Ezra Heymann[1]
Foto: Sergio Carvallo
El tema de las relaciones entre ética y estética se hace insoslayable en particular cuando nos preguntamos por sus involucraciones políticas. Por una parte en vista de una posición política propia y crítica, que reflexiona acerca de la razón de ser de sus propios criterios. Por otra parte en vista de una comprensión de la dinámica política en la cual, junto con las presiones económicas, tienen un papel que no puede ser desconocido, la presentación ética, y ya que de presentación hablamos, el atractivo y la prestancia estética de los poderes y discursos políticos.
Desde luego, en este orden habrá que encarar también en algún momento las relaciones entre la política y la religión, que de repente adquieren una virulencia mucho mayor, y habrá que preguntarse acerca de las turbias relaciones entre la religión y la ética; sólo que en este caso el subtítulo este artículo debería ser el inverso: Una amistad declarada y una enemistad secreta.
Pero, francamente, no lamento en absoluto la no inclusión de este último tema, pues si los problemas morales están estructuralmente ligados con el de la hipocresía, la liberación del discurso religioso del abrazo de la beatería por una parte, y de la cultura del odio por la otra, parece ser una tarea casi sobrehumana.
La vida puesta bajo una oposición
Así como la filosofía en general ha surgido en Grecia a través del distanciamiento que operó la ilustración jónica frente a la visión mítica, un distanciamiento facilitado por el carácter no dogmático, sino poético, de la religión griega, así toma sus distancias la ética socrática-platónica con respecto a la abundancia de modelos poéticos de comportamiento humano. Sí Platón expulsa a los poetas de la ciudad que esbozó, esto puede entenderse como una exacerbación vinculada con el carácter totalitario de su concepción política; pero independientemente de esta y de toda la idiosincrasia específicamente platónica, debemos reconocer que el compromiso ciudadano y en general, interpersonal, no puede coincidir con el festejo de todas las clases de manifestaciones de vitalidad. Si se pudo hablar del derecho a la irresponsabilidad poética, esta misma expresión, gracias a su sinceridad, va marcando un límite necesario. Al borrarse este límite, al invadir la estética del despliegue brillante la esfera ciudadana como en el caso de Alcibíades, (quien, de paso, parece haber sido el primero que, dentro de la democracia ateniense se hiciera admirar por el lujo que ostentaba), entonces la desgracia está cerca.
La idea misma de una vida política, que, en uno de los sentidos de esta palabra, lo dejaba a Alcibíades profundamente indiferente, y que los autócratas odian, la misma idea de una vida política implica, por lo menos en su connotación ética, la de un compromiso, es decir, de una libre limitación del arbitrio, en la cual se da al conciudadano el derecho a reclamarme que asuma las obligaciones contraídas: una forma de vida cooperativa si no en lo económico, sí en la defensa y promoción de la vida en común.
Se trata de una vida puesta bajo la oposición de un bien y de un mal en varios sentidos:
1. Hay algo de qué preocuparse, algo que puede lograrse o malograrse: la integridad física y personal, la casa, las amistades, las instituciones que uno considera como bienes de la vida propia.
2. Hay disposiciones anímicas que capacitan y otras que incapacitan para el logro de los bienes que importan. Estas disposiciones las llamamos virtudes y vicios, respectivamente. Que las virtudes formaran una unidad, que no pudiese haber tensiones y conflictos entre ellas, este harmonismo no está implicado en la idea de una virtud.
3. Las disposiciones para obrar serán a su vez apreciadas por su capacitación para coordinarse con la de los otros participantes en la vida social y de reconocer lo que esta tiene de vinculatorio (no olvidemos que "social" es el adjetivo correspondiente a "socio"). Es este el lugar de lo bueno y lo malo en el sentido moral de la palabra. La solidaridad, la sinceridad y confiabilidad, la ayuda prestada, la consideración y la ecuanimidad son los puntos de vista más recurrentes en esta apreciación de disposiciones sociales. Podemos aceptar la delimitación terminológica propuesta por Habermas y llamar éticas las disposiciones (o virtudes) consideradas como conducentes a la vida buena, y morales las reclamadas mutuamente en las relaciones sociales, quedando entendido que estas mismas pueden ser consideradas también como éticas en la medida en que son consideradas en su aporte al logro de la vida individual.
Vale la pena atender un momento más de cerca las relaciones entre estos tres niveles en los cuales hablamos de un bien y de un mal. En el 4º libro de De Finibus, Cicerón discute la así llamada "paradoja" de los estoicos más antiguos, de acuerdo con la cual la virtud sería el único bien. Si fuera así, argumenta Cicerón, entonces tampoco habría virtud. Si no hay nada que valga la pena defender, entonces tampoco cabe la valentía, sin bienes de una u otra manera escasos, no hay lugar para la justicia, y similarmente, cualquier virtud que podamos nombrar presupone bienes que son los objetos de sus cuidados. En este sentido la consideración de la utilidad es parte integral de las virtudes.
