria, termina siendo portadora
de grandes verdades, las de la vida —relativas y contingentes— y forjadora de
arquetipos humanos. Sigmund Freud fue consciente del profundo conocimiento que
de la psique tienen los escritores y
reconoció que las creaciones de los clásicos, de Sófocles, Shakespeare,
Dante, Dostoievski, habían hecho aportes fundamentales a su teoría, que se
habían adelantado incluso a sus propias búsquedas: “Los poetas y novelistas son
valiosos aliados y su testimonio debe ser estimado muy en alto, pues ellos
conocen entre cielo y tierra cosas que nuestra sapiencia escolar no podría ni
siquiera sospechar”8, se lee en uno de
sus ensayos de Psicoanálisis aplicado
.
No estaría de más
recordar que las herramientas escriturales de Sigmund Freud apuntaban a la
literatura más que a la ciencia. La manera tan sugestiva de presentar sus casos
clínicos y avances teóricos evocan con mucha frecuencia el arte del narrador, y
en efecto, su admirable manejo del alemán, amén de su capacidad comunicativa,
su estilo diáfano y su buena prosa le merecieron en 1930 el Premio Goethe de
Literatura.
La
mentira de la Verdad
Contra los principios
socráticos —la Razón, la Verdad y el Bien—y contra toda la tradición filosófica
de inspiración platónica, se erige el pensamiento trasgresor y clarividente
de F. Nietzsche. Desde su primer libro, El nacimiento de la tragedia, no sólo
adopta un estilo que rompe con el de sus predecesores sino que pone la lupa en
la creación artística, como lo verdaderamente importante para el hombre.
La transmutación de
valores por él operada parte de un profundo desencanto con respecto a la Verdad
como asunto de dogma, que convertirá en fábula, y también con respecto al
lenguaje oficial de esa Verdad. En consecuencia, su prosa, polémica y
provocadora, se sentirá a sus anchas en un estilo más panfletario que
argumentativo y en formas distintas y distantes de las aceptadas por el sistema
de la filoacademia, como son el aforismo, el fragmento y la alegoría, además
del ensayo. En sus confesiones, entregadas en Ecce Homo se precia Nietzsche de que su maestro Ritschl, juzgara
sus trabajos filológicos como los de un novelista y de que otro de sus
contemporáneos viera en Zaratustra un
ejercicio de estilo. Significativa también es la apreciación de Thomas Mann
cuando dice que “Nietzsche llevó la lengua alemana a lo más alto que ella puede
ser llevada” y que “nadie ha escrito un mejor alemán” 9.
En la escritura
nietzscheana tienen cabida la elipsis, la metáfora, la hipérbole y cuanta
figura retórica sirva a sus propósitos de destructor de ídolos y fustigador de
la metafísica y el idealismo. Una
escritura que al privilegiar lo connotativo, primero impacta, luego seduce y
sólo después puede llegar a persuadir, con el riesgo adicional de exponerse a
la polisemia y a la diversidad de lecturas e interpretaciones, cuando no a los
flagrantes malentendidos a que, en efecto, ha dado lugar. Por eso no han
faltado los detractores y espíritus dogmáticos que lo excluyan de los cenáculos
de la filosofía y lo releguen, con ánimo descalificativo, al bando de la
literatura. Nadie puede negar, sin embargo, la profunda elaboración conceptual
de su prosa, consubstancial de un pensamiento que se precia de aniquilador y
que discurre, como él mismo se empeñó en hacerlo entender, intempestivamente y
a martillazos: “Ya no hablo con palabras sino con rayos”.
De resonancias también
autobiográficas, su obra más poética es Así
habló Zaratustra. Nietzsche era consciente de que había escrito un poema,
tal vez un ditirambo, en su sentido primordial de loa a Dionisos (“soy el
inventor del ditirambo”, escribirá en Ecce
Homo).
Hace ya mucho tiempo que se puso el sol, dijo por
fin; el prado está húmedo, de los
bosques llega frío/ Algo desconocido está a mi alrededor
y mira pensativo. ¡Cómo! ¿Tú vives todavía, Zaratustra?/ ¿Por qué? ¿Para qué?
¿Con qué? ¿Hacia dónde? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No es
tontería vivir todavía?/ Ay, amigos míos, el atardecer es quien así pregunta desde mí. ¡Perdonadme mi
tristeza! / El atardecer ha llegado:
¡perdonadme que el atardecer haya llegado!10.
También es la de
talante más narrativo, al valerse de una supuesta ficción y de la figura
interpuesta de un personaje mítico para poner en boca suya las reflexiones que
tejen su demoledora tetralogía configurada por la muerte de Dios, el
superhombre, la voluntad de
poder y el eterno retorno. A los 30 años, un hombre llamado Zaratustra,
se retira a Los Alpes a meditar sobre la vida, la naturaleza y el destino
humanos. Cuando siente que ha llegado el momento propicio, decide regresar para
buscar seguidores y discípulos que le ayuden a difundir su nuevo mensaje.
Cada uno de los breves fragmentos
que integran la obra está identificado por títulos literarios rematados casi
todos por la misma letanía: “Así habló Zaratustra” que evoca al menos perspicaz
de los lectores aquélla del ritual de la misa cristiana pronunciada después del
evangelio: “Palabra de Dios”. El propio autor, en carta al editor, se referirá
a su libro como el quinto evangelio.
