La Muerte del Sabio
Fernando Rodríguez[1]
En el día de ayer
recibimos la noticia de la muerte del profesor Ezra Heymann en España. Sin duda
se impone explicar para muchos el perfil del personaje porque fue conocido sólo
en ciertos ámbitos universitarios, y mejor que conocido venerado. Él lo quiso
así, una vida absolutamente austera y alejada de todo ruido, casi monacal,
dedicada socráticamente a la filosofía, hasta sus últimos días. Sin sosiego,
sin apartarse nunca de los predios de la Facultad de Humanidades de la UCV que
fue su última casa, por tres décadas.
Ezra Heymann (1928) era
alemán, aunque su ciudad natal ha pertenecido a tres países, estudió en Hungría
y Alemania; se doctoró en Heidelberg, bajo la tutoría de Gadamer, uno de los
grandes pensadores del siglo XX . Muy joven emigró a Uruguay y enseñó en la
Universidad de Montevideo, por más de veinte años. Hasta la llegada de la
dictadura militar a la cual ese solitario apolítico condenó públicamente en las
narices de las nuevas autoridades y obligó a sus colegas a trasladarlo de
urgencia a la Embajada alemana. Se vino a Venezuela donde continuó su
permanente magisterio universitario. Magisterio, digo en propiedad, que viene
de maestro y a nadie más que a él es justo aplicarle ese título por la
increíble dedicación, amor e inmensa sapiencia con que asumió su vocación. Son
centenares de estudiantes los que vieron en él la encarnación misma de la
sabiduría, no sólo una cultísima erudición en los más diversos campos del pensamiento
sino una disposición a hacer pensar, incitando al diálogo, pensando con ellos,
siempre sobre el supuesto de que filosofar es rehacer y deshacer los caminos
andados, negarse al dogma, al pensamiento concluido, al límite.
Y nos dio tanto que
nuestra deuda es impagable. Y no sólo a nosotros los de la Escuela de
Filosofía. Yo compartí años cubículo con él y vi a literatos y arquitectos
solicitando luces sobre Estética o a biólogos sobre algún enredo epistemológico
o a psicólogos sobre la consistencia discursiva de un test y así. Y siempre
tuvo tiempo y paciencia para dar a manos llenas. Diría que más que un
pensamiento suyo lo que nos deja es un estilo, una manera de enfrentar el
pensar que, en el fondo viene de un muy peculiar sentimiento de la vida, suyo,
único. Ezra, decía yo con algo de hipérbole, no pronunciaba frases negativas,
tales como hace demasiado calor, tengo unos alumnos insufribles, maldita
lluvia…Un día yo le hablaba de los horrores de Caracas, me oyó pacientemente y
me contestó: sin embargo temprano esta mañana tuve cinco pájaros en mi balcón.
En esa amorosa relación con la vida y con los otros se fundaba su deambular con
increíble destreza entre los pensamientos más abstrusos y más diversos.
Su
obra escrita no es muy abundante. La que hizo, en especial sobre Kant, es
valiosísima. Y no escribió en demasía porque era suficientemente sabio para
saber que hay excesos de cosas escritas. Pero también porque creo que prefería
verla en la palabra compartida, viva, emergiendo. Sin embargo su valor era tan
grande que a pesar de su modestia, su rechazo de la barata mundanidad y el
hedonismo –Ezra tenía el número de camisas exacto que un profesor debe tener,
el dinero para gastar en libros, el desconocimiento más total de la quincalla
de la contemporaneidad, por ejemplo creo que jamás se sentó a ver televisión- ,
a pesar de eso, no pudo evitar los honores de nosotros sus discípulos
permanentes, de los grandes que se topó en la ruta, de las invitaciones del
exterior que se multiplicaban. Se los tomó como todo, como accesorios. Como
asumió su muerte anunciada un par de meses antes, él ateo contumaz, con la
mayor serenidad, con una sensación de plenitud y sugería con una discreta
alegría, eso decían sus emails y todos sabemos que era así. Adiós, viejo querido.
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