EL EQUIVALENTE MORAL DE LA GUERRA
William James (1910)
Traducción castellana de Mónica Aguerri (2004)
INTRODUCCIÓN
La conferencia "The Moral Equivalent of War" ("El equivalente moral de la guerra") fue pronunciada por William James en la Universidad de Stanford en 1906 y publicada por primera vez en 1910 por la Asociación para la Conciliación Internacional (The Association for International Conciliation) en International Conciliations (n° 27, 1910). Según cuenta el biógrafo de James, R.B. Perry, cuando esta conferencia fue publicada por la Asociación tuvo un gran éxito de propaganda y se tuvieron que imprimir y distribuir más de 30.000 ejemplares, además de ser publicada posteriormente en dos revistas populares. James recibió la aprobación de los dos sectores a los que pretendía conciliar con este ensayo: los pacifistas -grupo al que pertenecía el propio James-, y a los militaristas. Aquéllos quedaron conformes porque James hacía un sincero alegato en favor de la paz, y a su vez, y esto fue lo que le reconocieron los militaristas, reconocía la excelencia y la moralidad de algunas de las virtudes marciales que James resaltaba como valiosas para la vida ordinaria de los hombres. James creía que virtudes tales como la valentía y la disciplina propias del ejército pueden ser valiosas para poder soportar dignamente los sufrimientos que la vida nos depara. En todo caso, "El equivalente moral de la guerra" no deja de ser un alegato en favor de la paz, recomendando en todo momento, la sublimación del espíritu marcial "Hemos de hacer que nuevas energías y audacias continúen la masculinidad a la que la mente militar tanto se aferra. Las virtudes marciales han de ser el cemento endurecedor; la valentía, el desdén por lo débil, la cesión del interés privado, la obediencia a las órdenes, deben seguir siendo la roca sobre la que se construyan tales estados", pero siempre sin la crueldad y la degradación que produce la guerra.
Esta conferencia está recogida en sus obras completas: William James, "The Moral Equivalent of War" (1906) en Burkhardt F., Bowers F. y Skrupskelis I. (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1982, IX, pp. 162-173. Puede encontrarse también on line en la siguiente dirección:
https://www.uky.edu/~eushe2/Pajares/moral.html
Izaskun Martínez
La guerra contra la guerra no va ser una excursión ni una fiesta de acampada. Los sentimientos militares están demasiado arraigados como para abandonar su lugar entre nuestros ideales, hasta que no se ofrezcan nuevos mejores sustitutos que la gloria y la vergüenza que les advienen tanto a las naciones como a los individuos de las altas y bajas esferas de la política así como de las vicisitudes del comercio. Pregúntenles a todos los millones de personas, de norte a sur, si votarían ahora (si esto fuera posible), si borrarían de la historia nuestra guerra por la Unión, y el logro de una transición pacífica hasta el presente por la de sus marchas y batallas, y probablemente sólo un puñado de excéntricos diría que sí. Aquellos antepasados, aquellos esfuerzos, aquellas memorias y leyendas, son la parte más ideal de lo que ahora poseemos, una posesión espiritual sagrada que vale más que toda la sangre derramada. Pero pregúntenle a esa misma gente si desearía a sangre fría comenzar ahora otra guerra civil para ganar otra posesión similar, y ni un solo hombre o mujer votaría a favor de la propuesta. A los ojos modernos, por inapreciables que puedan ser las guerras, no deben librarse solamente por una cosecha ideal. Sólo cuando uno está forzado a ello, cuando la injusticia del enemigo no nos deja otra alternativa, se piensa hoy que una guerra es permisible.
No era así en la antigüedad. Los primeros hombres eran cazadores; y perseguir a una tribu vecina, matar a los hombres, saquear la aldea y poseer a las mujeres era el modo de vida más provechoso y emocionante. Por tanto, si seleccionáramos las tribus más marciales, la belicosidad pura y el amor a la gloria venían a mezclarse en las gentes con el más básico apetito por el saqueo.
La guerra moderna es tan costosa que sentimos que el comercio es un camino mejor para el saqueo; pero el hombre moderno hereda toda la belicosidad innata y todo el amor a la gloria de sus antepasados. Mostrar la irracionalidad y el horror de la guerra no tiene efecto en él. Los horrores producen fascinación. La guerra es la vida fuerte; es la vida in extremis. Los impuestos de la guerra son los únicos que los hombres nunca dudan en pagar, como muestran los presupuestos de todas las naciones.
