Venezuela
y la crisis
Juan
Nuño
(artículo publicado en 1988)
(artículo publicado en 1988)
“SER
DE AQUÍ” no es sólo vivir aquí; ni siquiera morir aquí; tampoco se puede
reducir a los nacidos aquí, lo cual es
una condición insuficiente ya que nacimiento por sí mismo no otorga la
condición ontológica, es decir, la de “ser”. Para ello, para ser de aquí o de
cualquier lugar, hay ante todo que querer serlo y luego ganárselo,
preferiblemente a pulso. Ser de un país es como ser de una persona: resultado
de una lucha, de una confrontación, de una común existencia llena de altibajos,
venturas y sinsabores, odio y amor, convivencia. Se termina por ser de aquí; no es que se
empiece siéndolo: premio y castigo de una larga y sostenida lucha, relación
diaria de vivir en y para el sitio en donde se está. Este sitio es aquí,
Venezuela.
Hace
tan solo 20 años aún era fácil intentar el retrato del país: basta con usar expresiones
tales como “proyecto”, “esperanza”, “futuro” y “país joven”. Además de
espejismo, como se viera, tenían el inconveniente de ser genéricas: lo mismo
podían predicarse de Venezuela que de Brasil o Colombia. La llamada crisis, es
decir, la toma de conciencia de nuestras muchas limitaciones, reducidas a una,
ha permitido marcar linderos, establecer diferencias.
No
es azar el que México enfrente esta crisis de manera muy distinta a como lo
está haciendo Venezuela. Allí, en el
momento de la verdad, que fue el de encontrarse solos ante el toro inmenso de
la deuda, es cuando se vio quién es quién. Venezuela ha probado que disponía de
unas condiciones materiales, estructurales, más aptas para resistir las
consecuencias; al menos, en un primer tiempo. Por un lado, la masa poblacional
aún no desmesurada; por otro, una excesiva concentración de la riqueza en muy
pocas manos, comenzando por las del Estado, verdaderas manos de Orlac. Lo primero reduce las necesidades: a menos
población, menos gasto; lo segundo,
desata la obscura paradoja de los beneficios del mal: a mayor pobreza, menores
exigencias. A México, a Brasil, la crisis de la deuda los agarró en pleno
intento de construir una sociedad industrial: simplemente, los parte por la
mitad, dejándolos tullidos. Pese a la retórica de la Gran Venezuela y sueños semejantes, aquí no se había
despegado. El golpe lo reciben los que tienen, lo que no quiere decir que se
queden con él.
Lo de menos es el análisis del
fenómeno “crisis”; lo que interesa es mostrar la especificidad de Venezuela,
revelada precisamente por medio del fenómeno. Ahora puede verse sin las
telarañas del progreso, los países jóvenes y bobadas similares, que Venezuela ,
si es algo es esencialmente un país pobre, básicamente pobre, una casa sin
levantar, cuasi un conuco, al que por instantes le había caído una lluvia de
dinero ¿Recuerdan el episodio final de Seis
destinos (Tales of Manhattan), de 1942? El frac lleno de dólares aterriza
en una pobrísima comunidad negra del deep
South. ¿Qué hacen con la súbita fortuna? No deciden mejorar la aldea,
reparar caminos, levantar escuelas o aumentar sembradíos, sino que se lo
reparten alegremente, a cada quien según sus necesidades o caprichos. Al menos,
allí, en el apólogo de Duvivier, lo reparten mal que bien entre todos. Y lo
gastan, simplemente lo gastan, que es la única forma en que el pobre puede
relacionarse con el dinero. En su Philosophie
des Geldes, observaba Simmel, en los albores del siglo que ahora muere, que
algunos humanos son avaros sólo porque el dinero, mientras se mantuviera como
tal, no decepcionaría jamás. Es decir, al no ser gastado el dinero, no se puede
aplicar a objetos, cuya satisfacción, como en general la de todos los deseos, decepciona
más pronto que tarde. Mientras que tener
dinero acumulado es tanto como conservar en forma permanente el potencial de
los deseos que ese dinero puede proporcionar, siempre por supuesto que no se
gaste. Por eso hay ricos y pobres. No por aquella simpleza de que unos toman el
dinero como fin y otros como medio. Justamente al contrario: el rico es quien
hace del dinero el medio absoluto, pues invertir no es gastar, sino trasladar
el poder del dinero de una a otra bolsa para que siga siendo aun más poderoso,
es decir, para que conserve e incremente su potencial dispensador de deseos. Pobre
es quien pone fin al dinero, transformándolo en sus deseos, reduciéndolo a
objetos, gastándolo. Como en el amor cumplido, es inevitable que surjan las
decepciones. “Ah qu´ils sont beaux les
trains manqués!”, suspiró el poeta, dando una lección de sabiduría económica y
amatoria. Venezuela ciertamente no perdió el tren: se montó rauda en el vagón
de la fortuna súbita. Hizo lo que hacen los pobres: gastar mientras hubiera.
