Nueva
luz sobre la prehistoria
de
la Escuela Austriaca
Introducción
La evolución más notable en la
historiografía de la escuela austriaca tras la Segunda Guerra Mundial ha sido la drástica reevaluación de
lo que podría llamarse su prehistoria y, como corolario, un reconsideración
fundamental de la propia historia del pensamiento económico. Esta reevaluación
puede resumirse explicando brevemente el paradigma ortodoxo prebélico de
evolución del pensamiento económico antes de la llegada de la escuela
austriaca.
Los filósofos escolásticos fueron
bruscamente desdeñados como pensadores medievales que fracasaron totalmente en
comprender el mercado y que creían sobre bases religiosas que el justo precio
era uno que cubriera o el coste de producción o la cantidad de trabajo contenida en un producto. Después
de describir brevemente la discusión de bullonistas y anti-bullonistas entre
los mercantilistas ingleses del siglo XVIII, el historiador del pensamiento
económico apuntaba con una rúbrica a Adam Smith y David Ricardo como fundadores
de la ciencia económica. Después de algunas dudas, a mediados del siglo XIX, el
marginalismo, incluyendo la escuela austriaca, llegó en otro gran estallido en
la década de 1870. Aparte de la mención ocasional de uno o dos precursores
ingleses de los austriacos, como Samuel Bailey a principios del siglo XIX, esto
completaba la imagen básica.
Era típico el texto enciclopédico de
Lewis Haney: los escolásticos son descritos como medievales, rechazados como
hostiles al comercio y declarados creyentes en las teorías del trabajo y el
coste de producción en el justo precio.[1] No sorprende que en
su famosa frase, R.H. Tawney pudiera llamar a Karl Marx “el último de los
escolásticos”.[2]
La revisión de Schumpeter
La notablemente distinta nueva
visión de la historia del pensamiento económico entra en escena en 1954 en la
monumental, aunque inacabada, obra de Joseph Schumpeter.[3] Lejos
de ser zoquetes místicos que deberían saltarse para llegar a los
mercantilistas, los filósofos escolásticos se veían como economistas notables y
clarividentes, desarrollando un sistema muy cercano a la
aproximación austriaca y de la utilidad subjetiva. Esto era particularmente
cierto en los previamente olvidados escolásticos españoles e italianos de los
siglos XVI y XVII. Prácticamente el único ingrediente que faltaba en su teoría
del valor era el concepto marginal. De sus filas procedieron los posteriores
economistas franceses e italianos.
En la visión schumpeteriana, los
mercantilistas ingleses eran panfletarios polémicos a falta de un hervor en
lugar de hitos esenciales en el camino hacia Adam Smith y la fundación de la
ciencia económica. De hecho, la nueva visión consideraba a Smith y Ricardo, no
como fundadores de la ciencia de la economía, sino desviando a la economía
hacia una vía trágicamente equivocada, que tuvo que esperar a austriacos y
otros marginalistas para corregirse. Hasta entonces, solo los olvidados
escritores anti-ricardianos mantuvieron viva la tradición. Como veremos, otros
historiadores, como Emil Kauder, demostraron aún más las raíces aristotélicas
(y por tanto escolásticas) de los austriacos entre las diversas variantes de la
escuela marginalista. El paisaje es casi el opuesto al de la ortodoxia previa.
No es aquí nuestro propósito
profundizar en la merecidamente bien conocida obra de Schumpeter, sino más bien
evaluar las contribuciones de escritores que llevaron aún más allá la visión
schumpeteriana y permanecen olvidados por la mayoría de los economistas, probablemente por haber seguido a
Schumpeter en construir un tratado general. Los mejores desarrollos de la nueva historia deben encontrarse en artículos
fugitivos y breves panfletos y monografías.
Grice-Hutchinson sobre la Escuela de Salamanca
Las otras contribuciones
relativamente olvidadas empezaron de forma contemporánea a Schumpeter. Una de
las más importantes, y probablemente la más olvidada, fue The School of
Salamanca de Marjorie Grice-Hutchinson, que sufrió ante la profesión
económica por ser profesora de literatura española. Además, el libro llevaba la
carga de un corto y equívoco subtítulo: Readings in Spanish Monetary
Theory [Lecturas de teoría monetaria española].[4] De
hecho, el libro era un brillante descubrimiento de visiones pre-austriacas del
valor subjetivo y la utilidad de los escolásticos españoles de finales del
siglo XVI. Pero primero Grice-Hutchinson demostraba que las obras de
escolásticos aún anteriores que se remontaban hasta Aristóteles contenían
análisis subjetivos del valor basados en los deseos del consumidor frente a la
competencia de la concepción objetiva del justo precio basada en trabajo y
costes. Al inicio de la Edad Media, San Agustín (354-430) desarrolló el
concepto de la escala subjetiva de valores de cada individuo. En la Alta Edad
Media los filósofos escolásticos hacía tiempo que habían abandonado la teoría
del coste de producción para adoptar la opinión de que el reflejo del mercado
de la demanda del consumidor es la que realmente establece el precio justo.
