Jean Jacques Rousseau
o la República va de fiesta
David
De los Reyes
En su obra Carta
a D’Alembert (Amsterdam 1758),
encontramos las reflexiones de este filósofo respecto a la condición del teatro y el espectáculo
público en el siglo XVIII. Escrita para esclarecer lo relacionado al
proyecto de un teatro de comedia en su
ciudad natal, Ginebra, es más que todo, una toma de conciencia y una
recomendación para que un Estado pobre,
una pequeña ciudad y un pueblo libre asuma una elección frente a los
espectáculos públicos. Advirtiendo que en toda ciudad pequeña cualquier
innovación es peligrosa, el teatro no era, para nuestro moralista, una
necesidad vital para la vida ciudadana de Ginebra. Más que extraer los placeres y los deberes
por lo aprendido en los espectáculos teatrales
recomienda que tales placeres y
deberes surjan de la propia condición de
ciudadanos. Su propuesta no es de dejar sin espectáculos a la
república ¿Es que no hace falta ningún
espectáculo en una República? Al contrario, hacen falta muchos.
Todo espectáculo es visto como una
diversión y ya que todo hombre requiere de ellas, serán lícitas por ser
necesarias. Pero Rousseau (1712-1778), dicta
que no todo espectáculo puede considerarse necesario. La censura es en
este texto, y en este argumento, un ingrediente
esencial que alimentará a todo el
planteamiento respecto a los tipos de espectáculos a dar ante un pequeño pueblo
libre, pero establecido en el marco de
un estado pobre. Si hay espectáculos necesarios, también habrán inútiles e
indignos para la moral pública. Toda
diversión inútil es un mal por ser la vida algo breve, por quitarnos la atención y un tiempo que hubieran podido ser utilizados en forma más constructiva para nuestras individualidades
y sociedad; vida breve, por ello insta a que el tiempo sea entendido
como el recurso más escaso y precioso que poseemos -¿acaso no es lo único que
poseemos?. El espectáculo impone la ilusión de la reunión pública y si ello es
así será, paradójicamente, el lugar
donde cada quien se aísla de los otros. En toda diversión, que proporciona todo espectáculo que depare interés al
observador, conlleva el que nos olvidemos de nuestra cotidianidad,
nuestra rutina, de los amigos, los vecinos, los allegados e interesarse por patrañas, a llorar
desventuras de los muertos o a reír a expensas de los vivos.
Rousseau propone que todo
espectáculo debe estar hecho en función del pueblo y por esa condición es que podemos suponer sus bondades o su inutilidad para la
moralidad pública. Los espectáculos varían de un pueblo a otro, por la
diversidad de las costumbres, los temperamentos, los caracteres y valores. El
hombre está sujeto a ser moldeado por las religiones, los gobiernos, las leyes,
las usanzas, por los prejuicios, por los climas; de ahí que huelga a comprender
el sentido moral de lo justo e injusto, correcto o incorrecto, bueno o
malo según tal
época o tal país. La diversidad de
los espectáculos nacerán de la diversidad de las naciones. Cada nación
desarrollará un gusto respecto a este o aquel tipo de diversión pública y
acorde a la conformación, estadio de
desarrollo y educación del grupo humano que lo conforma. La mentalidad,
sensibilidad, actitudes de las personas, determinan la presentación y elección
de los espectáculos. Rousseau nos señala que un pueblo intrépido, austero y cruel, quiere fiestas cruentas y
peligrosas, en que brillen el valor y la sangre fría. Un pueblo feroz y
ardoroso quiere sangre, combates, pasiones atroces. Un pueblo
voluptuoso quiere música y danzas. Un pueblo galante quiere amor y
cortesía. Un pueblo jocoso quiere chanza
y ridículo, ¿en cuál se apunta Ud.?
Si se quiere complacer al público habrá que darles espectáculos que satisfagan
sus propias inclinaciones, si bien
serían mejor aquellos
espectáculos que las moderasen.
El creador complaciente seguirá,
intuirá y satisfará los sentimientos del público. La razón no se lleva
bien con lo que pasa en las tablas. De ahí que sea también los temperamentos pasionales los que se
presenten en los espectáculos. Los hombres sin pasiones no interesarían a
nadie. Un estoico en una tragedia será
un personaje insoportable, apático,
frívolo para los fines de toda obra teatral: despertar la identidad de
las pasiones -de las emociones diríamos ahora-
entre espectáculo y público.