Pero no por mucho gastar se deja de ser pobre; al contrario, se prueba la
condición de tal. De ahí, la paradoja evocada antes:
por tener menos desarrollo, Venezuela ha sido menos tocada por la crisis y, en
consecuencia, menos expuesta a alteraciones sustanciales. Fuera de la
burocracia y el petróleo, apenas hay estructuras modernas dignas de ese nombre.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como cualquier esquema finja
representar. Subsiste la condición básica de pobreza, pero también continúa aún
en forma restringida el chorro de dinero que cae del cielo (o, es igual, que
sube del infierno). Y ahí se complican las cosas. Porque, además de ser pobres,
lo somos más, ya que es una pobreza que arrastra una larga deuda; luego, la
pobreza puede seguir enmascarándose con el frac que sirve para cubrir los
harapos del espantapájaros ¿Qué buen venezolano no cree en su mayamero corazón
que es cosa de esperar a que vuelvan los buenos tiempos del easy money? Lo grave es que ni el mejor
economista del mundo podría asegurar que tal no sucederá; grave es, en efecto,
que pueda volver a ocurrir el mismo o más gordo milagro de la incontenible
lluvia de petrodólares. Entonces, el venezolano será el más férvido creyente de
la diosa Fortuna y adquirirá para siempre la sicología de los más enviciados
jugadores de casino. Para él, la historia se convertirá en rueda que unas veces
girará a su favor y otras en contra; la vida, en una feria y el destino, ciego,
en manos de los dioses.
Tal es el “aquí”, hoy, del que a plena conciencia somos. Pero no todo es crisis ni el aire tiene que reducirse al de los hidrocarburos. Con o sin crisis, con o sin riqueza petrolera, ser de aquí determina un modo de ser, que no siempre se ve con claridad.
Ante todo, esa manía mitológica de andar mirando atrás: que si Bolívar esto, que si Bolívar aquello. Buena porción de la cultura venezolana padece de goofusitis, enfermedad retrospectiva, derivada del pájaro aquel que describiera Borges, el Goofus Bird, que se caracterizaba por construir el nido al revés y volar para atrás, ya que no le importaba a donde iba, sino donde estuvo. Menos bolivarianismo y más presentismo. Ser actuales y críticos servirá para establecer de una vez por todas que buena parte de la carga de ser de aquí es prestada. La manía de la identidad podría comenzar por la aceptación de que, aun más que otros (aun más que México o Perú), Venezuela es una prolongación cultural europea; con todas las mezclas y componentes que se quiera, pero esencialmente europea. Además del sustrato (comida, costumbres, religión), es europea la cultura venezolana y no sólo hispánica, sino de confluencia decididamente latina: española, francesa, italiana. No por cierto como en el sur del continente: allí, además de otras proporciones, hay un componente británico, mal que les pese. De modo que la carga de ser aquí es una carga compleja. Pensar en venezolano significa un mucho pensar en español, un bastante pensar en francés y un algo pensar en italiano (y hasta un poco en portugués). En 1988 y más adelante, sépase que las generaciones venezolanas son híbridos de esas formas culturales. Bien estaba, cuando se podía, ir a comprar chucherías al norte; mal está que ahora, cuando se puede mucho menos, se sustituyan aquellos viajes consumistas con la inversión del esfuerzo: si no podemos ir a la Meca Florida, que ésta venga a nosotros por medio de las parabólicas, para seguir consumiendo con los ojos. Esfuerzos todos por distorsionar la auténtica pertenencia cultural venezolana. Que encuentra sus verdaderas raíces más en Sevilla que en Orlando, mejor en París que en Fort Lauderdale, antes en Nápoles que en Nueva York.