La historia es un baño de sangre. La Ilíada es un recital de cómo Diómedes y Ajax, Sarpedón y Héctor mataban. No nos libramos de un solo detalle de las heridas que hicieron, y la mente griega alimentó la historia. La historia griega es un panorama de patriotismo e imperialismo: la guerra por la guerra, siendo todos los ciudadanos guerreros. Es una lectura horrible -salvo por el propósito de hacer "Historia"-, y la historia es la de la última ruina de una civilización que intelectualmente fue quizá la más elevada que la tierra haya visto jamás.
Aquellas guerras eran puramente de piratas. El orgullo, el oro, las mujeres, los esclavos, la emoción, eran sus únicos motivos. En la guerra del Peloponeso, por ejemplo, los atenienses piden a los habitantes de Milo (la isla donde se encontró la "Venus de Milo"), hasta ese momento neutral, que reconocieran su señorío. Los enviados se encuentran, y se mantiene un debate que Tucídides da por terminado, y que, por una dulce razonabilidad de la forma, hubiera satisfecho a un Mathew Arnold. "La gran exigencia que pueden", dicen los atenienses, "y la poca concesión que deben". Cuando los de Milo dicen que antes de ser esclavos, apelarán a los dioses, los atenienses replican: "De los dioses en los que creemos, y de los hombres que conocemos, por una ley de su naturaleza, dondequiera que puedan gobernar, lo harán. Esta ley no la hicimos nosotros, y no somos los primeros que actúan conforme a ella; no hicimos sino heredarla,...y sabemos que vosotros y todos los hombres, si fuerais tan fuertes como nosotros, haríais lo mismo que nosotros. Tanto es por los dioses; os hemos dicho porqué esperamos tener tan alta consideración en su opinión como vosotros." Bien, los de Milo seguían negándose y su pueblo fue tomado. "Los atenienses", relata Tucídides, "mataron a todos los hombres con edad militar, e hicieron esclavos a mujeres y niños. Entonces colonizaron la isla enviando allá a quinientos colonizadores de los suyos."
La trayectoria de Alejandro fue piratería pura y simple, una orgía de poder y saqueo, convertida en romántica por el personaje del héroe. No había un principio racional en ella, y en el momento en que murió, sus generales y gobernadores se atacaron unos a otros. La crueldad de aquellos tiempos es increíble. Cuando Roma por fin conquistó Grecia, el Senado romano le dijo a Paulo Emilio que recompensara a sus soldados dándoles el antiguo reino de Epiro. Saquearon setenta ciudades y se llevaron a ciento cincuenta mil habitantes como esclavos. Ignoro a cuántos aniquilaron; pero en Etolia mataron a todos los senadores, unos quinientos cincuenta. Bruto era el "romano más noble de todos ellos", pero para reanimar a sus soldados en vísperas de Filipo, promete darles las ciudades de Esparta y Tesalónica para que las destrozaran si ganaban la lucha.
Tal era el sangriento cuidado que llevaba a las sociedades a la cohesión. Nosotros heredamos el tipo belicoso; y por gran parte del heroísmo del que la raza humana está llena, tenemos que agradecer a esta cruel historia. Los hombres muertos no cuentan cuentos, y si hubiera tribus de otro tipo distinto a éste, no quedarían supervivientes. Nuestros antepasados han calado la belicosidad en nuestros huesos y en nuestra médula, y miles de años de paz no harán que nos libremos de ella. La imaginación popular se alimenta bastante del pensamiento de las guerras. Permítasele a la opinión pública alcanzar cierto terreno de lucha, y no habrá gobernante que lo resista. En la guerra de los Boers, ambos gobernantes comenzaron con fanfarronadas; pero no pudieron mantenerse ahí: la tensión militar fue demasiado para ellos. En 1898 nuestra gente había leído la palabra GUERRA con letras enormes en todos los periódicos durante tres meses. El flexible político McKinley fue destituido por su impaciencia y nuestra escuálida guerra con España se convirtió en una necesidad.