Esto fue particularmente cierto en Jean Buridan (1300-1358), Enrique de Gante
(1217-1293), y Ricardo de Mediavilla (1249-1306). Como observaba
Grice-Hutchinson:
Los escritores medievales veían
al pobre como consumidor en lugar de cómo productor. Una teoría del coste de
producción habría dado a los mercaderes una excusa para subir precios bajo el
pretexto de cubrir sus gastos y se pensaba que era más justo confiar en las
fuerzas impersonales del mercado que reflejaban el juicio de toda la comunidad
o, por usar la expresión medieval, en la “común estimación”. En todo caso,
parecería que el fenómeno del intercambio iba a explicarse cada vez más en
términos psicológicos.[5]
Incluso Enrique de Langenstein
(1325-1383), quien de todos los escolásticos era el más hostil al libre merado
y defendía que el gobierno fijara el precio justo basándose en el estado de
cosas y el coste, desarrolló el factor subjetivo de la utilidad así como la
escasez en su análisis del precio. Pero fueron los escolásticos españoles del
siglo XVI los que desarrollaron la teoría del valor puramente subjetiva y a
favor del libre mercado. Así, Luis Saravía de la Calle (c. 1544) negaba
cualquier papel al coste en la determinación del precio; por el contrario, el
precio de mercado, que es el precio justo, lo determinan las fuerzas de la
oferta y la demanda, que a su vez son el resultado de la común estimación de
los consumidores en el mercado. Saravia escribía que “excluyendo todo engaño y
malicia, el justo precio de una cosa es el precio que comúnmente alcanza en el
tiempo y lugar del acuerdo”. Continúa apuntando que el precio de una cosa
cambiará de acuerdo con su abundancia o escasez. Procede a atacar la teoría del
coste de producción del precio justo:
Los que miden el justo precio
de la cosa según el trabajo, costas y peligros del que tracta la mercadería o
la hace, o lo que cuesta en ir y venir (…); lo que le cuestan los factores; lo
que valen sus industrias, peligros y trabajos, yerran mucho: y más los que les
dan cierta ganancia del quinto o del diezmo; porque el justo precio nasce de la
abundancia o falta de mercaderías, de mercaderes y dineros (…) y no de las
costas, trabajos y peligros; porque si con estos trabajos y peligro se hobiese
de mirar para tasar el justo precio, nunca se daría el caso que el mercader
sufriera una pérdida, ni la abundancia o falta de mercaderías entraría en la
discusión. Los precios no son fijados comúnmente a partir de las costas. ¿Por
qué debería un fardo de lino traído por tierra desde Bretaña con grandes costas
valer más que uno que se transporta con menos costas por mar? (…) ¿Por qué un
libro escrito a mano debería valer más que uno impreso, cuando este ultimo es
mejor aunque cueste menos hacerlo? (…) El justo precio no se descubre contando
las costas sino por estimación común.[6]
Igualmente, el escolástico español
Diego de Covarrubias y Leiva (1512-1577) un distinguido experto en derecho
romano y teólogo en la Universidad de Salamanca, escribió que el “valor de un
artículo” depende “de la estimación de los hombres, incluso aunque esa
estimación se locura”. El trigo es más caro en la Indias que en España “porque
los hombres lo estiman más, aunque la naturaleza del trigo es la misma en ambos
lugares”. El precio justo debería considerarse no en absoluto con referencia a
su coste original o de trabajo, sino solo con referencia a valor común del
mercado en que se vende el bien, un valor, apuntaba Covarrubias, que caería
cuando los compradores sean pocos y los bienes sean abundantes y que aumentaría
bajo las condiciones opuestas.[7]
El escolástico español Francisco
García (m. 1659) se dedicó a un análisis notablemente complejo de los
determinantes del valor y la utilidad. La valoración de los bienes, apuntaba
García, depende de vario factores. Uno es la abundancia o escasez de la oferta
de bienes, causando la primera una menor estimación y la segunda un aumento. Un
segundo factor es si compradores o vendedores son muchos o pocos. Otro es si
“el dinero es escaso o abundante”, causando lo primero una menor estimación de
los bienes y lo segundo una mayor. Otro es si “los vendedores están dispuestos
a vender sus bienes”. La influencia de la abundancia o escasez de un bien lleva
a García casi al borde de un análisis de la valoración marginal de la utilidad,
sin alcanzarlo.
Por ejemplo, hemos dicho que el
pan es más valioso que la carne porque es más necesario para la preservación de
la vida humana. Pero podría llegar un tiempo en que el pan sea tan abundante y
la carne tan escasa que el pan sea más barato que la carne.[8]
Los escolásticos españoles, sobre el dinero
Los escolásticos españoles también
anticiparon la escuela austriaca al aplicar la teoría del valor al dinero,
empezando así la integración del dinero en la teoría general del valor. Por
ejemplo, se cree generalizadamente que en 1568 Juan Bodino inició lo que se
llama desgraciadamente la aplicación del análisis de la oferta y demanda al
dinero. Aún así, se le anticipó en doce años el teólogo dominico de
Salamanca Martín de Azpilicueta Navarro (1493–1576), que fue
inspirado a explicar la inflación producida por la importación de oro y plata
por parte de los españoles desde el América.
Citando a escolásticos anteriores,
Azpilicueta declaraba que “el dinero vale más donde es escaso que donde es
abundante”. ¿Por qué? Porque “toda mercadería se hace más deseada cuando es en
gran demanda y corta oferta y ese dinero, en la medida en que puede venderse,
trocarse o intercambiarse mediante alguna otra forma de contrato, es mercadería
y por tanto se convierte en más querida cuando es en gran demanda y corta
oferta”. Azpilicueta notaba que “vemos por experiencia que en Francia, donde el
dinero es más escaso que en España, pan vino, ropa y trabajo valen mucho menos.
E incluso en España, en tiempos en que el dinero era más escaso, los bienes a
la venta y el trabajo se daban por mucho menos que después del descubrimiento
de las Indias, que inundaron al país con oro y plata. La razón para esto es que
el dinero vale más donde y cuando es escaso que donde y cuando es abundante”.[9]
Además, los escolásticos españoles
llegaron a anticipar la teoría clásica de Mises-Cassel de la paridad de poder
adquisitivo de los tipos de cambio procediendo lógicamente al aplicar la teoría
de la oferta y la demanda a los intercambios extranjeros, una institución que
fue muy desarrollada al principio de la edad moderna. El influjo de los metales
preciosos en España depreció el escudo español en el intercambio exterior e
hizo que aumentaran los precios dentro de España y los escolásticos tuvieron
que ocuparse de este alarmante fenómeno. Fue el eminente teólogo dominicano
salmantino Domingo de Soto (1495-1560) quien en 1553 aplicó por primera vez
completamente el análisis de oferta y demanda a los tipos de cambio en el
exterior. De Doto apuntaba que “cuanto más abundante es el dinero en Medina,
más desfavorables con los términos de intercambio y mayor es el precio que debe
pagar quien desee enviar dinero de España a Flandes, ya que la demanda de
dinero es más pequeña en España que en Flandes. Y cuanto más escaso sea el
dinero en Medina menos necesitamos pagar allí, porque más gente quiere dinero
en Medina del que están enviando a Flandes”.[10]
Lo que estaba diciendo De Soto es
que a medida que aumenta la existencia de dinero, la utilidad de cada unidad
para la población disminuye y viceversa; en resumen, solo el gran escollo de no
especificar el concepto de l unidad marginal le impide llegar a la doctrina de
la disminución de la utilidad marginal del dinero. Azpilicueta, en el pasaje
antes citado, aplicaba el análisis de De Soto de la influencia de la oferta de
dinero en los tipos de cambio, al mismo tiempo que avanzaba una teoría de
oferta y demanda para determinar el poder adquisitivo del dinero dentro de un
país.
El análisis de De Soto-Azpilicueta
se extendió a los mercaderes de España por parte del fraile dominico Tomás de
Mercado (m. 1585), quien el 1569 escribió un manual de moralidad comercial en
español, en contraste con los teólogos escolásticos, que invariablemente
escribían en latín. Fue seguido por García y apoyado al final del siglo XVI por
el teólogo dominico salmantino Domingo de Báñez (1527-1604) y por el gran
jesuita portugués Luis de Molina (1535-1600). Escribiendo cerca del cambio de
siglo, Molina exponía la teoría de una forma elegante y completa:
Hay otra forma en la que el
dinero puede valer más en un lugar que en otro, que es porque sea más escaso
allí que en otro lugar. En igualdad de condiciones, donde el dinero sea más
abundante, será menos valioso para el fin de comprar cosas comparables
distintas del dinero.
