Pensamiento
nómada
(Sobre Nietzsche)
Gilles
Deleuze

Si nos
preguntamos qué es o en qué se ha convertido Nietzsche hoy, sabemos bien en qué
dirección hemos de buscar. Hay que mirar hacia los jóvenes que están leyendo a
Nietzsche, descubriendo a Nietzsche. Nosotros, la mayor parte de los presentes,
somos ya demasiado viejos. ¿Qué es lo que un joven descubre hoy en Nietzsche,
que no es seguramente lo mismo que descubrió mi generación, como eso no era ya
lo mismo que habían descubierto las generaciones anteriores? ¿Por qué los
músicos jóvenes sienten hoy que Nietzsche tiene que ver con lo que hacen,
aunque no hagan en absoluto una música nietzscheana, por qué los pintores
jóvenes, los cineastas jóvenes se sienten atraídos por Nietzsche? ¿Qué está
pasando, es decir, cómo están recibiendo a Nietzsche? Todo lo que en rigor
podemos explicar desde fuera es el modo en que Nietzsche siempre reclamó, para
sí mismo tanto como para sus lectores contemporáneos y futuros, cierto derecho
al contrasentido. Da igual qué derecho, por otra parte, puesto que posee reglas
secretas, pero en todo caso cierto derecho al contrasentido, del que hablaré
enseguida, y que hace que no venga al caso comentar a Nietzsche como se comenta
a Descartes o a Hegel. Me pregunto: ¿quién es, hoy, el joven nietzscheano? ¿El
que prepara un trabajo sobre Nietzsche? Quizá. ¿0 es más bien aquel que, poco
importa si voluntaria o involuntariamente, produce enunciados singularmente
nietzscheanos en el curso de una acción, de una pasión o de una experiencia?
Hasta donde yo sé, uno de los textos recientes más hermosos, y uno de los más
profundamente nietzscheanos, es el que ha escrito Richard Deshayes, Vivir es
sobrevivir, un poco antes de ser alcanzado por una granada en una manifestación
(a). Quizá una cosa no excluye la otra. Acaso sea posible escribir sobre Nietzsche
y además producir enunciados nietzscheanos en el curso de la experiencia.
Somos
conscientes de los riesgos que nos acechan en esta pregunta: ¿qué es Nietzsche
hoy? Riesgo de demagogia («Los jóvenes están con nosotros…»). Riesgo de
paternalismo (consejos a un joven lector de Nietzsche). Y, sobre todo, el
riesgo de una abominable síntesis. En el origen de nuestra cultura moderna está
la trinidad Nietzsche, Freud, Marx. Da igual si todo el mundo se ha deshecho de
ella de antemano. Puede que Marx y Freud sean el amanecer de nuestra cultura,
pero Nietzsche es algo completamente distinto, es el amanecer de una contra-
cultura. Es evidente que la sociedad moderna no funciona mediante códigos. Es
una sociedad que funciona a partir de otras bases. Si consideramos, pues, no
tanto a Marx y Freud literalmente, sino aquello en lo que se han convertido el
marxismo y el freudismo, vemos que están inmersos en una suerte de intento de
recodificación: por parte del Estado, en el caso del marxismo («es el Estado
quien te puso enfermo y el Estado es quien te curará», porque ya no será el
mismo Estado); por parte de la familia, en el caso del freudismo (la familia te
pone enfermo y la familia te cura, porque no es ya la misma familia). Esto es
lo que sitúa ciertamente, en el horizonte de nuestra cultura, al marxismo y al
psicoanálisis como las dos burocracias fundamentales, una pública y otra
privada, cuyo objetivo es realizar mejor o peor una recodificación de lo que no
deja de descodificarse en nuestro horizonte. La labor de Nietzsche, en cambio,
no es ésa en absoluto. Su problema es otro. A través de todos los códigos del
pasado, del presente o del futuro, para él se trata de dejar pasar algo que no
se deja y que jamás se dejará codificar. Transmitirlo a un nuevo cuerpo, inventar
un cuerpo al que pueda transmitirse y en el que pueda circular: un cuerpo que
sería el nuestro, el de la Tierra, el de la escritura…
Sabemos
cuales son los grandes instrumentos de codificación. Las sociedades no cambian
tanto, no disponen de infinitos medios de codificación. Conocemos tres medios
principales: la ley, el contrato y la institución. Los hallamos bien