Pero sólo parte integral, ya que al mismo tiempo son valoradas intrínsecamente como el estilo en el cual se despliega una vida. Así Aristóteles, en la Etica a Nicómaco, introduce el tema del bien humano toanthrópinon agathón considerando la práctica en vista de sus fines. La acción se realiza en vista de algún bien. Pero de repente, en ocasión de su tratamiento de la valentía, afirma que la virtud en general, es por to kalón, lo bello y elogiable. Que se trata del aspecto intransitivo de la actividad humana, lo muestra un texto de la Etica Eudemia. Los espartanos, se señala ahí, son agathoi, pero no son kaloi kai agathoi, porque no aprecian la virtud por sí misma, sino sólo por su utilidad.
En Aristóteles, lo kalón mantiene un significado claramente ético y social, lo que puede justificar el hecho que fue luego traducido al latín como honestum, lo honroso, lo que merece reconocimiento y complacencia pública.
Pero debemos tomar en cuenta que, en cuanto estilo de vida capaz de suscitar admiración, tendrá que competir con estilos de vida reñidos con el cuidado de la vida individual y colectiva que es característico de todo el ámbito ético y moral. Suscitan admiración tanto el ciudadano prudente y valeroso, como un Alcibíades, quien después de instigar una guerra desastrosa, se pasa, fresco como un clavel, al bando enemigo.
Necesidad de la utilidad y de lo disfrutable
Al ámbito ético y moral le son esenciales ambos aspectos: el transitivo, esto es la utilidad, la apreciación de las formas de vida por sus consecuencias como su valoración como forma de vida intrínsecamente disfrutable.
El aspecto útil y funcional de las virtudes es inseparable del reconocimiento del ser humano como menesteroso. Sin este reconocimiento, sin la admisión de que hay condiciones en las cuales podemos florecer y otras en las cuales quedamos destruidos, las diferencias éticas y morales se reducen a preferencias arbitrarias. El cuerpo humano, señala Spinoza, requiere de muchos otros cuerpos para mantenerse en su ser: una acotación que podría considerarse como trivial, si no fuera por la tendencia a considerarse a sí mismo como soberano. No les falta defensores a esta tendencia. Hablar de necesidades, piensa Baudrillard, es caer en un discurso ideológico. Pero fue George Bataille quien al mismo tiempo experimentó fuertemente la atracción de la idea de soberanía y vio con lucidez su índole autodestructiva.
La soberanía ensoñada como despliegue de las fuerzas propias en ilimitada libertad, la tendencia a tirar por la borda toda atadura, es sin duda parte de la motivación humana, que se manifiesta internamente como búsqueda de una intensidad que totalice la vida consumiéndola, y externamente en paroxismos de la indiferencia (el caso de Alcibíades o en la violencia dominadora).
Hemos caracterizado la valoración moral, como la apreciación de las disposiciones de conducta desde el punto de vista de sus aportaciones a las relaciones societarias. Pero estas no deben pensarse como siendo de antemano universales. Los presupuestos cognitivos y motivacionales a partir de los cuales se puede producir la universalización del reconocimiento de sí mismo en el otro y de la solicitación correspondiente de amistad, es sin duda el tema central de la filosofía moral, implícitamente desde el planteamiento socrático, explícitamente a partir de la filosofía estoica. Pero las formas societarias primarias no son de ninguna manera universales, sino, por el contrario, delimitan un nosotros frente a los otros. La manera como se combina la moral interna del grupo con la indiferencia y violencia externa fue descrita en la manera más elocuente por Nietzsche en la primera parte de la Genealogía de la moral:
"Estos mismos hombres, que se encuentran tan estrictamente mantenidos en sus límites por las costumbres, la reverencia, la usanza, la gratitud, y más aún por la mutua vigilancia, por los celos inter pares, estos que en sus comportamientos mutuos son tan inventivos en consideración, autodominio, delicadeza, fidelidad y amistad, hacia fuera, ahí donde comienza lo extraño y ajeno, no son mucho mejores que animales de presa puestos en libertad. Ahí gozan el ser libre de toda coerción social, se desquitan de la tensión que da el largo encierro en la paz de la comunidad y retroceden hacia la inocencia de la conciencia del animal de rapiña, como monstruos alegres que posiblemente salen de una secuencia horrible de matanza, quema, violación y tortura con un ánimo sereno como si se tratara de una travesura estudiantil, convencidos de que los poetas tendrán de nuevo y por mucho tiempo algo para cantar y celebrar".
Nietzsche distingue las aves de rapiña y los corderos, pero la experiencia nos enseña año por año que cada etnia puede ser, por turno, ave de rapiña: soñar, y en circunstancias apropiadas ejercer, el desprecio total a todo lo que no es el grupo propio; pudiendo variar de un año al otro que es y que no es el grupo propio, por ejemplo si son más importantes las diferencias étnicas (o pseudo-étnicas) o las de clase social.