Igual que la abundancia de
bienes hace que caigan los precios (a igualdad en cantidad de dinero y número
de mercaderes), una abundancia de dinero los hace subir (a igualdad en cantidad
de bienes y número de mercaderes). La razón es que el propio dinero se
convierte en menos valioso para el fin de comprar y comparar bienes. Así, vemos
que en España el poder adquisitivo del dinero es mucho menor, debido a su
abundancia, de lo que lo era hace ocho años. Una cosa que podía comprarse por
dos ducados en ese tiempo vale hoy 5, 6 o incluso más. Los salarios han aumentado
en la misma proporción y lo mismo las dotes, el precio de las propiedades, la
renta de los beneficios y otras cosas.
Igualmente vemos que el dinero
es mucho menos valioso en el Nuevo Mundo (especialmente en Perú, donde abunda
más), que en España. Pero en lugares en que es más escaso que en España, será
más valioso. Tampoco el valor del dinero será el mismo en todos los demás
lugares, sino que variará: y esto será a causa de las variaciones en su
cantidad, a igualdad de condiciones. (…) Incluso en la misma España varía el
valor del dinero: normalmente el más bajo de todo es en Sevilla, donde llegan
los barcos del Nuevo Mundo y donde por esa razón el dinero es más abundante.
Allí donde la demanda de dinero
se la mayor, ya sea para la compra o transporte de bienes (…) o cualquier otra
razón, allí su valor será el mayor. Son también estas cosas las que hacen que
el valor del dinero varíe en el curso del tiempo en uno y el mismo lugar.[11]
La revisión de De Roover
La principal obra revisionista sobre
el pensamiento económico de los escolásticos medievales y tardíos es la de
Raymond de Roover. Basando su obra en parte en el libro de Grice-Hutchinson, De
Roover publicó su primera explicación completa en 1955.[12] Para
el periodo medieval, De Roover apuntaba particularmente al occamita fracés de
principios del siglo XIV Jean Buridan y al famoso predicador italiano de
principios del siglo XV San Bernardino de Siena (1380-1444). Buridan insistía
en que el valor se mide por los deseos humanos de la comunidad de individuos y
en que el precio de mercado es el precio justo. Además, fue tal vez el primero
en dejar claro de una forma pre-austriaca que el intercambio voluntario
demuestra la preferencia subjetiva, ya que decía que “la persona que
intercambia un caballo por dinero no lo habría hecho si no hubiera preferido el
dinero al caballo”.[13] Añadía
que los trabajadores se contratan porque valoran más los salarios que reciben
que el trabajo que tienen que gastar.[14]
De Roover explica luego los
escolásticos españoles del siglo XVI, centrándose en el Universidad de Salamanca,
la reina de las universidades españolas de la época. Desde Salamanca, la
influencia de esta escuela de escolásticos se extendió a Portugal, Italia y los
Países Bajos. Además de resumir la contribución de Grice-Hutchinson y añadirla
a su bibliografía, De Roover apuntaba tanto De Soto como Molina denunciaron
como “mentirosa” la idea del escolástico de finales del siglo XIII Juan Escoto
(1308) de que el precio justo es el coste de producción más un beneficio
razonable: por el contrario ese precio es la común estimación, la interacción
de oferta y demanda en el mercado. Molina introdujo además el concepto de
competencia al indicar que la competencia entre compradores subirá los precios,
mientras que la escasez de estos mismos lor rebajará.[15]
En un artículo posterior, De Roover
se extendía sobre sus investigaciones en la teoría escolástica del precio
justo. Concluía que la visión ortodoxa del precio justo como un precio fijado
de por vida y basado en el coste de producción se basaba casi únicamente en las
opiniones del escolásticos vienés del siglo XIV, Enrique de Langenstein. Pero
Langenstein, apuntaba De Roover, era un seguidor de las opiniones minoritarias
del Guillermo de Occam y estaba fuera de la tradición tomista dominante: se
cita poco a Lengenstein entre los escritores escolásticos tardíos. Aunque
algunos de sus pasajes están abiertos a una interpretación conflictiva, De
Roover demostraba que Alberto Magno (1193-1280) y su gran discípulo Tomás de
Aquino (1126-1274) sostenían que el precio justo era el precio de mercado. De
hecho, Aquino consideraba el caso de un mercader que llevara trigo a un país en
el que hubiera una gran escasez, resultando que el mercader sabe que hay más
trigo en camino. ¿Debe vender su trigo al precio actual de mercado o debe
anunciar a todos la inminente llegada de nuevos suministros y sufrir una caída
de precios? Aquino respondía inequívocamente que puede vender justamente el
trigo al actual precio de mercado, aunque añada luego como ocurrencia tardía
que sería más virtuoso informar a los compradores. Además, De Roover apuntaba
al resumen de la postura de Aquino por su comentarista más distinguido, el
escolástico de finales del siglo XV Tomás de Vío, el Cardenal Cayetano
(1468-1534). Cayetano concluía que para Aquino el precio justo es “el que, en
un momento concreto, pueda obtenerse de los compradores, suponiendo un
conocimiento común y en ausencia de todo fraude y coacción”.[16]
La teoría del coste de producción
del precio justo sostenida por los escotistas fue mordazmente atacada por los
últimos escolásticos. San Bernandino de Siena, apuntaba De Roover, declaraba
que el precio de mercado es justo independientemente de si el productor gana o
pierde o si está por debajo o por encima del coste. El gran jurista de
principios del siglo XVI Francisco de Vitoria (c. 1480-1546), fundador de la
escuela de Salamanca, así como sus seguidores, insistían en que el precio justo
lo establecen oferta y demanda independientemente de los costes o gastos de la
mano de obra: los productores ineficientes o los especuladores ineptos deben
pechar con las consecuencias de su incompetencia o su pobre previsión. Además,
De Roover dejaba claro que el énfasis escolástico general en la justicia de la
“común estimación” (communis aestimatio) es idéntico a la “valoración
del mercado” (aestimatio fori), ya que los escolásticos utilizaban
indistintamente estas dos expresiones latinas.[17]
Sin embargo, De Roover apuntaba que
esta aceptación del precio de mercado no significaba que los escolásticos
adoptaran una postura de laissez faire. Por el contrario, estaban a menudo
dispuestos a aceptar la fijación pública de precios en lugar de la acción del
mercado. Sin embargo, unos pocos escolásticos eminentes, liderados por
Azpilicueta e incluyendo a Molina, se oponían a toda fijación de precios; como
dijo Azpilicueta, los controles de precios son innecesarios en tiempos de
abundancia e ineficaces o directamente dañinos en tiempos de escasez.[18]
En un comentario sobre el trabajo de
De Roover, David Herlihy apuntaba que, en las ciudades-estado del norte de
Italia de los siglos XII y XIII, el lugar de nacimiento de capitalismo
comercial moderno, el precio de mercado era considerado generalizadamente como
justo porque era “verdadero” y “real”, si se “estblecía o utilizaba sin engaño
o fraude”. Como resumía Herlihy, el precio justo de un objeto es su “valor real
determinado por una de dos maneras: para objetos que sean únicos, por la
negociación honrada entre vendedor y comprador; para los productos básicos, por
el consenso del mercado establecido en ausencia de fraude o conspiración”.[19]
El relato definitivo de John W.