representados, por ejemplo, en las relaciones que los hombres han mantenido con
los libros. Hay libros de la ley, en los cuales la relación del lector con el
libro pasa por la ley. Se les llama precisamente códigos en otros lugares, y
también libros sagrados. Hay otra clase de libros que tienen que ver con el
contrato, con la relación contractual burguesa. Ésta es la base de la
literatura laica y de la relación comercial con el libro: yo te compro, tú me
das qué leer; una relación contractual en la cual todo el mundo está atrapado:
autor, editor, lector. Y hay, luego, una tercera clase de libros, los libros
políticos, preferentemente revolucionarios, que se presentan como libros de
instituciones, ya se trate de instituciones presentes o futuras. Y hay toda
clase de mezclas: libros contractuales o institucionales que se tratan como
libros sagrados…, etcétera. Todos los tipos de codificación están tan
presentes, tan subyacentes, que los encontramos unos en otros. Tomemos otro
ejemplo, el de la locura: los intentos de codificar la locura se han llevado a
cabo de las tres formas. Primero, bajo la forma de la ley, es decir, del
hospital, del manicomio - la codificación represiva, el encierro, el antiguo
encierro que está llamado a convertirse, andando el tiempo, en una última
esperanza de salvación, cuando los locos empiecen a decir: «Qué buenos tiempos
aquellos en que nos encerraban, porque ahora nos hacen cosas peores». Y hay una
especie de golpe magistral, que ha sido el del psicoanálisis: se sabía que
había quienes escapaban a la relación contractual burguesa tal y como se
manifiesta en la medicina, a saber, los locos, ya que no podían ser parte contratante
por estar jurídicamente «inhabilitados». La genialidad de Freud consistió en
atraer a la relación contractual a una gran parte de los locos, en el sentido
más lato del término, los neuróticos, explicando que era posible un contrato
especial con ellos (de ahí el abandono de la hipnosis). Fue el primero en
introducir en la psiquiatría - y ello ha constituido finalmente la novedad
psicoanalítica- la relación contractual burguesa, excluida hasta ese momento. Y
después nos encontramos con las tentativas más recientes, en las cuales son
evidentes las implicaciones políticas y a veces las ambiciones revolucionarias,
las tentativas llamadas institucionales. He ahí el triple medio de
codificación: si no es la ley, será la relación contractual, y si no la institución.
Y en estos códigos florecen nuestras burocracias.
Ante la
forma en que nuestras sociedades se descodifican, en que sus códigos se escapan
por todos sus poros, Nietzsche no intenta llevar a cabo una recodificación. Él
dice: esto no ha hecho más que empezar, todavía no habéis visto nada («la
igualación del hombre europeo es hoy el gran proceso irreversible: habría
incluso que acelerarlo.). En cuanto a lo que piensa y escribe, Nietzsche
persigue un intento de descodificación, no en el sentido de esa descodificación
relativa que consistiría en descifrar los códigos antiguos, presentes o
futuros, sino de una descodificación absoluta: transmitir algo que no sea
codificable, perturbar todos los códigos. Esto no es fácil, ni siquiera en el
nivel de la mera escritura y del lenguaje. Sólo le encuentro parecido con
Kafka, con lo que Kafka hace con el alemán en función de la situación
lingüística de los judíos de Praga: construye, en alemán, una máquina de guerra
contra el alemán; a fuerza de indeterminación y de sobriedad, transmite bajo el
código del alemán algo que nunca se había escuchado. En cuanto a Nietzsche, él
se siente polaco frente al alemán. Se sirve del alemán para poner en marcha una
máquina de guerra que transmita algo que no se puede codificar en alemán. Eso
es el estilo como política. En términos más generales, ¿en qué consiste el
esfuerzo de este pensamiento, que pretende transmitir sus flujos por encima de
las leyes, recusándolas, por encima de las relaciones contractuales,
