Camus
revisitado
Lecciones
de La Peste
Valentina Marulanda*
Aunque humillada, la carne es mi única certidumbre. Sólo puedo vivir de ella. La criatura es mi patria. Por eso he elegido este esfuerzo absurdo y sin alcance. Por eso estoy del lado de la lucha
El Mito de Sísifo
Cuando Albert Camus se convierte en un icono
literario, ético y político de quienes llegamos a la universidad a finales de
los sesenta y empezamos a abrir los ojos y a leer de manera crítica, su absurda
muerte, acaecida en 1960, era todavía una herida abierta en el mundo
intelectual. Poco antes, con sólo cuarenta y cuatro años, a una
edad en la que nadie lo había logrado, fue reconocido con el Nobel de
Literatura. El autor de El
mito de Sísifo devino mito él
mismo. En ésta, su primera obra reflexiva, como si hubiese tenido una visión
anticipada de su próximo final, se había referido a ese único obstáculo, el de
una muerte prematura. Que, al igual que a Cavaradossi, el trágico personaje
pucciniano, le llegó en el momento en que, como seguidilla lógica de la
conciencia del Absurdo, más amaba la vida.
En la medida en que
recorríamos sus páginas, el Absurdo y la Rebeldía calaban en nosotros y Camus
se incorporaba a nuestro ser. Con Sartre, la otra referencia francesa del
momento, a quien también leímos con entusiasmo, en la búsqueda de las claves de
ese Existencialismo que se nos metía en las venas como la más convincente y
terrenal de las posturas filosóficas, era distinto. El fundador de Les Temps Modernes habría de sobrevivir dos décadas a
Camus, en las que no cesó de escribir, de declarar sobre lo humano y lo divino,
de enredarse en tumultuosas polémicas de las que no siempre saldría bien
librado; yendo un poco más lejos, era posible verlo, pegado a su pipa, en algún
café de Montparnasse o Saint Germain de Près. Pero al mandarín parisino
lo sentía uno más distante, no había esa entrañable cercanía que establecimos
desde el primer momento con quien ya no era de este mundo, el pied noir nacido en Argelia en el seno de una
familia obrera.
A cincuenta años del fatal accidente que
acabó con él, mientras en Francia se agita la controversia ante la
propuesta gubernamental de trasladar sus restos al Panteón nacional, cabe
preguntarse si se puede leer hoy a Camus con la misma devoción, cuando ya no
somos los mismos y el mundo tampoco. Me anticipo a responder desde mi
experiencia: releerlo hoy, con herramientas de disfrute y discernimiento que no
se tienen a los dieciocho, ha sido un exuberante redescubrimiento. No sólo por
el brillo de su reflexión, por la lúcida afirmación de la vida y del hombre de
carne y hueso, sino también por el fulgor de su prosa, una de las más bellas de
la lengua francesa.
El candor perdido
Autor en varios géneros pero con una sola
sustancia y un solo móvil, desplegados, ora en el ensayo, mediante
proposiciones, ora en la ficción mediante imágenes y alegorías, Camus es,
al pie de la letra, un producto de su época y de su circunstancia histórica.
Desde muy joven es llamado por la política, milita en el Partido Comunista, con
el cual romperá después definitivamente por discrepancias profundas; es
editorialista de la publicación Combat;
lucha contra el colonialismo en Africa del Norte y más tarde, en Francia, se
une a la Resistencia. Heterodoxo, antidogmático y libertario, su ética
humanista y agnóstica se enfrentó a todas las formas del totalitarismo y el
autoritarismo, a la violencia y el sufrimiento que se infligen al ser humano en
aras de una idea o proyecto político. El hombre por encima de la institución y
lo concreto por encima de la entelequia: “Siempre he condenado el terror. Debo
condenar también el terrorismo que se ejerce ciegamente, en las calles de
Argel, por ejemplo, y que cualquier día puede hacer daño a mi madre o a mi
familia. Creo en la justicia, pero defendería a mi madre, antes que a la
justicia”, expresó en 1957, al recibir el Nobel.