Hoy en día, la opinión civilizada es una curiosa mezcla mental. Los instintos e ideales militares son tan fuertes como siempre, pero están confrontados por una autocrítica que contiene profundamente su antigua libertad. Innumerables escritores están mostrando el lado animal del servicio militar. El beneficio y el dominio puros parecen no ser ya motivos admisibles moralmente, y han de encontrarse pretextos atribuyéndoselos solamente al enemigo. Inglaterra y nosotros, las autoridades de nuestro ejército y nuestra marina repiten sin cesar, armas sólo por la "paz"; Alemania y Japón se inclinan ante el beneficio y la gloria. La "paz" en boca de los militares es actualmente un sinónimo de "guerra esperada". La palabra se ha convertido en pura provocación, y jamás un gobierno que desee sinceramente la paz debería permitir que se imprimiera en un periódico. Todo diccionario actualizado debería decir que "paz" y "guerra" significan la misma cosa, bien in posse, bien in actu. Puede incluso decirse de un modo bastante razonable, que la preparación intensamente competitiva de las naciones para la guerra es la guerra real, permanente, incesante; y que las batallas son sólo una manera de verificar públicamente el dominio militar ganado en un intervalo de "paz".
Está claro que sobre este asunto, el hombre civilizado ha desarrollado una especie de doble personalidad. Si tomamos las naciones europeas, ningún interés legítimo de ninguna de ellas parecería justificar las tremendas destrucciones que una guerra (para tramarla) implicaría necesariamente. Parece que el sentido común y la razón deberían encontrar un modo para alcanzar un acuerdo en todo conflicto de intereses honestos. Creo que nuestro deber es creer en la racionalidad internacional en la medida en que sea posible. Pero, tal y como están las cosas, veo lo desesperadamente difícil que es acercar a los partidarios de la paz y a los partidarios de la guerra. Pienso que la dificultad se debe a ciertas deficiencias en el programa de pacifismo asentado con fuerza en la imaginación militarista, y de forma justificable hasta cierto punto, va contra él. En toda la discusión, ambas posturas se encuentran en el terreno imaginativo y sentimental. No es sino una utopía contra otra, y todo lo que uno dice ha de ser abstracto e hipotético. Sujeto a esta crítica y a la cautela, he de intentar caracterizar en trazos abstractos las fuerzas imaginativas opuestas, y señalar cuáles son para mi mente falible las mejores hipótesis utópicas, la línea de conciliación más prometedora.
En mis observaciones, aunque sea pacifista, debo rechazar el hablar del lado animal del régimen de la guerra (al que tantos escritores han hecho justicia ya), y considerar sólo los aspectos más elevados del sentimiento militarista. Nadie piensa que el patriotismo sea indigno; ni nadie niega que la guerra es el romance de la historia. Pero las ambiciones desmesuradas son el alma de todo patriotismo, y la posibilidad de la muerte violenta, el alma de todo romance. Los que tienen una mente militarmente patriótica y romántica, y en especial la clase militar profesional, no admiten ni por un momento que la guerra sea un fenómeno transitorio en la evolución social. La noción de un paraíso de ovejas, afirman, repugna a nuestra imaginación más elevada. ¿Entonces, dónde estarían las pendientes de la vida? Si la guerra se hubiera detenido alguna vez, tendríamos que haberla reinventado, para redimir a la vida de una degeneración uniforme.
Hoy, todos los pensadores apologistas de la guerra lo toman como algo religioso. Es para ellos una especie de sacramento; sus beneficios son tanto los vencidos como los vencedores; y aparte de cualquier cuestión de beneficio, es un bien absoluto, se nos dice, pues es la naturaleza humana en su dinámica más elevada. Sus "horrores" son un precio barato que hay que pagar por el rescate de la única alternativa supuesta, de un mundo de oficinistas y profesores, de co-educación y cuidado de los animales, de "ligas de consumidores" y "caridades asociadas", de industrialismo ilimitado, y feminismo descarado. ¡No hay ya desdén, ni dureza, ni valor! ¡Vaya pocilga de planeta!1
Tal y como va hasta ahora la esencia central de este sentimiento, ninguna persona de mente sana, me parece, puede evitar tomar parte en él en alguna medida. El militarismo es el gran guardián de nuestros ideales de dureza, y la vida humana sin dureza sería despreciable. Sin riesgos o premios para el valiente, la historia sería insípida, en efecto; y hay un tipo de carácter militar que todo el mundo siente que no debería nunca dejar de producirse, pues todo el mundo es sensible a su superioridad. El deber le incumbe al género humano, el de mantener los caracteres militares en la reserva, -de mantenerlos, si no para utilizarlos, como fines en sí mismos y como piezas puras de perfección- de modo que los niños mimados y débiles de Roosevelt no terminasen haciendo desaparecer todo lo demás de la faz de la Tierra!