desmintiéndolas, y por encima de las instituciones, parodiándolas? Vuelvo otra
vez al ejemplo del psicoanálisis: ¿por qué una psicoanalista tan original como
Melanie Klein permanece aún en el sistema psicoanalítico? Ella misma lo dice a
la perfección: los objetos parciales de los que habla, con sus explosiones, sus
caudales, etcétera, son fantasías. Los pacientes aportan estados vividos,
experimentados intensivamente, y Melanie Klein los traduce como fantasías. Ahí
tenemos un contrato, específicamente un contrato: dame tus experiencias
vividas, y yo te devolveré fantasías. Y el contrato implica un intercambio de
dinero y de palabras. Aún más, un psicoanalista como Winnicott llega
auténticamente al límite del análisis porque tiene la impresión de que, a
partir de cierto momento, este procedimiento no es conveniente. Hay un momento
en el que ya no se trata de traducir, de interpretar, de traducir en fantasías
o de interpretar en significados o significantes, no, no es eso. Hay un momento
en el que hace falta compartir y meterse en el ajo con el enfermo, hay que
participar de su estado. ¿Se trata de una especie de simpatía, o de empatía, de
identificación? Como mínimo, es ciertamente más complicado. Lo que sentimos es
la necesidad de una relación que ya no sea legal, ni contractual, ni
institucional. Y eso es lo que sucede con Nietzsche. Leemos un aforismo o un
poema del Zaratustra. Material y formalmente, estos textos no se comprenden ni
mediante el establecimiento o la aplicación de una ley, ni por la oferta de una
relación contractual, ni a través de la instauración de una institución. El
único equivalente concebible podría ser «estar en el mismo barco». Algo de
Pascal que se vuelve contra el propio Pascal. Estamos embarcados en una especie
de balsa de la Medusa, mientras las bombas caen a nuestro alrededor y la nave
deriva hacia los glaciales subterráneos, o bien hacia los ríos tórridos, el
Orinoco, el Amazonas, y los que van remando no se aprecian entre ellos, se
pelean, se devoran. Remar juntos es compartir, compartir algo, más allá de toda
ley, de todo contrato, de toda institución. Una deriva, un movimiento a la
deriva o una «desterritorialización»: lo digo de manera muy imprecisa, muy
confusa, porque se trata de una hipótesis o de una vaga impresión acerca de la
originalidad de los textos nietzscheanos. Un nuevo tipo de libro.
¿Cuáles
son las características de un aforismo de Nietzsche para que llegue a producir
esta impresión? Hay una que Maurice Blanchot ha esclarecido particularmente en
El diálogo inconcluso (b). Es la relación con el exterior. En efecto, cuando se
abre al azar un texto de Nietzsche, se tiene una de las primeras ocasiones de
soslayar la interioridad, ya sea la interioridad del alma o de la conciencia o
la interioridad de la esencia o del concepto, es decir, aquello que siempre ha
constituido el principio de la filosofía. Lo que confiere su estilo a la
filosofía es que la relación con lo exterior siempre está mediatizada y
disuelta por y en una interioridad. Nietzsche, al contrario, basa su
pensamiento y su escritura en una relación inmediata con el afuera. ¿Qué es un
cuadro bello o un gran dibujo? Hay un marco. Un aforismo también está
enmarcado. Pero ¿a partir de qué momento se convierte en belleza lo que hay en
el marco? A partir del momento en que sabemos y sentimos que el movimiento, que
la línea enmarcada viene de otra parte, que no comienza en el límite del
cuadro. Como en la película de Godard, se pinta el cuadro con el muro. Lejos de
ser una delimitación de la superficie pictórica, el marco es casi lo contrario,
es lo que le pone en relación inmediata con el exterior. Así, conectar el
pensamiento con el exterior, eso es lo que, literalmente, nunca han hecho los
filósofos, incluso cuando han hablado de política, de paseo o de aire libre. No
basta con hablar del aire libre o del exterior para conectar el pensamiento
directa e inmediatamente con el exterior.