Baldwin de las teorías del precio justo durante la Alta Edad Media de los
siglos XII y XIII confirmaba ampliamente las ideas revisionistas de De Roover.
Baldwin apuntaba que había tres grupos influyentes de escritores medievales:
los teólogos (que hemos estado examinando), los juristas romanos y los juristas
canónicos. Por su parte, los romanistas, unidos a los canonistas mantenían
incondicionalmente el principio de la ley privada romana de que el justo precio
es cualquiera al que se llegue por libre negociación entre compradores y
vendedores.[20] Baldwin
demostraba que incluso los teólogos de la Alta Edad Media antes de Aquino
aceptaban el precio actual de mercado como precio justo.[21]
Varios años más tarde, De Roover se
ocupó de las opiniones de los escolásticos en el asunto más amplio del comercio
y el intercambio.[22] Concedía
la validez parcial de la antigua opinión de que la iglesia medieval desconfiaba
del comercio como peligroso para la salvación personal; o más bien que, aunque
el comercio puede ser honrado, presenta una gran tentación
para el pecado. Sin embargo, apuntaba que al crecer el comercio después del
siglo X, la iglesia empezó a adaptarse a la idea de los méritos del comercio y
el intercambio. Así, aunque es cierto que el escolástico del siglo XII Pedro
Lombardo (c. 1100-1160) denunciaba el comercio y la milicia como ocupaciones
pecaminosas por sí mismas, se estableció una visión mucho más benevolente del
comercio durante el siglo XIII por parte de Alberto Magno y su alumno Tomás de
Aquino, así como por San Buenaventura (1221-1274) y el Papa Inocencio V
(1225-1276). Aunque el comercio presenta ocasiones para el pecado, no es
pecaminoso en sí mismo; por el contrario, el intercambio y la división del
trabajo son beneficiosos para satisfacer los deseos de los ciudadanos. Además,
el escolástico de principios del siglo XIV Ricardo de Mediavilla desarrolló la
idea de que tanto el comprador como el vendedor ganan con el intercambio, ya
que ambos demuestran que prefieren lo que reciben a lo que dan. Mediavilla
también aplicó esta idea al comercio internacional, apuntando que ambos países
se benefician intercambiando sus productos excedentes. Como los mercaderes y
ciudadanos de cada país se benefician, ninguna parte está explotando a la otra.
Al mismo tiempo, Aquino y otros
teólogos denunciaban la “codicia” y el amor al beneficio, siendo la ganancia
mercantil justificable solo cuando se dirija hacia el “bien de otros”; además,
Aquino atacaba la “avaricia” por intentar mejorar la “situación en la vida” de
uno. Pero, como apuntaba De Roover, el gran italiano del siglo XVI Cardenal
Cayetano corrigió esta opinión demostrando que, si esto fuera verdad, toda
persona tendría que estar fijo en su actual ocupación y renta. Por el
contrario, afirmaba Cayetano, la gente con capacidades inusuales deberían poder
ascender en el mundo Frente europeos del norte como Aquino, Cayetano estaba muy
familiarizado con el comercio y la movilidad social hacia arriba en las
ciudades italianas. Además, incluso Aquino rechazaba explícitamente la idea de
que los precios deberían determinarse por la situación en la vida, apuntando
que el precio de venta de cualquier bien tiende a ser el mismo ya sea el empresario
pobre o rico.
De Roover alababa al escolástico de
principios del siglo XV San Bernardino de Siena por ser el único teólogo que se
ocupó en detalle de la función económica del empresario. San Bernardino
escribía sobre las cualidades y habilidades poco comunes del empresario de
éxito, incluyendo esfuerzo, diligencia, conocimiento del mercado y cálculo de
los riesgos justificando el beneficio en el capital invertido como compensación
por el riesgo y el trabajo del empresario. La aceptación del beneficio fue
inmortalizada en un lema en libro de contabilidad del siglo XIII: “En el nombre
de Dios y del beneficio”.[23]
La última obra de De Roover en este
campo fue un librito sobre san Bernardino y su contemporáneo San Antonino de
Florencia (1389-1459).[24] En las opiniones de
San Bernardino del comercio y el empresario, la ocupación del comercio puede
llevar al pecado, pero lo mismo puede pasar en todas las demás profesiones,
incluyendo el obispado. Respecto de los pecados de los comerciantes, consisten
en actividades ilícitas como el fraude, el engaño en el anuncio de
los productos, la venta de productos adulterados y el uso de pesos y medidas
falsificados, así como mantener a los acreedores esperando por su dinero
después de que venza una deuda. Respecto del comercio, hay muchos tipos de
mercaderes útiles, según San Bernardino: importadores-exportadores,
almacenistas, vendedores y fabricantes.
San Bernardino describía las raras
cualidades y virtudes de conlleva convertirse en un hombre de negocios de
éxito. Una es la eficiencia (industria), que incluye el conocimiento de
las cualidades, precios y costes y capacidad de evaluar riesgos y estimar
oportunidades de beneficio, lo que, declaraba, “realmente muy pocos
son capaces de hacer”. La capacidad empresarial incluye por tanto la voluntad
de asumir riesgos (pericula). Los hombres de negocios deben ser
responsables y atentos al detalle y también hace falta trabajo duro y
problemas. La conducción ordenada y racional de los negocios, también necesaria
para el éxito es una virtud loada por San Bernardino, como lo son la integridad
en los negocios y el pronto ajuste de cuentas.
Volviendo a la visión escolástica
del valor y el precio, de Roover apuntaba que, ya en Aquino los precios se
trataban como determinados, no por su clasificación filosófica en la
naturaleza, sino por el grado de utilidad de los respectivos productos para el
hombre y los deseos humanos. Como escribía De Roover sobre Aquino: “Estos
pasajes con claros y no ambiguos: el valor depende de la utilidad o de los
deseos humanos. No hay en ningún lugar mención alguna al trabajo como creador o
medida de valor”.[25]
Un siglo antes de los escolásticos
españoles y un siglo y medio antes de la compleja formulación de Francisco
García, San Bernardino había demostrado que el precio se determina por la
escasez (raritas), utilidad (virtuositas) y lo agradable y
deseable (compacibilitas). Una mayor abundancia de un bien causará una
caída en su valor y una mayor escasez un aumento. Además, para tener valor, un
bien debe tener utilidad o lo que llamamos “utilidad objetiva”, pero dentro de
este marco, el valor se determina por la compacibilitas o
“utilidad subjetiva” que tiene para los consumidores individuales.