Pienso que este sentimiento natural forma el alma más íntima de los escritos militares. Sin ninguna excepción que yo conozca, los autores militaristas adoptan una postura altamente mística del asunto, y consideran la guerra como una necesidad biológica o sociológica, que no está controlada por comprobaciones y motivos de la psicología ordinaria. Cuando el tiempo del desarrollo sea oportuno, la guerra ha de venir, haya o no razón, pues las justificaciones alegadas son invariablemente ficticias. La guerra, en resumen, es una obligación humana permanente. El general Homer Lea, en su reciente libro El valor de la ignorancia, se sitúa sobre esta base. La buena disposición para la guerra es para él la esencia de la nacionalidad, y la habilidad en ella, la medida suprema de la salud de las naciones.
Las naciones, dice el general Lea, jamás son estacionarias: deben expandirse necesariamente desde su encogimiento, en función de su vitalidad o decrepitud. Japón está culminando; y por la fatal ley en cuestión, es imposible que sus hombres de estado no duren, puesto que han emprendido, con una previsión extraordinaria, una vasta política de conquista: el juego en el cual los primeros movimientos fueron sus guerras con China y Rusia y su acuerdo con Inglaterra, cuyo objetivo final es la captura de las Filipinas, las Islas Hawaianas, Alaska, y toda nuestra costa Oeste de los Pasos de la Sierra. Esto le dará a Japón lo que su ineludible vocación como estado le obliga a afirmar, la posesión del Océano Pacífico entero; y oponiéndose a estos proyectos, nosotros los americanos no tenemos, según nuestro autor, sino nuestra vanidad, nuestra ignorancia, nuestro comercialismo, nuestra corrupción, y nuestro feminismo. El general Lea hace una detallada comparación de la fuerza militar que tenemos actualmente opuesta a la fuerza de Japón, y concluye que las Islas, Alaska, Oregón y el sur de California caerían sin apenas resistencia, que San Francisco habría de rendirse en quince días ante un cerco japonés, y que en tres o cuatro meses la guerra terminaría, y nuestra República, incapaz de recuperar lo que con descuido no protegió, se "desintegraría" entonces, hasta que algún César se planteara volver a unirnos como nación.
¡Desalentador pronóstico, desde luego! Sin embargo no es del todo irrealizable, si la mentalidad de los hombres de estado japoneses fueran del tipo de César de los que tantos ejemplos muestra la historia, y del que el general Lea es capaz de imaginar. No hay razón para pensar, después de todo, que sus mujeres no puedan ser las madres de personajes como Napoleón o Alejandro; y si estos personajes aparecieran en Japón y encontraran su oportunidad, lo retratado en El valor de la ignorancia podría tendernos una emboscada. Ignorantes como somos aún de los recovecos más íntimos de la mentalidad japonesa, podríamos ser muy estúpidos al desconsiderar estas posibilidades.
Otros militaristas son más complejos y más morales en sus consideraciones. La Philosophie des Krieges de S. R. Steinmetz es un buen ejemplo. La guerra, según su autor, es una dura prueba establecida por Dios, que pesa a las naciones en su balanza. Es la forma esencial del Estado, y la única función en la que las gentes pueden emplear todas sus fuerzas a la vez y de modo convergente. No hay victoria posible que no sea el resultado de una totalidad de virtudes, ni fracaso alguno del cual no sea el vicio o la debilidad el responsable. La fidelidad, la cohesión, la tenacidad, el heroísmo, la consciencia, la educación, la invención, la economía, la riqueza, la salud física y el vigor: no hay un punto intelectual o moral que no diga cuando Dios toma sus decisiones y lanza a los pueblos contra otros. Die Weltgeschichte ist das Weltgericht; y el Dr. Steinmetz no cree que en la extensa carrera la oportunidad o la suerte tomen parte al asignar los asuntos.
Debe observarse que las virtudes que prevalecen son, de algún modo, virtudes superiores que cuentan tanto en la competición pacífica como en la militar; pero la tensión que hay sobre ellas, siendo infinitamente más intensa en el último caso, hace a la guerra infinitamente más minuciosa como prueba. Ninguna dura prueba, según este autor, puede compararse con sus cribas. Su terrible martillo es el soldador de los hombres en estados cohesivos, y en ningún sitio sino en esos estados puede la naturaleza humana desarrollar adecuadamente su capacidad. La única alternativa es la "degeneración".