«[…]
Llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto,
existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado
convicentes, demasiado distintos para ser ni siquiera odiados […] ». Éste es el
célebre texto de Nietzsche sobre los fundadores del Estado, «esos artistas con
ojos de bronce» (Genealogía de la moral, II, 17). ¿0 es el de Kafka sobre La
muralla china? «Es imposible llegar a comprender cómo han llegado hasta la
capital, que está tan lejos de la frontera. Sin embargo, aquí están, y cada día
parece aumentar su número […] Es imposible conferenciar con ellos. No conocen
nuestra lengua. […] ¡Hasta sus caballos son carnívoros!» (c). Pues bien: lo que
decimos es que estos textos están atravesados por un movimiento que viene del
exterior, que no comienza en esa página del libro ni en las precedentes, que no
se mantiene en el marco del libro y que es completamente distinto del
movimiento imaginario de las representaciones o del movimiento abstracto de los
conceptos tal y como éstos tienen lugar habitualmente mediante las palabras o
en la mente del lector. Hay algo que se sale del libro, que entra en contacto
con un puro exterior. En ello reside, según creo, ese derecho al contrasentido
en la obra de Nietzsche. Un aforismo es un juego de fuerzas, un estado de
fuerzas siempre exteriores las unas a las otras. Un aforismo no quiere decir
nada, no significa nada, no tiene ni significante ni significado. Esas son
formas de restaurar la interioridad del texto. Un aforismo es una relación de
fuerzas en la que la última, es decir, al mismo tiempo la más reciente, la más
actual y provisionalmente la última, es también siempre la más exterior.
Nietzsche lo plantea claramente: si queréis saber lo que quiero decir, hallad
la fuerza que le da sentido, si es preciso un nuevo sentido, a lo que digo.
Conectad el texto con esa fuerza. En este sentido, no hay problema alguno de
interpretación de Nietzsche, no hay más que problemas de maquinación: maquinar
el texto de Nietzsche, buscar la fuerza exterior actual mediante la cual
transmite algo, una corriente de energía. Es aquí donde nos encontramos con
todos los problemas que plantean algunos textos de Nietzsche que tienen
resonancias fascistas o antisemitas… Y, tratándose de Nietzsche hoy, hemos de
reconocer que Nietzsche ha sustentado y sustenta aún a muchos jóvenes
fascistas. Hubo un tiempo en el que era importante mostrar que Nietzsche había
sido utilizado, falsificado, deformado completamente por los fascistas. Eso se
llevó a cabo en la revista Acéphale, con Jean Wahl, Bataille, Klossowski. Pero
hoy ya no parece ser ése el problema. No hay que luchar en el terreno de los
textos. Y no porque no se pueda luchar en ese dominio, sino porque esta lucha
ya no es útil. Se trata más bien de encontrar, de asignar, de alcanzar las
fuerzas exteriores que dan a tal o cual frase de Nietzsche un sentido
liberador, su sentido de exterioridad. La pregunta por el carácter
revolucionario de Nietzsche se plantea en el orden del método: el método
nietzscheano es lo que hace que el texto de Nietzsche no sea ya algo acerca de
lo cual hayamos de preguntarnos «¿Es fascista? ¿Es burgués? ¿Es revolucionario
en sí mismo?», sino un campo de exterioridad en el que combaten las fuerzas
fascistas, burguesas y revolucionarias. Planteado así el problema, la respuesta
necesariamente conforme al método es ésta: hallad la fuerza revolucionaria
(¿quién es el superhombre?). Siempre una apelación a nuevas fuerzas que vienen
de fuera y que atraviesan y reformulan el texto nietzscheano en el marco del
aforismo. Éste es el contrasentido legítimo: tratar el aforismo como un
fenómeno que está a la espera de nuevas fuerzas que vendrán a «subyugarle», a
hacerle funcionar o a provocar su estallido.
El
aforismo no es solamente una relación con el exterior, sino que su segunda
característica es estar en relación con lo intensivo, que es algo muy parecido.