La opinión de Rousseau respecto a la función del teatro será más que
cambiar sentimientos y costumbres, lo único que puede hacer es seguir y embellecer las que se han arraigado en
el sentido común. Lo contrario llevaría
al rechazo. Cuando Molière reformó el
teatro cómico, atacó modas y ridículos; pero no
ofendió con ello el gusto del público. De ahí que la clase de
espectáculos está determinada por el placer que provocan, más que por su
utilidad; su principal objeto es el de agradar,
con tal de que el pueblo se divierta,
este objeto queda cumplido.
Su recomendación del por qué toda
república adopte los espectáculos públicos al aire libre en vez de crear un
teatro de comedia es determinante. A los pueblos no les basta que tengan pan y
ciertas condiciones normales de vida. Requieren
que también se sienta que se vive
agradablemente, ello con el fin
de poder cumplir mejor sus deberes
propios y que se ame cierto orden público para el bien de todos. Las
buenas costumbres dependen, más de lo que se piensa, de que cada cual se encuentre
a gusto dentro de su Estado. Y todo irá mal cuando uno envidia y
aspira el empleo de otro. Por ello se
debe amar nuestro propio oficio. El Estado es bueno cuando cada quien ocupa su
lugar dentro de la sociedad a la que pertenece, advierte. Rousseau sigue siendo,
hasta cierto punto, un admirador de La República de Platón. El pueblo no
sólo debe tener tiempo para ganarse el pan sino también ocio para comérselo con
alegría; lo contrario llevará a
separarse de su oficio. La aversión al trabajo abruma más a los
desdichados que el trabajo mismo. Por ello al pueblo, para hacerlo activo y
laborioso, hay que darle fiestas,
brindarle diversiones que le muevan a amar su condición y le impida envidiar
otras menos gratas; fiestas solemnes y periódicas, en las que se prevenga cualquier perturbación al orden y buen gusto.
Todo este proyecto, con semblante de galantería y recreo, tendrán una utilidad pública en la medida
que se establezcan sobre una base de importante
civismo y buenas costumbres. Para Rousseau las fiestas así dispuestas más que
parecerse a un espectáculo público semejarán
a una reunión de una vasta
familia, sentirán que conforman una
fraternidad pública, así, del seno de la
alegría y los placeres nacerían la conservación, la concordia y la propiedad de la República.
Si de la Carta a D’Alembert comentamos los argumentos a favor y en contra
de la fiesta pública y del teatro, ahora queremos hacerlo respecto a las observaciones que suscribe
Rousseau sobre la profesión del actor,
del comediante.
Si este ginebrino no tenía una
opinión elogiosa del teatro y de
la constitución de una compañía teatral dentro de los límites de una pequeña
república, no es menos crítica la opinión que le merecen los comediantes en
general. La condición del comediante es
calificada de ser individuos licenciosos
y de malas costumbres, y por ende, mal ejemplo para el pueblo. Los comediantes eran partícipes de
una profesión deshonrosa, siempre excomulgados, en cualquier lado despreciados;
son deudores perpetuos, no saben ser
comedidos con el dinero y son tan poco moderados en sus disipaciones como poco escrupulosos en
los medios de proveer a las mismas. Tales seres trastocarían
la pureza
de almas de los ciudadanos pertenecientes a una comarca piadosa; su
inocencia se perdería. Todas estas observaciones de moralista dieciochesco se le presentan como hechos incontestables. Si bien son asumidos como prejuicios, surgen como si fueran un producto endógeno a
la misma profesión.
Hurga en la historia para defender
este desprecio e intolerancia comedil.
Va a las páginas de Roma escritas por Tito Livio en la época antes de aparecer los cristianos y ahí nos constata que los actores, ya desde
entonces, eran infames. Se les privó de títulos y derechos ciudadanos y a las
actrices se las colocó en el rango natural
de las prostitutas. Y sin embargo, encontramos la ambigüedad del poder: eran
gentes que se les protegía, pagaba y pensionaba. Lo cual no le parece para nada
insólito pues, a veces, es oportuno que el Estado fomente y proteja profesiones deshonrosas
pero útiles. No menos útiles fueron en el año 390 cuando en Roma los juegos escénicos fueron introducidos con
motivo de distraer a los ciudadanos de
una peste que de este modo, a través de la diversión, se quería
conjurar, señala Rousseau al observar la condición política del espectáculo y
de la diversión pública.
También hay sus excepciones junto a sus
aclaraciones. Estos baldones sólo serán puestos a un determinado tipo de
comediantes, a los histriones y farsantes
que mancillan sus juegos con
obscenidades e indecencias. Si bien los llamados histriones Esopo y Roscio fueron
dos de los actores más grandes de ese período latino, al decir de
Cicerón en su obra Del Orador, (libro
II), lamenta este autor que un hombre tan honesto ejerza una profesión tan poco decente. Y por
el lado de la ley se encontraba el dictamen: Quisquis in scenam prodierit, ait proetor, infamis est, (Quien
quiera que suba a escena, dijo el
pretor, es infame). Tal juicio no recaía tanto sobre la representación
sino sobre el estado en que se hacía
oficio la misma. La condición de
esclavos también acompañó a los comediantes y
como tales se los trataba cuando el
público no estaba contento con ellos.