De nuevo, solo falta el elemento
marginal para una teoría pre-austriaca del valor a escala completa. Llegando al
borde de la posterior solución austriaca a la “paradoja del valor” de los
economistas clásicos, San Bernardino apuntaba que un vaso de agua para un hombre
que se muere de sed sería tan valioso como para prácticamente no tener precio,
pero por suerte el agua, aunque absolutamente necesaria para la vida humana, es
normalmente tan abundante que conlleva o un precio muy bajo o ningún precio en
absoluto.
Corrigiendo al adscripción de
Schumpeter del descubrimiento de la utilidad subjetiva a San Antonino y
observando que la había tomado de San Bernardino, De Roover además mostraba que
las investigaciones recientes demuestran que Bernardino tomó su propio análisis
casi plabra por palabra de un escolástico provenzal del finales del siglo XIII,
Petrus Iohannis Olivi (1248-1298). Aparentemente, Bernardino no reconoció a
Olivi porque este último, al venir de otra rama de la orden franciscana era en
aquel momento sospechoso de herejía.[26]
Al ocuparse del concepto del “precio
justo”, De Roover deja claro que san Bernardino, siguiendo a Olivi, sostenía
que el precio de un bien o servicio era “la estimación hecha en común por todos
los ciudadanos de la comunidad”. Esto se sostiene explícitamente que es la
valoración del mercado, ya que definía el precio justo como “el que resulta
prevalecer en un momento concreto según la estimación del mercado, es decir, lo
que valen normalmente los productos a la venta en un lugar concreto”.[27]
Los dos frailes italianos tratan a
los salarios de la misma forma que a los precios de los bienes: para San
Bernardino, “las mismas reglas que se aplican a los precios de los bienes se
aplican a los precios de los servicios con la consecuencia de que el salario
justo también será determinado por las fuerzas que operan en el mercado o, en
otras palabras, por la demanda de trabajo y la oferta disponible”. A un
arquitecto se le paga más que a un cavador, afirmaba Bernardino, porque “el
primer trabajo requiere más inteligencia, mayor habilidad y mayor
formación y, por tanto, califican menos (…). Las diferencias en
salarios han de explicarse entonces por la escasez, ya que los trabajadores
cualificados son menos numerosos que los no cualificados y los puestos elevados
requieren incluso una combinación poco usual de habilidades y capacidades”.[28] Y
San Antonino concluía que el salario de los trabajadores es un `precio que,
como cualquier otro, se determina adecuadamente por la común estimación del
mercado en ausencia de fraude.
Después de los escolásticos
Durante y después del siglo XVI, la
iglesia católica romana y la filosofía escolástica fueron objeto de un ataque
virulento, primero por los protestantes y luego por los racionalistas, pero el
resultado no fue suficiente tanto eliminar toda influencia de la filosofía y la
economía escolásticas como esconder esa influencia, ya que sus enemigos
proclamados a menudo dejaban de citar sus escritos. Así, el gran jurista
protestante holandés del siglo XVII Hugo Grocio (1583-1645) adoptó mucha de la
doctrina escolástica, incluyendo el énfasis en el deseo y la utilidad como
principales determinantes del valor y la importancia de la común estimación del
mercado al determinar el precio.
De hecho, Grocio citaba
explícitamente a los escolásticos españoles Azpilicueta Navarro y Covarrubias.
Siguiendo incluso más explícitamente a los escolásticos españoles del siglo XVI
encontramos a teólogos jesuitas del siglo siguiente, incluyendo al muy
influyente jesuita flamenco Leonardus Lessius (1554-1623), amigo de Luis de
Molina y el aún más influyente cardenal jesuita español Juan de Lugo
(1583-1660), cuyo tratado fue publicado originalmente en 1642 y reimpreso
muchas veces en los siguientes tres siglos. También siguiendo explícitamente a
los escolásticos y la escuela de Salamanca en el siglo XVII encontramos al
filósofo y jurista genovés Sigismundo Scaccia (c. 1618), cuyo tratado fue
reeditado ampliamente, así como Antonio de Escobar (c. 1652), autor de un
manual sobre moral.
Volviendo a la que sería tendencia
protestante dominante en el pensamiento económico posterior, las doctrinas
legales y económicas de Grocio fueron seguidas muy de cerca en el posterior
siglo XVII por el jurista luterano sueco Samuel Pufendorf (1632–1694). Aunque
Pufendorf seguía a Grocio en la utilidad y la escasez y la común estimación del
mercado al determinar valor y precio y aunque indudablemente consultó los
escritos de los escolásticos españoles, es el racionalista Pufendorf el que
elimina toda cita a estas odiadas influencias escolásticas sobre su maestro.
Así que cuando la doctrina de Grocio llegó a Escocia a principios del siglo
XVIII a través de profesor de filosofía moral en Glasgow Gershom Carmichael
(1672–1729), que traduce a Pufendorf al inglés, se había perdido el
conocimiento de las influencias escolásticas. De ahí que, con el gran alumno y
sucesor de Carmichael, Francis Hutcheson, la utilidad empezara a debilitarse
por las teorías del valor trabajo y coste de producción, hasta que finalmente
en el momento en que el alumno de Hutcheson, Adam Smith (1723-1790),
escribe La riqueza de las naciones, la influencia escolástica
pre-austriaca desafortunadamente desapareció por completo. De ahí la opinión de
Schumpeter, De Roover y otros de que Smith y Ricardo dirigieron a la economía
hacia una vía errónea, cosa que tuvieron que corregir los posteriores
marginalistas (incluyendo a los austriacos).
Las doctrinas escolásticas tuvieron
una influencia más duradera en los economistas del continente, particularmente
en los países católicos. Así al brillante abad italiano de mediados del siglo XVIII Ferdinando Galiani
(1728-1787) atribuyen a menudo los historiadores inventar la idea completamente
desarrollada de la utilidad y la escasez como determinantes del precio. Nadie
quiso poner a prueba los escritos escolásticos en esa época racionalista, pero
se detecta una fuerte influencia escolástica en la obra de Galiani, cuya
sección sobre el valor incluso contiene una cita explícita al escolástico de
Salamanca Diego Covarrubias y Leiva. El tío de Galiani, Celestino, que crió al
joven economista, había sido profesor de teología moral antes de convertirse en
arzobispo e indudablemente estaba familiarizado con la literatura escolástica
sobre la materia, que llenaba las bibliotecas italianas del siglo XVIII. El
economista italiano Antonio Genovesi (1712-1769), contemporáneo de Galiani,
también se vio influido por el pensamiento escolástico: había trabajado como
profesor de ética y filosofía moral en la Universidad de Nápoles.