El Dr. Steinmetz es un pensador concienzudo, y su libro, breve como es, da buena cuenta de ello. El resultado, me parece a mí, puede resumirse en la palabra de Simon Patten, que la humanidad fue criada en el dolor y el miedo, y que la transición a una "economía placentera" puede ser fatal para alguien que no esté preparado para defenderse contra sus influencias desintegradoras. Si hablamos del miedo de la emancipación desde el miedo del régimen, reducimos la actitud militarista en una simple frase: el miedo que nos concierne toma el lugar del antiguo miedo del enemigo.
Al darle vueltas al miedo en mi mente como hago, todo parece llevar de nuevo a dos faltas de voluntad de la imaginación, una estética y la otra moral: falta de voluntad, primero, para hacer frente a un futuro en el que la vida armada, con sus numerosos elementos de encanto, sea imposible por siempre, y en el que los destinos de las gentes nunca más se decidirán rápida, escalofriante y trágicamente por la fuerza, sino sólo insípidamente por medio de una "evolución"; y, en segundo lugar, falta de voluntad para ver el teatro supremo del vigor humano, y las espléndidas aptitudes militares de los hombres condenados a quedarse siempre en un estado de latencia y de no mostrarse jamás en acción. Estas insistentes faltas de voluntad, me parece, no han de ser menos escuchadas y respetadas que otras insistencias éticas y estéticas. Uno no puede encontrarlas efectivamente por mera contra-insistencia en la expansión de la guerra y el horror. El horror provoca escalofrío; y cuando es una cuestión de sacar lo más extremo y supremo de la naturaleza humana, hablar de gasto suena ignominioso. La debilidad de tanta crítica meramente negativa es evidente: el pacifismo no es una conversión a partir de lo promilitarista. Los partidarios de lo militar no niegan ni la bestialidad ni el horror ni el gasto; sólo dicen que estas cosas no cuentan sino la mitad de la historia. Sólo dicen que la guerra vale estas cosas; que, tomando al ser humano como un todo, las guerras son su mejor protección contra su ser más débil y cobarde, y que la humanidad no puede permitirse adoptar una economía de la paz.
Los pacifistas deberían profundizar más en el punto de vista estético y ético de sus oponentes. Haz esto primero en cualquier controversia, dice J. J. Chapman, mueve entonces el punto, y tu oponente seguirá. Mientras que los antimilitaristas no propongan sustitutos para la función disciplinaria de la guerra, algún equivalente moral de la guerra, análogo, podría decirse, al equivalente mecánico del calor, fracasarán en su comprensión de la esencia entera de la situación. Y en cuanto norma, sí fracasan. Las obligaciones, castigos y sanciones en las utopías que trazan, son todas demasiado débiles e insulsas como para afectar al militarista. El pacifismo de Tolstoi es la única excepción a esta regla, pues es profundamente pesimista en cuanto a los valores de este mundo y hace que el temor al Señor alimente el estímulo moral por el temor al enemigo. Pero todos nuestros abogados socialistas de la paz creen absolutamente en estos valores del mundo; y en vez del temor al Señor y del temor al enemigo, el único miedo al que se enfrentan es a la pobreza si uno es perezoso. Esta debilidad domina toda la literatura socialista con la que estoy familiarizado. Incluso en el exquisito diálogo de Lowes Dickinson2, los salarios altos y las escasas horas son las únicas fuerzas invocadas para sobrepasar el disgusto del hombre por los tipos repulsivos de trabajo. Mientras tanto, los hombres en gran tranquilidad viven como han vivido siempre, bajo una economía del dolor y del miedo. -Pues aquellos de nosotros que viven en una economía fácil no son sino una isla en el tormentoso océano- y toda la atmósfera de la literatura utópica presente tiene un gusto empalagoso e insulso para la gente que todavía mantiene el gusto por los sabores más amargos de la vida. Sugiere, en verdad, una omnipresente inferioridad.