La única excepción, dentro de la
historia, a esta condición negativa del comediante la encuentra en la
civilización griega. En ella hubo
actores que no sólo ejercieron esa profesión sino que ocuparon ciertas funciones públicas, bien en el Estado o en embajadas. Los actores,
rodeados de tanto fausto impresionante,
compartieron los honores
tributados a los vencedores de los Juegos Olímpicos antiguos; éstos eran tenidos como los hombres más ilustres de la nación. Ello
se pudo dar debido a que, como opina él mismo,
Grecia nunca fue ejemplo de
buenas costumbres a excepción de Esparta, y
los espartanos, que no toleraban el teatro, se cuidaban muy bien de honrar
a los histriones.
Critica fuertemente al talento de los comediantes,
que consiste en desfigurarse, asumir otro carácter en lugar del propio, desdoblarse
en el personaje representado, vivirlo apasionadamente con sangre fría. Exhibirse en función del dinero, poniendo su
persona en venta; ello representaba en sí mismo lo bajo y servil. El espíritu
que el comediante recibe por su condición es
una mezcolanza de bajeza, de
falsedad, de orgullo ridículo, de indigno envilecimiento, que le hace apto para
toda suerte de personajes, excepto para el más noble de todos, el del hombre
que abandona. Los actores no se salvan en nada dentro de toda esta puritana
distorsión moral rousseauniana. Y sus observaciones nos muestran el
temor prejuicioso del autor: ¿no abusarán
jamás de ese arte para seducir a los jóvenes? Ante tal perversión,
sólo les da una posibilidad: el de ser
más virtuosos que los demás hombres, seguro.
Pero si estos son los planteamientos
de Rousseau respecto al teatro no por ello deja de ser revelador una nota al
margen de su Carta a D’Alembert, donde encontramos que su gusto personal será
totalmente distinto a lo dicho ahí. Sus propias palabras: A veces me resulta divertido
imaginar los juicios que algunos formarán sobre mis gustos a la vista de
mis escritos. Fundándose en éste, no dejarán de decir: este hombre está
loco por el baile, cuando me aburre ver bailar; no puede soportar
la comedia, cuando me gusta la comedia con pasión; tiene
aversión a las mujeres, cuando estaré más
que sobradamente absuelto de semejante cargo; está descontento de los
comediantes, cuando tengo infinitos motivos para estar plenamente satisfecho de
ellos y la amistad del único a quien he conocido particularmente no puede menos que honrar a un hombre de bien. Y respecto a los
autores de obras teatrales que ha censurado en su escrito opina para sí todo
lo contrario: Racine le encanta, nunca se perdería por nada una representación de cualquier obra de
Molière. De Corneille, que es el menos leído y visto por él, no lo tiene en la memoria para poderlo citar profusamente. Sus escritos dirigidos al gran público no coinciden respecto a lo que él piensa en su vida privada. Rousseau, ser bifronte, se sentía
orgulloso de sus obras por la
pureza de intención que las dictaba, por
el desinterés que había en ellos y que siempre
escribo contra mi propio interés, opinión a tener muy en cuenta al leerlo.
Su máxima: Vitam impendere vero:
¡Consagrar la vida a la verdad!, cita de Juvenal, fue el lema elegido para la
justificación del propósito de sus escritos. Yo bien puedo engañarme, lector, mas no engañarte a ti deliberadamente;
teme mis errores y no mi mala fe, nos dice. Su amor por el bien público es
lo que lo induce a dirigirse de esa
forma a ese mismo público. Republicano comunitarista de palabra pero
individualista liberal de corazón.
Y su juicio aprobatorio, en torno a las fiestas públicas, también nos
es revelado. En un recuerdo de su
infancia nos manifiesta que de niño lo
conmovió el haber asistido a un espectáculo bastante simple: un día de fiesta
de baile público en Saint-Gervais. Su padre, a quien acompañaba, le dijo: Juan Jacobo, ama a tu país. Mira a estos
buenos ciudadanos; todos son amigos,
todos son hermanos; la alegría y la concordia reinan entre ellos. Rousseau
rememoraba ese día como uno de los más felices de su infancia, un momento sin
igual en su vida. Las fiestas públicas son el espectáculo para una ciudad que
aspira albergar a gentes sencillas, ciudadanos honestos, hombres de trabajo y
un orden público justo para todos. Lugar
a donde la república va vestida de fiesta.
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