Desde Galiani, el papel central de
la utilidad, la escasez y la común estimación del mercado se extendió a
Francia, al abad francés de finales del siglo XVIII Etienne Bonnot de Condillac
(1714-1780), así como a otro gran abad, Robert Jacques Turgot (1721-1781).
Reconociendo solo a Galiani como predecesor, Tugot repite a la escuela de
Salamanca al sostener que los precios de los bienes y el valor del dinero, como
consecuencia de la “común estimación” del mercado, han de construirse a partir
de las valoraciones subjetivas de los individuos en dicho mercado. Francois
Quesnay (1694-1774) y los fisiócratas franceses del siglo XVIII (considerados
habitualmente como los fundadores de la ciencia económica) estuvieron asimismo
muy influidos por los escolásticos, tanto en su teoría del derecho natural como
en su énfasis en el consumo y el valor subjetivo. La doctrina escolástica
incluso aparece en la fieramente anticatólica Enciclopedia, incluyendo
la doctrina del derecho natural, así como el análisis del precio como
determinado por la común estimación presente del mercado. Incluso durante el
siglo XIX, aparecen fuertes trazas de Condillac y Turgot en Jean-Baptist Say
(1767-1832), que defendía un modelo de utilidad para el futuro.[29]
Aproximadamente al mismo tiempo que
Schumpeter, Grice-Hutchinson y De Roover publicaban sus investigaciones, Emil
Kauder presentaba un punto de vista revisionista similar. Kauder indicaba la
conexión entre los escolásticos y Galiani, primero en el político italiano de
mediados del siglo XVI, Gian Francesco Lottini (1512-1572).[30] Demostraba
que Lottini ideó primero un concepto rudimentario de preferencia temporal: la
gente estima los deseos presentes más que los futuros. El siguiente enlace fue
el mercader italiano de finales del siglo XVI Bernardo Davanzati (1529-1606),
que aplicó la teoría subjetiva del valor al dinero en 1588. De hecho,
Schumpeter iba a puntar enseguida que Davanzati también resolvió la “paradoja
del valor” de que el agua sea muy útil pero no valiosa en el mercado
por ser altamente abundante. No se sabe si Davanzati estuvo influido o no por
San Bernardino.[31] Fue
seguido casi un siglo después por el profesor italiano de matemáticas Geminiano
Montanan (1633-1687). Galiani estuvo por tanto definitivamente influido por Davanzati.
Luego Kauder desarrollaba de una
forma original las contribuciones de Galiani. Pues no solo Galiani estableció
completamente la familiar teoría de la utilidad y la escasez como determinantes
del precio (a la que solo le faltaba el principio marginal para llegar a la
teoría austriaca) sino que asimismo aplicó la teoría de la utilidad al valor
del trabajo y otros factores de producción. Pues el valor del trabajo es
determinado a su vez por la utilidad y escasez del tipo concreto de trabajo que
se considere. A los muy cualificados se les paga mucho más que al trabajador
común, ya que la naturaleza produce solo un pequeño número de hombres capaces.
Pero no solo eso: para Galiani no son los costes laborales los que determinan
el valor, sino el valor (y la elección del consumidor) el que determina el
coste del trabajo.
Además, Galiani llegó a una teoría
del interés pre-Böhm-Bawerk basada en la preferencia temporal, siendo los
intereses la diferencia entre el dinero presente y futuro.[32] Luego
Turgot se anticipó a los austriacos al aplicar la teoría de la utilidad de
Galiani a un análisis destallado del intercambio aislado. Además Turgot, como
apuntó Schumpeter, desarrolló un análisis temporal de la producción y realizó
un análisis general pre-austriaco de la ley de los retornos definitivamente
decrecientes que no se igualaría hasta el final del siglo XIX. Muy justamente,
Schumpeter escribía que “no es exagerado decir que a la economía analítica le
costó un siglo llegar a donde podría haber llegado en veinte años tras la
publicación del tratado de Turgot si se hubiera entendido y asimilado
correctamente su contenido por una profesión en alerta”.[33] Por
el contrario, como apuntaba Kauder, se dejó a Condillac ofrecer una defensa
desesperada y olvidada de la teoría de la utilidad de Galiani contra la
creciente marea de la teoría britñanica del coste. En expresión mordaz de
Condillac: “Una cosa no tiene valor porque cueste, como supone la gente: por el
contrario, cuesta porque tiene un valor”.[34]
En un fascinante artículo
complementario, Kauder conjeturaba sobre la persistencia de la teoría de la
utilidad y el valor subjetivo en el continente, comprada con el auge y dominio
de la teoría de la cantidad de trabajo y coste de producción en Gran Bretaña.[35] Le
intrigaba especialmente el hecho de que los subjetivistas franceses e italianos
anteriores al siglo XIX fueran todos católicos (y, por supuesto, podría haber
añadido también a los escolásticos medievales y del siglo XVI), mientras que
los economistas británicos eran todos protestantes, o más precisamente
calvinistas. Kauder conjeturaba que fue su formación calvinista la que llevó a
John Locke y especialmente a Adam Smith a rechazar la tradición continental
(Smith conocía a Turgot y leyó a Grocio) y a destacar una teoría del valor
trabajo. Los calvinistas creían que el trabajo era divino: ¿no podría esta
característica haber llevado a Smith y otros a adoptar una teoría del valor
trabajo?