Sobre este punto, Klossowski y Lyotard lo han dicho ya todo. Esos estados
vividos de los que hablaba hace un momento, cuando decía que no es necesario
traducirlos en representaciones o en fantasías, que no hay que someterlos a los
códigos de la ley, del contrato o de la institución, que no hay que canjearlos
sino, al contrario, hacer de ellos fluidos que nos lleven siempre un poco mas
lejos, más al exterior, eso es exactamente la intensidad, las intensidades. El
estado vivido no es algo subjetivo, o al menos no necesariamente. Tampoco es
individual. Es el flujo, y la interrupción del flujo, ya que cada intensidad
está necesariamente en relación con otra intensidad cuando pasa algo. Eso es lo
que sucede bajo los códigos, lo que escapa de ellos y lo que los códigos
quieren traducir, convertir, canjear. Pero Nietzsche, con su escritura de
intensidades, nos dice: no cambiéis la intensidad por representaciones. La
intensidad no remite a significados, que serían como representaciones de cosas,
ni a significantes, que serían como representaciones de palabras. ¿Cuál es
entonces su consistencia, como agente y a la vez como objeto de
descodificación? Esto es lo más misterioso de Nietzsche. La intensidad tiene
que ver con los nombres propios, y éstos no son ni representaciones de cosas (o
de personas) ni representaciones de palabras. Colectivos o individuales, los
presocráticos, los romanos, los judíos, Jesucristo, el Anticristo, César
Borgia, Zaratustra, todos esos nombres propios que aparecen y reaparecen en los
textos de Nietzsche no son significantes ni significados sino designaciones de
intensidad en un cuerpo que puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del
libro, pero también el cuerpo sufriente de Nietzsche: yo soy todos los nombres
de la historia… Hay una especie de nomadismo, de desplazamiento perpetuo de las
intensidades designadas por los nombres propios, que penetran unas en otras a
la vez que son experimentadas por un cuerpo pleno. La intensidad sólo puede
vivirse por la relación entre su inscripción móvil en un cuerpo y la
exterioridad igualmente móvil de un nombre propio, y por ello el nombre propio
es siempre una máscara, la máscara de un agente.
Tercer
punto: la relación del aforismo con el humor y la ironía. Quienes leen a
Nietzsche sin reírse mucho y con frecuencia, sin sufrir de vez en cuando de
ataques de risa, es como si no lo hubiesen leído. Y esto no vale sólo para
Nietzsche, sino para todos los autores que constituyen ese preciso horizonte de
nuestra contra- cultura. Lo que manifiesta nuestra decadencia, nuestra
degeneración, es la manera en que tenemos necesidad de recurrir a la angustia,
a la soledad, a la culpabilidad, al drama de la comunicación y a todo lo que
hay de trágico en la interioridad. Sin embargo, hasta el propio Max Brod nos
cuenta que el auditorio no podía evitar partirse de risa mientras Kafka leía El
proceso. Y es como mínimo difícil leer a Beckett sin reírse, sin ir de un rato
de alegría a otro. La risa, y no el significante. Risa, esquizofrénica o
revolucionaria, es lo que emana de estos grandes libros, y no la angustia de
nuestro narcisismo privado o de los terrores de nuestra culpabilidad. Podemos
llamar a esto «la comicidad de lo sobrehumano» o «el payaso de Dios», pero los
grandes libros siempre irradian una indescriptible alegría, aunque hablen de
cosas horribles, desesperantes o terroríficas. Todo gran libro opera en sí una
transmutación y constituye una salud futura. No es posible dejar de reír
mientras se desbaratan los códigos. Al poner el pensamiento en relación con el
exterior, surgen momentos de risa dionisíaca, y en eso consiste el pensamiento
al aire libre. Nietzsche se encuentra a menudo ante algo que juzga repugnante,
innoble, vomitivo. Pero le hace reír. Si es posible, lo exagera. Dice: vayamos
mas lejos, aún no es lo suficientemente asqueroso; o bien: es admirable lo