Cuáles son las condiciones en las cuales puede prosperar, en cambio, una ética universalista del reconocimiento general de lo humano, esto lo sabemos muy poco. Que el comercio mundial la pueda favorecer de manera decisiva, esta confianza dieciochesca ya no es la nuestra. No está mucho mejor nuestra confianza en la acción en profundidad de las instituciones políticas. Inversamente sí cabe pensar que la vida política puede ser un campo de ejercicio y de aprendizaje de respeto mutuo. Aunque nuestros amigos españoles apenas lo perciben así, creo que la vida política española puede ejemplificar este hecho: un ámbito cultural, una orientación del pensamiento en los diversos sectores muy diferente de la negación mutua de los adversarios en la guerra civil y en sus preliminares.
Es pues en el ámbito cultural, que es de todos modos el de nuestro trabajo, aquel en el cual se nos da la oportunidad de bregar por un ethos del diálogo. Muchas dudas nos suelen invadir, desde luego, acerca de su misma posibilidad. A este respecto quisiera observar lo siguiente:
Se atribuye a Goethe una frase desencantada que reza así: Lo único consolador en el hecho de que la educación puede tan poco es que, entonces, el mal que hace tampoco será tan grande. Pues bien, en nuestro siglo terrible sí pudimos ver, con toda nitidez, el mal que puede hacer. Es un recuerdo bien presente para mí la fisionomía inconfundible del odio que pude percibir como niño de diez años, en los años de exacerbado nacionalismo de la pre-guerra europea, en los rostros de los estudiantes cuando pasaba delante del portón de la universidad de mi ciudad natal. Años después, como profesor todavía joven, presencié, como muchos otros, los estragos del fanatismo político de un signo ideológico distinto, y pude observar esta vez de cerca la deshonestidad intelectual de la cual se alimentaba. Pues bien, si esto es así, y en el ámbito mismo de nuestra actividad, entonces sólo la cobardía, o nuestra propia confusión mental, nos pueden ocultar el sentido de nuestro trabajo. No se trata de suponer que con la argumentación sola se puede combatir de manera eficaz la cultura del odio, así como se malentienden las ideas de Habermas acerca del diálogo argumentativo cuando suscitan sonrisas compasivas. Sus propuestas presuponen una situación de aproximada paridad de poder en los contrincantes, que él percibe como paralizante y a la vez como la oportunidad del despliegue de un nivel de racionalidad más adecuado que el de la instrumentalización.
Entre ética y estética
Se trata de darse cuenta que el ejercicio de la honestidad intelectual es de suyo un ejercicio de un compromiso humano de signo universalista y de darnos cuenta del daño que produce la tendencia de considerar el argumento sólo como un medio para una causa considerada como buena. Muchas veces encontramos causas respetables defendidas de esta manera. La creación de una conciencia ecológica es sin duda una tarea de gran importancia, pero nos encontramos con que Greenpeace, a la usanza política corriente, no vacila en utilizar, cuando lo estima conveniente para su causa, información falsa. Con ello no sólo induce a veces a soluciones equivocadas a problemas ecológicos concretos, así como ocurrió recientemente con la destrucción de una plataforma petrolera en el Mar del Norte, sino que contribuye también a la polución semántica y a la confusión general practicadas con tanto empeño desde los más diversos costados.
Ahora bien, es también desde este ángulo que quisiera encarar las relaciones de la ética con la estética. No se puede decir que a una determinada ética le corresponde una estética de espíritu afín, ya que la relación puede ser también de índole compensatoria. Así como Nietzsche mostró cómo las aves de rapiña compensan su disciplina moral interna con el desenfreno externo, así no pocas veces encontramos una concepción ética aceptable y comedida, que se complementa con una estética entregada a la violencia simbólica. Pero de esta manera queda la vida moral abandonada a la trivialidad, huérfana del atractivo estético sin el cual se vuelve ineficaz cada vez que no coincide con el interés económico.
En términos generales la ética y la estética se encuentran en la medida en que coinciden en la valoración de lo humano y de la physis en general. La sonrisa de la kharis es su elemento común y la kharis requiere un cultivo asiduo. La belleza del trato, señalaba Federico Schiller, consiste en la satisfacción conjunta, infinitamente difícil, de dos exigencias. La primera es: Preserva la libertad alrededor tuyo, la segunda: muestra tu misma libertad. Es esta belleza del trato que designamos con la palabra griega kharis, que los romanos traducían con gratia.
En particular, y en este momento, creo que es en la importancia dada a la sinceridad que se solicitan mutuamente la ética y la estética. Si la honradez intelectual es la virtud de oficio requerida de nosotros, hay que preguntarse si no es una virtud análoga la que se requiere en este momento del poeta y del artista, en lugar de la inventiva por ella misma. Se trata de ser atento a las voces en nosotros que no coinciden con la más mimada por nosotros, con la de nuestro personaje, de los discursos en los cuales hemos adquirido solvencia, o la de nuestros rencores inveterados. No puedo pues sino estar de acuerdo con las formulaciones de Briceño Guerrero en su ponencia introductoria al Congreso "Pensamiento Europeo-Latinoamericano" de Mérida, 1998: Si algo en ti objeta a tu razón, atiende su razón; si algo contraría la firmeza de tu mano, dale la mano. En una palabra: No seas bobo, ya lo has sido de sobra.
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