Además, Kauder apuntaba que hasta
mediados del siglo XVIII las universidades francesas e italianas estaban
dominadas por la filosofía aristotélica, particularmente transmitida por los
jesuitas y otras órdenes religiosas. Kauder añadía que, al contrario que en el calvinismo,
la filosofía aristotélico-tomista no glorificaba al trabajo por sí mismo como
divino: el trabajo puede ser necesario, pero una “búsqueda moderada del placer
y la felicidad” (en resumen, la utilidad) “forma el centro de las acciones
económicas”. Kauder concluía que “si el placer de forma moderada es el
propósito de la economía, entonces siguiendo el concepto aristotélico de la
causa final, todos los principios de economía, incluyendo la valoración deben
deducirse de él”.[36]
Kauder admitía que es hacer una
conjetura que no puede probarse y también que no se sostiene en particular en
el siglo XIX. Sin embargo, sí ofrecía una explicación intrigante del error de
Alfred Marshall en adoptar la teoría completa de la utilidad marginal y, en su
lugar, su maniobra para alejarse de la teoría a favor de un recrudecimiento de
la teoría del coste objetivo de la producción de Ricardo. Esa explicación se
basa en el indudable trasfondo evangélico y calvinista de Marshall.[37]
Finalmente, Emil Kauder demostraba
convincentemente la influencia directa de la filosofía aristotélica en los
fundadores de la escuela austriaca y contrastaba el resultado con las otras
escuelas marginalistas de finales del siglo XIX. Primero, al contrario que
Jevons y Walras, que creían que las leyes económicas eran hipótesis que se
ocupaban de cantidades sociales, Carl Menger y sus seguidores sostenían que la
economía investigaba, no las cantidades de los fenómenos, sino las esencias
subyacentes de entidades reales como el valor, el beneficio y otras categorías
económicas. La creencia en las esencias subyacentes propias de las apariencias
superficiales es aristotélica y Kauder apuntaba que Menger estudió y citó a
Aristóteles por extenso en su trabajo metodológico. También advertía las
similitudes descubiertas por Oskar Kraus entre las teorías austriaca y
aristotélica de la imputación.
Kauder también apuntaba que Menger
aplicó la fundamental distinción aristotélica entre materia y forma a la teoría
económica: a teoría económica se ocupa de la forma subyacente de los
acontecimientos, mientras que la historia y la estadística se ocupan de la
materia concreta. Los casos históricos concretos son ejemplos regularidades
generales, la materia aristotélica que contiene potencialidades, mientras que
las leyes económicas “son las formas aristotélicas que actualizan el potencial,
es decir, ofrecen las leyes y conceptos válidos para todo tiempo y lugar”.[38]
Segundo, Menger sostenía, frente a
Jevons y Walras, que las leyes económicas expresadas en ecuaciones matemáticas
son solo afirmaciones arbitrarias: por el contrario, las verdaderas leyes
económicas son “exactas”, en terminología de Menger, lo que significa que las
leyes describen secuencias invariables al tiempo y al lugar. Así, Menger y los
austriacos construyen un “estructura eterna de economía (…) libre de toda
peculiaridad histórica”.
En resumen, Menger y, tras él,
Böhm-Bawerk fueron ontologistas sociales aristotélicos, manteniendo la realidad
absoluta y apodíctica de las leyes económicas. Kauder apuntaba agudamente que
en la economía contemporánea “solo Von Mises, el más fiel alumno de los tres
pioneros [marginalistas], mantiene el carácter ontológico de las leyes
económicas. Su teoría de la acción humana es una ‘reflexión acerca de la
esencia de la acción’. Las leyes económicas ofrecen ‘hechos ontológicos’”.[39]
Finalmente, el método matemático de
Jevons-Walras se ocupa necesariamente de las “funciones de fenómenos
interdependientes”, mientras que para Menger y los austriacos las leyes
económicas son genéticas y causales, yendo de la utilidad y de la acción del
consumidor al resultado en el mercado. Como dijo Kauder:
Para Marshall, coste y valor,
oferta y demanda son factores interdependientes cuya conexión funcional puede
explicarse en una ecuación o figura geométrica. Para Wieser, Menger y
especialmente Böhm-Bawerk los deseos del consumidor son el principio y fin del
nexo causal. El propósito y la cusa de la acción económica son idénticos. No
hay diferencia entre causalidad de teleología, afirma Böhm-Bawerk. Conocía el
origen aristotélico de su argumento.[40]
Kauder también apuntaba que el
método caracterñisticamente austriaco de proceder con palabras del modelo
Robinson Crusoe y luego proceder paso a paso hasta una economía plenamente
desarrollada está de acuerdo con el concepto aristotélico de entelequia, en el
que “el movimiento de la potencialidad a la actualización determina no solo la
estructura del sistema sino asimismo la presentación de las ideas”.[41]
Al tratar de explicar la alternativa
austriaca entre todas las marginalistas de un realismo filosófico y una
ontología social, Kauder apuntaba a las influencias a finales del siglo XIX en
el clima intelectual austriaco de Aristóteles, Tomás de Aquino y otras escuelas
de filosofía realista. El más influyente era Aristóteles, que se estudió
cuidadosamente hasta mediados del siglo XIX y que se enseñaba habitualmente en
las escuelas austriacas de secundaria. Y aunque el realismo dio paso al
empirismo en las escuelas de Austria al empezar el siglo XX, “el Schotten
gymnasium vienés, el nido intelectual de muchos austriacos famosos,
incluyendo a Wieser, obligaba, incluso después de 1918, a que los estudiantes
leyeran la metafísica de Aristóteles en griego original.[42] Por
supuesto, por el contrario, la influencia de la filosofía aristotélica en Gran
Bretaña o incluso en Francia durante el siglo XIX fue prácticamente nula.
En décadas recientes, los
investigadores revisionistas han alterado claramente nuestro conocimiento de la
prehistoria de la escuela austriaca de economía. Vemos emerger una larga y
poderosa tradición de economía escolástica proto-austriaca, basada en Aristóteles,
continuando a lo largo de la Edad Media y los escolásticos españoles y luego
influyendo en los economistas franceses e italianos antes y hasta el tiempo de
Adam Smith. El logro de Carl Menger y los austriacos no fue tanto fundar un
nuevo sistema sobre el marco de la economía política clásica británica como
revivir y evolucionar a partir de la más antigua tradición que había sido
dejada de lado por la escuela clásica.
(*) Murray N. Rothbard
(1926-1995) fue decano de la Escuela Austriaca. Fue economista, historiador de
la economía y filósofo político libertario.
(Este
ensayo se publicó originalmente en The Foundations of Modern Austrian
Economics,editado por Edwin Dolan (Kansas City: Sheed and Ward, 1976), pp.
52-74.)
Referencias:
[1] Lewis
H. Haney, History of Economic Thought, 4ª ed. (Nueva York:
Macmillan, 1949), pp. 106-108.
[2] R.H.
Tawney, Religion and the Rise of Capitalism (Nueva York: New
American Library, 1954), pp. 38-39.
[3] Joseph
A. Schumpeter, A History of Economic Analysis (Nueva York:
Oxford University Press, 1954). [Publicada en España como Historia
del análisis económico (Barcelona: Ariel, 1996)]
[4] Marjorie
Grice-Hutchinson, The School of Salamanca: Readings in Spanish Monetary
Theory, 1544–1605 (Oxford: Clarendon Press, 1952) [Publicada en España
como La escuela de Salamanca: una interpretación de la teoría monetaria
española 1544-1606 (León: Caja España (León) Obra Social y Cultural,
2005)].
[5] Ibíd., p. 27.
[6] Luis Saravía de la
Calle, Instrucción de mercaderes (1544), en
Grice-Hutchinson, School of Salamanca, pp. 79-82.