El mito de Sísifo,
escrito y publicado durante la Segunda Guerra, es recibido como el manifiesto
existencial de toda una generación que nació y creció en un continente
devastado, que salía de la pesadilla nazi para caer en el estalinismo. Él
mismo apunta que con este libro fundador, aunque no primogénito, había querido,
a la manera de Descartes hallar un método, más que una doctrina. Allí hace de
la noción del Absurdo esa premisa básica que tuvo, como anota Henri Amer
en una edición monográfica de La
nouvelle revue francaise, tras la muerte de Camus, en 1960, la función de
“despejar el camino y de liberar al hombre de las tenaces ilusiones que hacen
aún más trágicas sus esperanzas y decepciones”.
El
mundo no es razonable, pero lo que resulta absurdo es la confrontación entre
ese mundo y la búsqueda de claridad y entendimiento que está inscrita en lo más
profundo de la condición humana. Y si Camus recurre al símil del Sísifo, el
héroe absurdo griego, condenado por los dioses a cargar eternamente una roca
hasta la cima de la montaña, de donde vuelve a caer, empujada por su propio
peso, es para describir lo que de trágico tiene el destino del hombre sobre la
tierra, obligado también a la lucha inútil, a reparar la culpa de un pecado sin
Dios. No obstante, lejos de la desesperanza, al Absurdo hay que mirarlo de
frente, reconocerlo y asumirlo. Sólo así se puede imaginar un Sísifo feliz,
comenta Camus. Aunque muy posterior, El
hombre rebelde representa la otra cara de la ecuación en
la cual se articula el pensamiento camusiano, que a su vez irradia sus
narraciones y piezas de dramaturgia.
De esa misma época turbulenta son también El Malentendido, Calígula, El
Extranjero y La Peste, y en
todas se manifiesta, a su manera, el Absurdo, del cual se derivan tres
corolarios principales, la rebelión, la libertad y la pasión de vivir: “Con el
solo juego de la conciencia transformo en regla de vida lo que era invitación a
la muerte, y rechazo el suicidio”. En las tres primeras obras, se revela ese
Absurdo como certeza individual y en La
Peste, desde el ámbito colectivo. Aunque iniciada en 1943, la más extensa
de sus narraciones y novela emblemática de su siglo (Camus prefirió llamarla
crónica) es publicada tras el fin de la Guerra, en 1947.
Algo se está pudriendo
Al ver como las ratas muertas empiezan a
proliferar en los espacios públicos de Oran, el doctor Bernard Rieux, verdadero
héroe y narrador, imagen de la resistencia y hombre realista, como corresponde
a un médico, enciende las alertas, y, al igual que otrora Hamlet en su reino de
Dinamarca, advierte que algo apesta en la ciudad costera de Argelia. Tarrou, por
su parte, ve en los repulsivos roedores un signo de mal agüero, por aquello de
que “cuando las ratas abandonan el barco…”. Lo que viene es la progresión
vertiginosa de la epidemia cuyo nombre no pueden seguir evadiendo: peste negra,
transmitida por las ratas a través de las pulgas, algo que creían erradicado de
la faz de la tierra. Así como cuando estalla una guerra, comenta el narrador,
la gente piensa que es algo insensato, que no va a prosperar, lo que no impide
que pueda durar, así mismo sus conciudadanos decían que la peste era algo
irreal, un mal sueño, que pasaría al despertar.
Pero el mal se instala y moviliza cuerpos y
conciencias ante un enemigo común: “Ya no había desde entonces destinos
individuales sino una historia colectiva, la peste, y unos sentimientos
compartidos por todos”. La ciudad de Orán, declarada en cuarentena y aislada
del resto del mundo, se erige como protagonista y escenario del sufrimiento y
el horror. Si en El Mito de
Sísifo discernir acerca del
valor de la vida es presentado como el asunto filosófico por excelencia, aquí,
en la lucha encarnizada contra la muerte, salvar vidas humanas se hace
imperativo categórico.
La muerte no distingue entre ricos y pobres,
inocentes y culpables, creyentes y ateos. Si antes eran las ratas, ahora lo que
abunda son cuerpos yacentes. Desde su sermón dominical, el padre Paneloux,
sintiéndose representante de la verdad revelada, se empeña en convencer a los
feligreses de que la peste es un castigo y un llamado de Dios a abrir los ojos.