Menos se sentirá como carga el ser de aquí si, además de bien repartir y asumir dicha carga, se aumenta: es la técnica del beduino con el camello. Cuando se niega a levantarse con cierto peso, se lo redoblan e intentan que marche: menos aún. Entonces, le quitan la carga extra, dejándole la original y el camello se yergue presto con lo que al principio no había querido trabajar. Si a la carga de ser de aquí se añade la de venir de allí, que no es poca, y aceptarlo como consustancial de aquélla, más llevadera será la travesía del desierto que se avecina.
Tal es el “aquí”, hoy, del que a plena conciencia somos. Pero no todo es crisis ni el aire tiene que reducirse al de los hidrocarburos. Con o sin crisis, con o sin riqueza petrolera, ser de aquí determina un modo de ser, que no siempre se ve con claridad.
Ante todo, esa manía mitológica de andar mirando atrás: que si Bolívar esto, que si Bolívar aquello. Buena porción de la cultura venezolana padece de goofusitis, enfermedad retrospectiva, derivada del pájaro aquel que describiera Borges, el Goofus Bird, que se caracterizaba por construir el nido al revés y volar para atrás, ya que no le importaba a donde iba, sino donde estuvo. Menos bolivarianismo y más presentismo. Ser actuales y críticos servirá para establecer de una vez por todas que buena parte de la carga de ser de aquí es prestada. La manía de la identidad podría comenzar por la aceptación de que, aun más que otros (aun más que México o Perú), Venezuela es una prolongación cultural europea; con todas las mezclas y componentes que se quiera, pero esencialmente europea. Además del sustrato (comida, costumbres, religión), es europea la cultura venezolana y no sólo hispánica, sino de confluencia decididamente latina: española, francesa, italiana. No por cierto como en el sur del continente: allí, además de otras proporciones, hay un componente británico, mal que les pese. De modo que la carga de ser aquí es una carga compleja. Pensar en venezolano significa un mucho pensar en español, un bastante pensar en francés y un algo pensar en italiano (y hasta un poco en portugués). En 1988 y más adelante, sépase que las generaciones venezolanas son híbridos de esas formas culturales. Bien estaba, cuando se podía, ir a comprar chucherías al norte; mal está que ahora, cuando se puede mucho menos, se sustituyan aquellos viajes consumistas con la inversión del esfuerzo: si no podemos ir a la Meca Florida, que ésta venga a nosotros por medio de las parabólicas, para seguir consumiendo con los ojos. Esfuerzos todos por distorsionar la auténtica pertenencia cultural venezolana. Que encuentra sus verdaderas raíces más en Sevilla que en Orlando, mejor en París que en Fort Lauderdale, antes en Nápoles que en Nueva York.
Menos se sentirá como carga el ser de aquí si, además de bien repartir y asumir dicha carga, se aumenta: es la técnica del beduino con el camello. Cuando se niega a levantarse con cierto peso, se lo redoblan e intentan que marche: menos aún. Entonces, le quitan la carga extra, dejándole la original y el camello se yergue presto con lo que al principio no había querido trabajar. Si a la carga de ser de aquí se añade la de venir de allí, que no es poca, y aceptarlo como consustancial de aquélla, más llevadera será la travesía del desierto que se avecina.
Juan Nuño, Caracas, 1988.
Tomado de:
Nuño, J. 1989: Fin de Siglo. Ed. F.C.E. México.
Tomado de:
Nuño, J. 1989: Fin de Siglo. Ed. F.C.E. México.
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