repulsivo que es, es una maravilla, una obra maestra, una flor venenosa, al fin
«el hombre empieza a ponerse interesante». Así es, por ejemplo, como Nietzsche
considera y trata la mala conciencia. Pero siempre hay comentadores hegelianos,
comentadores de la interioridad, que tienen atrofiado el sentido de la risa, y
dicen: he aquí la prueba de que Nietzsche se toma en serio la mala conciencia,
hace de ella un momento en el camino de la espiritualidad hacia sí misma. Sobre
el modo como Nietzsche concibe la espiritualidad pasan de puntillas, porque
huelen el peligro. Vemos, pues, que si Nietzsche da lugar a contrasentidos
legítimos, también hay contrasentidos enteramente ilegítimos, los que recurren
al espíritu de la seriedad, de la gravedad, al mono de Zaratustra, es decir, al
culto a la interioridad. La risa de Nietzsche remite siempre al movimiento
exterior de los humores y las ironías, y este movimiento es el de las
intensidades, el de las cantidades intensivas que han expuesto Klossowski y
Lyotard: juego de altas y bajas intensidades, o bien una intensidad baja que
puede socavar la más alta e incluso igualarla, y también al contrario. Este
juego de las escalas intensivas es lo que gobierna los vuelos de la ironía y
los descensos del humor de Nietzsche, desplegándose como consistencia o
cualidad de vivencia en su relación con el exterior. Un aforismo es una materia
pura hecha de risa y alegría. Si somos incapaces de encontrar en un aforismo
algo que nos haga reír, esa distribución de humor e ironía y ese reparto de
intensidades, entonces no hemos entendido nada.
Y aún
queda un último punto. Volviendo al gran texto de La genealogía sobre el Estado
y los fundadores de imperios: «Llegan igual que el destino, sin motivo, razón»,
etcétera (d). Podemos reconocer en él a los llamados «hombres de la producción
asiática». Basándose en las comunidades rurales primitivas, el déspota
construye su máquina imperial que todo lo sobre codifica con la burocracia y la
administración que organiza las grandes obras y se apropia del excedente («en
poco tiempo surge, allí donde aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio
dotada de vida, en la que partes y funciones han sido delimitadas y puestas en
conexión, en la que no tiene sitio absolutamente nada a lo cual no se le haya
dado antes un «sentido» en orden al todo»). Pero también podemos preguntarnos
si este texto no reúne dos fuerzas que pueden distinguirse en otro sentido - y
que Kafka, por su parte, distinguía y hasta oponía en La muralla china- . Cuando
se investiga el modo en que las comunidades primitivas segmentarias han sido
sustituidas por otras formaciones de soberanía, cuestión que Nietzsche plantea
en la segunda disertación de La genealogía, vemos que se producen dos fenómenos
estrictamente correlativos, pero del todo diferentes. Es verdad que, en el
centro, las comunidades rurales quedan atrapadas y regladas en la máquina
burocrática del déspota, con sus escribas, sus sacerdotes, sus funcionarios;
pero, en la periferia, las comunidades emprenden una especie de aventura, con
otra clase de unidad, nomádica en este caso, en una máquina de guerra nómada, y
se descodifican en lugar de dejarse sobrecodificar. Hay grupos enteros que se
escapan, que se nomadizan: no como si retornasen a un estadio anterior, sino
como si emprendiesen una aventura que afecta a los grupos sedentarios, la
llamada del exterior, el movimiento. El nómada, con su máquina de guerra, se
opone al déspota con su máquina administrativa; la unidad nomádica extrínseca
se opone a la unidad despótica intrínseca. Y, a pesar de todo, son fenómenos
tan correlativos y compenetrados que el problema del déspota será cómo
integrar, cómo interiorizar la máquina de guerra nómada, y el del nómada cómo
inventar una administración del imperio conquistado. En el mismo punto en el
que se confunden, no dejan de oponerse.