La inferioridad está siempre con nosotros, y el despiadado desprecio de ella es la pieza clave del temperamento militar. "Galgos, ¿viviréis para siempre?"3 exclamó Federico "el Grande". "Sí", dicen nuestros utópicos, "permítenos vivir para siempre e incrementa nuestro nivel gradualmente". Lo mejor de nuestros "inferiores" es que son tan duros como clavos y casi tan insensibles física y moralmente casi. Los utópicos los considerarían débiles y remilgados, en tanto que los militaristas mantendrían su insensibilidad, pero la transfigurarían en una característica meritoria, requerida por "el servicio", y redimida por la sospecha de inferioridad. Todas las virtudes de un hombre adquieren dignidad cuando sabe que el servicio de la colectividad al que pertenece le necesita. Si está orgulloso de la colectividad, su propio orgullo crece proporcionalmente. Ninguna colectividad es un ejército para alimentar tal orgullo; pero ha de admitirse que el único sentimiento que la imagen del industrialismo cosmopolita es capaz de albergar en numerosos pechos es la vergüenza de formar parte de tal colectividad. Es obvio que los Estados Unidos de América tal y como existen hoy impresionan a una mente como la del general Lea. ¿Dónde están la agudeza y la precipitación, el desprecio por la vida, propia o ajena? ¿Dónde está el feroz "sí" o "no", el deber incondicional? ¿Dónde el servicio militar? ¿Dónde el impuesto de sangre? ¿Dónde está aquello que le hace a uno sentirse orgulloso cuando forma parte de él?
Habiendo dicho, pues, tanto, y conciliando el lado al que no pertenezco, confesaré ahora mi propia utopía. Creo devotamente en el reinado último de la paz y en el advenimiento gradual de algún tipo de equilibrio socialista. La visión fatalista de la función de la guerra me resulta absurda, pues sé que el hacer la guerra se debe a motivos definidos que están sujetos a comprobaciones prudenciales y a críticas razonables, como cualquier otra forma de empresa. Y cuando naciones enteras son ejércitos, y la ciencia de la destrucción rivaliza en refinamiento intelectual con las ciencias de la producción, veo que la guerra se vuelve absurda e imposible desde su propia monstruosidad. Las ambiciones extravagantes habrán de reemplazarse por afirmaciones razonables, y las naciones deben hacer causa común contra ellas. No veo razón por la que todo esto no debiera aplicarse a las naciones tanto amarillas como blancas, y desear un futuro en el cual los actos de la guerra fueran formalmente proscritos entre los gentes civilizadas.
Todas estas creencias mías me sitúan directamente en el partido antimilitarista. Pero no creo que debiera ser ni que sea permanente en este mundo, a no ser que los estados organizados pacíficamente preserven algunos de los elementos antiguos de la disciplina armada. Una economía de la paz que tuviera éxito permanentemente no puede ser una simple economía del placer. En el futuro más o menos socialista hacia el que la humanidad parece dirigirse, debemos someternos colectivamente a aquellas austeridades que responden a nuestra posición real en este mundo único parcialmente habitable. Hemos de hacer que nuevas energías y audacias continúen la masculinidad a la que la mente militar tanto se aferra. Las virtudes marciales han de ser el cemento endurecedor; la valentía, el desdén por lo débil, la cesión del interés privado, la obediencia a las órdenes, deben seguir siendo la roca sobre la que se construyan tales estados- a no ser, desde luego, que deseemos que las reacciones que hacen peligrar la riqueza común se den sólo por desprecio, y que sean engañosas al invitar al ataque cuando, para el militarista, se forme un centro de cristalización en alguna parte de su vecindario.
Los partidarios de la guerra seguramente tienen razón al afirmar y reafirmar que las virtudes marciales, a pesar de haberse conseguido por medio de la guerra, son bienes humanos absolutos y permanentes. El orgullo patriótico y la ambición en su forma militar son, después de todo, solamente especificaciones de una duradera pasión competitiva más universal. Son su primera forma, pero no hay razón para suponer que son su última forma. Los hombres están ahora orgullosos de pertenecer a una nación conquistadora, y sin nisiquiera un murmullo, dejan a un lado su gente y sus riquezas, si al hacer esto pueden eludir cualquier sometimiento. Pero ¿quién puede estar seguro de que otros aspectos del país de uno no pueden, con tiempo y educación y las indicaciones suficientes, llegar a ser considerado con sentimentos similarmente efectivos de orgullo y vergüenza? ¿Por qué los hombres no habrían de sentir que merece la pena un impuesto de sangre para pertenecer a una colectividad superior en cualquier aspecto ideal? ¿Por qué no habrían de enrojecer de indigna vergüenza si la comunidad de la que forman parte es vil en cualquier modo? Los individuos, cada vez más numerosos, sienten ahora esta pasión cívica. Es sólo cuestión de soplar en la chispa de toda la población para que se vuelva incandescente, y para que, sobre las ruinas de la vieja moral del honor militar, se construya a sí misma. La función de la guerra nos ha atrapado hasta el momento; pero los intereses constructivos pueden parecernos un día no menos imperativos, e imponerse sobre el individuo una carga apenas más ligera.