Esopo, grabado del s. XVIII
Habla
y escribe que algo queda
En las
librerías y bibliotecas suelen ubicar Así
habló Zaratustra en el estante de la Filosofía, según corresponde a un
autor, aceptado a regañadientes como el filósofo Friedrich Nietzsche. Sin
embargo, un bibliotecario escrupuloso podría confrontar dificultades para la
catalogación de un libro que a primera vista
echa un cuento, y que, además, hace uso permanente de imágenes y
símbolos. A ello se sumaría el hecho de que algunos textos de referencia lo
etiquetan como “novela filosófica” o como “poema filosófico”, y que en Alemania
es apreciado como una de las grandes creaciones de la lengua.
No hay, empero, en Zaratustra, hilo narrativo como tal.
No hay tal trama ni argumento, de acuerdo con el esquema canónico de un
comienzo, un desarrollo y un final, lo que hace que los fragmentos se puedan
leer separadamente y al azar, en la medida en que son unidades semánticas
independientes, cada una de las cuales contiene una “enseñanza”. Lo que le pasa
a este personaje en un momento y en una circunstancia determinados, los amores
y sufrimientos de este predicador moderno, su vida, pasión y muerte, en fin, no
son el meollo del asunto. Que si el ermitaño “se levantó de su lecho, se ciñó
los riñones y salió de su caverna”, que si “se sintió de repente como rodeado
por bandadas y revoloteos de innumerables pájaros”, nada de esto tiene
importancia, porque el foco es otro. El título no miente y así como los
personajes de Platón son voces del logos,
Zaratustra también es puro verbo, en minúsculas, pero verbo al fin: sólo tiene
relevancia lo que esta criatura, en apariencia novelesca, piensa y habla.
De allí que preguntar
si estamos ante un mito, un poema, un cuento,
una novela filosófica o filosofía a secas puede ser importante para el
bibliotecario en función de resolver un problema práctico de organización de la
información, pero resulta irrelevante para el destinatario final de todo
discurso: el lector, para el cual la obra de Nietzsche no debería ser otra cosa
que la creación verbal de quien tuvo la porfía de pensar y escribir, dos
acciones inseparables en la vida intelectual. Por eso, como dice una vez más
Eugenio Trías, “no hay verdadera filosofía sin estilo, escritura y creación
literaria, pero tampoco la hay sin elaborada forja conceptual”11.
Cuando, a partir del
filósofo de Zaratustra, y a lo largo del siglo XX, el sesgo de lo relativo y el
espíritu anti sistema se instalan en el pensamiento, ya no será el científico
el modelo a imitar por parte del filósofo, y el ensayo como forma literaria, se
convertirá en un tipo de expresión caro, por no decir, el más adecuado para la
filosofía de los tiempos modernos. Antes de Nietzsche, ya había sido
Schopenhauer el primer filósofo alemán que mereciera ser llamado escritor, por
las cualidades literarias, por el vigor y la elegancia de su prosa, sápida y al
mismo tiempo diáfana.
Habría que repetir
entonces lo que tantas veces se ha dicho: que es tarea carente de sentido la de
establecer dónde termina la literatura y comienza la filosofía, o viceversa,
porque están amasadas de lo mismo, y hay tantas verdades como mentiras en una y
otra. Y si bien es cierto que durante siglos, por influjo del poderoso
platonismo, se trató de demarcar netamente una frontera, a partir de la
modernidad que tiene como referente el Romanticismo, se valora por sobre todo
el ser escritor y llegar a ser identificado como tal a fuerza de un estilo.
Hay que volver a
Nietzsche para ver cómo define el arte de su estilo: ”Comunicar un estado, una
tensión interna de pathos, por medio de signos, incluido el tempo (ritmo) de
esos signos (…). Y teniendo en cuenta que la multiplicidad de los estados
interiores es en mí extraordinaria, hay en mí muchas posibilidades del estilo”12. Ese estilo que es fusión del ser, el
pensar y el decir y no instrumento al servicio de algo, se convierte, por
encima de la condición de profesor y por supuesto de aquella un tanto
desdibujada en nuestros días, la de “pensador”, en la máxima aspiración de todo
aquél que trajina con el lenguaje de los conceptos.
NOTAS
[1]
República. Madrid, Editorial Gredos,
Biblioteca Clásica Gredos, 94, Introducción, traducción y notas por Conrado
Eggers Lan, 1988. Pag. 474- 476.
2
Ibid. Pag. 57
3 La
fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega.
Madrid, Visor, La balsa de la medusa, 1995. Pag.188
4 Ensayo
sobre el origen de las lenguas México, Fondo de Cultura Económica, 1996. Pag.80
6
Caracas, Monte Avila Editores, 2001. Pag. 3
7
El mito de Sísifo. Buenos Aires.
Edit. Losada, 1967. Pag. 80
9 “Un rebelde: Federico Nietzsche”. Revista Argumentos, No. 6/7. Bogotá, 1983. Pag.
14
10 Así
habló Zaratustra. Madrid:
Alianza Editorial, 1998. Pags. 168-168.
11 “La filosofía y su poética”. Revista Archipiélago, No. 50. Madrid, 2002. Pag.
44.
12 Ecce Homo. Madrid: Alianza Editorial, 1998. Psag. 69.
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