El
discurso filosófico nació de la unidad imperial, a través de muchos avatares,
los mismos que conducen desde las formaciones imperiales hasta la ciudad
griega. E incluso en la ciudad griega el discurso filosófico mantiene una
relación esencial con el déspota o con su sombra, con el imperialismo, con la
administración de las cosas y de las personas (se encuentran todo tipo de
pruebas de ello en el libro de Léo Strauss y Kojève sobre la tiranía) (e). El
discurso filosófico siempre ha permanecido en una relación esencial con la ley,
la institución y el contrato que constituyen el problema del Soberano, y que
atraviesan la historia sedentaria que va de las formaciones despóticas hasta
las democráticas. El «significante» es en verdad el último avatar filosófico
del déspota. Si Nietzsche se separa de la filosofía es quizá porque es el
primero que concibe otro tipo de discurso a modo de contra- filosofía. Es
decir, un discurso ante todo nómada, cuyos enunciados no serían productos de
una máquina racional administrativa, con los filósofos como burócratas de la
razón pura, sino de una máquina de guerra móvil. Acaso sea éste el sentido en
el que Nietzsche anuncia que con él comienza una nueva política (lo que
Klossowski ha llamado el complot contra la propia clase). Sabemos bien que, en
nuestros regímenes, los nómadas no tienen cabida: no se escatiman medios para
regularlos, y apenas consiguen sobrevivir. Nietzsche vivió como uno de esos
nómadas reducidos a no ser más que su sombra, de pensión en pensión. Pero, por
otra parte, el nómada no es necesariamente alguien que se mueve: hay viajes
imóviles, viajes en intensidad, y hasta históricamente los nómadas no se mueven
como emigrantes sino que son, al revés, los que no se mueven, los que se
nomadizan para quedarse en el mismo sitio y escapar a los códigos. Sabemos que
el problema revolucionario, hoy, consiste en hallar una unidad de las luchas
puntuales que no reconstruya la organización despótica o burocrática del
partido o del aparato de Estado: una máquina de guerra que no remitiría a un
aparato de Estado, una unidad nomádica en relación con el Afuera, que no se
sometería a la unidad despótica interna. Esto es quizá lo más profundo de
Nietzsche, la medida de su ruptura con la filosofía tal y como aparece en el
aforismo: haber hecho del pensamiento una máquina de guerra, una potencia
nómada. E incluso aunque el viaje sea inmóvil, aunque se haga sin moverse del
lugar, aunque sea imperceptible, inesperado, subterráneo, hemos de preguntar:
¿quiénes son hoy los nómadas? ¿Quiénes son hoy nuestros verdaderos
nietzscheanos?
Debate
André Flécheux.- Lo que
me gustaría saber es cómo piensa Deleuze evitar la deconstrucción, es decir,
cómo puede conformarse con una lectura monádica de cada aforismo, a partir de
lo empírico y de lo exterior, porque esto me parece, desde un punto de vista
heideggeriano, extremadamente sospechoso. Me pregunto si el problema de la
«anterioridad» que constituye la lengua, la organización establecida, lo que
usted llama «el déspota», permite comprender la escritura de Nietzsche como una
especie de lectura errática que procedería en cuanto tal de una escritura
errática, cuando Nietzsche se aplica a sí mismo una autocrítica y teniendo en
cuenta que las actuales ediciones nos lo descubren como un excepcional
trabajador del estilo para quien, en consecuencia, cada aforismo no es un
sistema cerrado, sino que lleva implícita toda una estructura de referencias.
El estatuto de un afuera sin deconstrucción, en su pensamiento, coincide con el
de lo energético en Lyotard.
Una
segunda pregunta, que se articula con la primera: en una época en la que la
organización errática, capitalista, llámela usted como quiera, lanza un desafío
que es, finalmente, lo que Heidegger llama el establecimiento de la técnica,
¿piensa usted, fuera de bromas, que el nomadismo, como usted lo describe, es
una respuesta seria?