En este sentido los invita a la resignación, aceptando ese aspecto positivo de
la desgracia. Rieux, por el contrario, cura de cuerpos y oficiante seglar de la
solidaridad, argumenta que si creyera en un Dios todopoderoso no seguiría
atendiendo a los enfermos y dejaría esta tarea en sus manos. Quien encarna la
voz del autor no puede, dentro de este mismo razonamiento, entender el
sufrimiento y la muerte de un inocente, de un niño, hecho para la vida: “Me
negaré hasta la muerte a amar esta Creación en donde los niños son atormentados”.
Para demostrar hasta qué punto la peste no se
detiene ante nada, en un pasaje que puede pasar inadvertido para algunos o
superfluo para otros, Camus se vale del efecto de espejo, la fábula dentro de
la fábula, lo que por demás confirma su gusto por el mito y su valor simbólico,
y lleva la peste a la escena, en lo que resulta ser un espectáculo macabro. Se
narra, en efecto, una representación del Orfeo de Gluck, en el teatro municipal, a
cargo de una compañía que, sorprendida por la enfermedad, queda atrapada en
Orán y decide realizar funciones de ópera una vez por semana como una de los
pocos alimentos que podía ofrecer al espíritu una ciudad sitiada. En uno de los
momentos culminantes de la pieza, Orfeo, el invulnerable personaje legendario,
el que con el poder de su música rescató a Eurídice de los brazos de la muerte,
cae fulminado por la peste, ante la mirada horrorizada del público que abandona
en desbandada el recinto.
Eran felices y no lo sabían
Oran es descrita desde el inicio como poco
agraciada, sin árboles ni jardines, y cuyos habitantes llevan la existencia
propia de las gentes del Mediterráneo, en la inocencia, tal como la define
Camus en sus obras juveniles, con dioses pero sin Dios, en una suerte de
paganismo o, mejor, de panteísmo: “Mi reino, todo entero es de este mundo”,
había escrito en Noces.
Los oranenses disfrutan de alegrías simples e inmediatas, como ir al cine,
reunirse en los cafés, pasear por los bulevares, hacer el amor y bañarse en el
mar. Una cotidianidad, como la de cualquier ciudad del montón, hecha de hábitos
y de trabajo, que la peste altera radicalmente.
Viven también en la inconsciencia propia de
quienes no han despertado al Absurdo, instalados en el presente, sin preguntarse
sobre la muerte ni el sentido de la vida (en el plano individual lo representa
Meursault, de El Extranjero),
ese extraño ante su propio mundo que llega a asesinar a un desconocido sin
saber por qué. Hombres y mujeres anteriores, de cierta manera, a la culpa y el
pecado, eran felices sin saberlo, hasta que la peste los saca del letargo y los
pone a compartir un destino irrazonable. Luchar contra la peste y recuperar el
paraíso perdido es ahora un problema de todos: ante la posibilidad de obtener
un salvoconducto para abandonar la putrefacta ciudad, el forastero Rambert es
uno de los que decide no sólo quedarse sino incorporarse a las brigadas de
servicio; le parece indecente buscar para él solo la felicidad.
La peste soy yo
Oran bajo la epidemia es un símbolo: de
Francia bajo la ocupación alemana, de la Europa nazi, la Rusia de Stalin o de
cualquier otro lugar de la tierra, aquí y ahora, ante hechos y circunstancias
reales que pueden llegar a parecerse demasiado a la ficción. Un año después de
la publicación de La Peste,
como si Camus hubiese sentido que se quedaba corto con su alegoría, insiste en
el tema y entrega El estado de
sitio, para el teatro. Se corren velos y se nombra a las cosas por su
nombre. Peste es y se llama el tenebroso tirano que, secundado por una
funcionaria, Muerte, se apropia del destino de una colectividad y la somete a
un régimen de opresión y terror.
Es que nadie, nunca, está libre de la peste,
había diagnosticado a manera de conclusión el médico, cuando, tras un año
de pesadumbre, el contagio empieza a ceder y los habitantes se entregan al
júbilo y la celebración. Esta alegría, piensa Rieux, siempre está amenazada,
porque el bacilo no muere; por el contrario, puede permanecer por años
acechando pacientemente: “El día puede llegar en que, para desgracia y lección
de los hombres, la peste despierte a sus ratas y las envíe a morir a una ciudad
feliz”.
* Este es el último artículo que publicaremos de nuestra amiga Valentina Marulanda; un homenaje a su tranquila amistad y su siempre lúcida mirada sobre la condición humana, recordada por todos los que tuvimos el privilegio de conocerla.
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