[7] Ibíd., p. 48.
[8] Francisco García, Tratado
utilísimo y muy general de todos los contractos (1583), en
Grice-Hutchinson, School of Salamanca, pp. 104-105.
[9] Martín de Azpilicueta
Navarro, Comentario resolutorio de usuras (1556), en
Grice-Hutchinson, School of Salamanca, pp. 94-95.
[10] Domingo de Soto, De
Justitia et Jure (1553), en Grice-Hutchinson, School of
Salamanca, p 55.
[11] Luis de Molina, Disputationes
de Contractibus (1601), en Grice-Hutchinson, School of
Salainanca, pp. 113-114; Tomás de Mercado, Tratos y contratos de
mercaderes (1569), ibíd., pp. 57-58 y Domingo de Baftez, De
Justitia et Jure(1594), ibíd., pp. 96-103.
[12] Raymond
de Roover, “Scholastic Economics: Survival and Lasting Influence from the
Sixteenth Century to Adam Smith”, Quarterly Journal of Economics 69
(Mayo de 1955): 16 1-190; reimpreso en De Roover, Business, Banking,
and Economic Thought (Chicago: University of Chicago Press, 1974), pp.
306-335.
[13] Ibíd.,
p. 309.
[14] Raymond
de Roover, “Joseph A. Schumpeter and Scholastic Economics”, Kyklos 10(1957):128. De Roover remontaba el concepto del
beneficio mutuo mostrado en el intercambio a Aquino, que escribió que “comprar
y vender parecen haber sido instituidos para ventaja mutua de ambas partes, ya
que uno necesita algo que pertenece al otro y viceversa” (ibíd.., p. 128).
[15] De
Roover, Business, Banking, and Economic Thought, pp. 312-314. En otro lugar, De Roover apuntaba
que los escotistas eran una minoría pequeña entre los escolásticos medievales y
posteriores, mientras que los escolásticos aquí explicados eran la corriente
principal de la tradición tomista.
[16] Raymond
de Roover, “The Concept of the Just Price: Theory and Economic Policy”, Journal
of Economic History 18 (Diciembre de 1958): 422-423.
[17] Ibíd.,
p. 424.
[18] Ibíd.,
p. 426.
[19] David
Herlihy, “The Concept of the Just Price: Discussion”, Journal of
Economic History 18 (Diciembre de 1958): 437.
[20] John
W. Baldwin, “The Medieval Theories of the Just Price”, Transactions of
the American Philosophical Society (Philadelphia: Julio de 1959); Ver
también la crítica de Baldwin por A.R. Bridbury, Economic History Review 12
(Abril de 1960): 512-514.
[21] En particular, los teólogos en
el gran centro de la Universidad de París a principios del siglo XIII:
Alejandro de Hales y el maestro de Aquino, Alberto Magno (ibíd.., p. 71).
Baldwin apuntaba además que el tratamiento teológico de dichas cuestiones
prácticas como el precio justo en la Edad Media solo empezó con el desarrollo
de centros universitarios al final del siglo XII (ibíd.., p. 9).
[22] Raymond
de Roover, “The Scholastic Attitude toward Trade and Entrepreneurship”, Explorations
in Entrepreneurial History 2 (1963): 76-87; reimpreso en De
Roover, Business, Banking, and Economic Thought, pp. 336-345.
[23] Aquí y en otros escritos, de
Roover apuntaba al gran defecto del análisis escolástico del mercado: la
creencia en que cualquier interés de un préstamo puro (un mutuum)
constituía pecado de usura. La razón es que mientras que los escolásticos
entendían las funciones económicas del riesgo y el coste de oportunidad, nunca
llegaron a la idea de la preferencia temporal. Sobre
los escolásticos y la usura, ver la obra magistral de John T. Noonan,
Jr., The Scholastic Analysis of Usury (Cambridge, Mass.:
Harvard University Press, 1957); ver también Raymond de Roover, “The
Scholastics, Usury, and Foreign Exchange”, Business History Review 41
(1967): 257-271.
[24] Raymond
de Roover, San Bernardino of Siena and Sant'Antonino of Florence: The
Two Great Economic Thinkers of the Middle Ages (Boston: Kress Library
of Business and Economics, 1967).
[25] Ibíd., p. 17.
[26] Sobre la originalidad de
Olivi, ver ibíd., p. 19.
[27] Ibíd.,
p. 20.
[28] Ibíd.,
p. 23-24.
[29] Sobre
la posterior influencia de los escolásticos, ver Schumpeter, History of
Economic Analysis, pp. 94-106; Grice-Hutchinson, School of
Salamanca, pp. 59-78; De Roover, Business, Banking, and Economic
Thought, pp. 330-335 y De Roover, “Joseph A. Schumpeter and Scholastic
Economics”, pp. 128-129.
[30] Emil
Kauder, “Genesis of the Marginal Utility Theory: From Aristotle to the End of
the Eighteenth Century”, Economic Journal 63 (Septiembre de
1953): 638-650.
[31] Schumpeter, History
of Economic Analysis, p. 300.
[32] Kauder,
“Genesis of the Marginal Utility Theory”, p. 645.
[33] Schumpeter, History
of Economic Analysis, p. 249, ver también ibíd., pp. 259-261, 332-333.
[34] Emil
Kauder, “Genesis of the Marginal Utility Theory”, p. 647. Kauder y Schumpeter también
destacaban al matemático francés de principios del siglo XVIII Daniel Bernoulli
(1738), quien fuera de las corrientes del pensamiento económico desarrolló una
versión matemática de la utilidad marginal decreciente del dinero (ibíd., pp.
647-650; Schumpeter, History of Economic Analysis pp 302-305).
[35] Emil
Kauder “The Retarded Acceptance of the Marginal Utility Theory”, Quarterly
Journal of Economics 67 (Noviembre de1953) 564-575.
[36] Ibíd., p. 569.
[37] Ibíd., p. 570-571. Estos dos
artículo reeditan en lo esencial en Emil Kauder, A History of Marginal
Utility Theory (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1965), pp.
3-29.
[38] Emil
Kauder, “Intellectual and Political Roots of the Older Austrian School”, Zeitschrift
für Nationalökonomie 17 (Diciembre de 1957): 411-425.
[39] Ibíd., p. 417.
[40] Ibíd., p. 418.
[41] Ibíd.
[42] Ibid,
p. 420; ver también Kauder, History of Marginal Utility, pp.
90-100. Sobre Menger como aristotélico, ver también Terence W. Hutchinson,
“Some Themes from Investigations into Method”, en Carl Menger and the
Austrian School of Economics, J.R. Hicks y Wilhelm Weber, eds. (Oxford:
Clarendon Press, 1973), pp. 17-20.
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