Gilles Deleuze.- Si le he
comprendido bien, dice usted que, desde un punto de vista heideggeriano, yo soy
sospechoso. Me congratula saberlo. En cuanto al método de deconstrucción de los
textos, entiendo perfectamente de qué se trata, y siento gran admiración por
él, pero no tiene nada que ver con el mío. Yo no me presento en absoluto como
un comentador de textos. Para mí, un texto no es más que un pequeño engranaje
de una práctica extratextual. No se trata de comentar el texto mediante un
método de deconstrucción, o mediante un método de práctica textual, o mediante
otros métodos. Se trata de averiguar para qué sirve en la práctica extratextual
que prolonga el texto. Me pregunta usted si creo en la respuesta de los
nómadas. Sí, creo en ella. Gengis Kahn no fue un cualquiera. ¿Resurgirá del pasado?
No lo sé. Si lo hace, en todo caso, será bajo una forma distinta. Igual que el
déspota interioriza la máquina de guerra nómada, la sociedad capitalista
interioriza constantemente una máquina de guerra revolucionaria. Los nuevos
nómadas ya no se constituyen en la periferia (porque ya no hay periferia); lo
que me preguntaba era de qué nómadas - aunque sean inmóviles- es capaz nuestra
sociedad.
André Flécheux.- Sí, pero
usted ha excluido, en su exposición, lo que llamaba «la interioridad»…
Gilles Deleuze.- Eso es
un juego de palabras con el término «interioridad»…
André Flécheux.- ¿El
viaje interior?
Gilles Deleuze- He dicho
«viaje inmóvil». No es lo mismo que un viaje interior, es un viaje por el
cuerpo, si es preciso por cuerpos colectivos.
Mieke Taat.- Si le he
comprendido bien, Deleuze, usted opone la risa, el humor y la ironía a la mala
conciencia. ¿Estaría usted de acuerdo en que la risa de Kafka, de Beckett o de
Nietzsche no excluye el llanto por estos escritores, siempre que las lágrimas
no surjan de una fuente interior o interiorizada, sino simplemente de una
producción de flujos en la superficie del cuerpo?
Gilles Deleuze.-
Probablemente está usted en lo cierto.
Mieke Taat.- Tengo
otra pregunta. Cuando usted contrapone el humor y la ironía a la mala
conciencia, no distingue una cosa de otra, como hacía en Lógica del sentido,
donde el uno pertenecía a la superficie y el otro a la profundidad. ¿No teme
usted que la ironía esté peligrosamente cercana a la mala conciencia?
Gilles Deleuze.- He
cambiado de opinión. La oposición profundidad- superficie ya no me satisface.
Lo que ahora me interesa son las relaciones entre un cuerpo lleno, un cuerpo
sin órganos, y los flujos que circulan por él.
Mieke Taat.- ¿Eso no
excluiría, entonces, el resentimiento?
Gilles Deleuze.- ¡Claro
que sí!
Notas:
(*) En Nietzsche aujourd’hui?, Tomo I: Intensités,
UGE 10/18, París, 1973. pp. 159- 174 y discusión (no se reproducen más que las
preguntas dirigidas a Deleuze), pp. 185- 187 y 189- 190). El coloquio Nietzsche
aujourd’hui? se desarrolló en julio de 1972 en el Centro cultural internacional
de Cerisy-la- Salle.
a. Estudiante de enseñanza media de extrema
izquierda, herido por la policía durante una manifestación en 1971.
b. M. Blanchot, L’entretien infini, Gallimard,
París, 1969. pp. 227 ss. (trad. cast. El diálogo inconcluso, ed. Monte Avila,
Caracas, 1970, [N. del T.]).
c. F. Kafka, La muraille de Chine et autres récits.
Gallimard, París, 1950. col. Du monde entier. pp. 95- 96 (trad. cast. F. Kafka,
Obras completas, III, dir. J. Jovet. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg,
Barcelona, 2003, [N. del T]).
d. La genealogía de la moral, II, 17.
e. L. Strauss, De la tyrannie, seguido de Tyrannie
et sagesse de Kojéve, reed. Gallimard. París. 1997.
Texto extraído de “La isla desierta y otros
textos”, Gilles Deleuze, págs. 321/332, editorial Pre-textos, Barcelona,
España, 2005.