Permítaseme ilustrar esta idea de un modo más concreto. No hay nada que lo haga a uno indigno en el mero hecho de que la vida sea dura, de que los hombres deban esforzarse y padecer dolor. Las condiciones del mundo son de tal manera que podemos soportarlas. Pero que tantos hombres, por los meros accidentes del nacimiento y de la oportunidad, tengan una vida de nada más que trabajo duro, dolor, dureza y inferioridad impuestos sobre ellos, sin ninguna vacación, mientras que otros de nacimiento no prueban este tipo de vida en absoluto, esto es capaz de provocar la indignación en las mentes reflexivas. Puede terminar pareciéndonos vergonzoso a todos que algunos de nosotros no tenemos sino una vida de lucha, y otros no tienen sino desmasculinizadas facilidades. Si ahora -y ésta es mi idea- hubiera, en vez de un servicio militar, un servicio de toda la población joven para formar durante cierto número de años a una parte del ejército alistado contra la naturaleza, la injusticia tendería a nivelarse, y se seguirían otros muchos beneficios para la riqueza común. Los ideales militares de dureza y disciplina calarían en el carácter de la gente; nadie permanecería ciego, como ciegas son ahora las clases altas, a la relación real del hombre con el mundo en el que vive, y a las fundaciones duras y permanentemente sólidas de su vida más elevada. Al carbón y a las minas de hierro, a las flotas pesqueras en diciembre, al lavar los platos y las ropas y las ventanas, a la construcción de carreteras y de túneles, a las fundiciones y a los agujeros de carbón, y a los armazones de los rascacielos, que harían de nuestra dorada juventud un esbozo según su elección, para reclutar su puerilidad y para volver a la sociedad con compasiones más saludables y con ideas más sobrias. Habrían pagado el impuesto de la sangre, y hecho su propia parte en la guerra humana inmemorial en contra de la naturaleza, pisarían la tierra con más orgullo, las mujeres los valorarían más, serían mejores padres y maestros de la siguiente generación.
Tal servicio, con el estado de la opinión pública que habría de requerir, y los frutos morales que habría de sustentar, preservaría en medio de una civilización pacífica las virtudes masculinas que el partido militarista tanto teme ver desaparecer en la paz. Deberíamos conseguir la dureza sin insensibilidad, la autoridad con la menor crueldad criminal posible, y deberíamos llevar a cabo alegremente el trabajo doloroso, porque el deber es temporal y no amenaza, como lo hace ahora, el resto de la vida de uno. Hablaba del "equivalente moral" de la guerra. Hasta ahora, la guerra ha sido la única fuerza que puede disciplinar a una comunidad entera, y hasta que se organice una disciplina equivalente, creo que la guerra debe tener su camino. Sin embargo no me cabe duda de que los orgullos ordinarios y las vergüenzas del hombre social, una vez desarrollados en cierta intensidad, son capaces de organizar una moral equivalente tal y como la he esbozado, o alguna otra tan efectiva para preservar la masculinidad del tipo. Aunque es una utopía infinitamente remota ahora, al final no es sino una cuestión de tiempo, de hábil propagandismo, y de hombres que forman opiniones aprovechando las oportunidades históricas.
El tipo de carácter marcial puede producirse sin la guerra. El honor vigoroso y el desinterés abundan por todas partes. Los predicadores y los hombres de la medicina son educados en él, y todos nosotros deberíamos sentir cierto grado de él si fuéramos conscientes de nuestro trabajo como un servicio obligatorio al estado. Deberíamos ser pertenecidos, como lo son los soldados por el ejército, y nuestro orgullo debería crecer de acuerdo a esto. Podríamos ser pobres, pues, sin humillación, como lo son ahora los oficiales del ejército. Lo único que se necesita en adelante es encender el temperamento cívico como la historia pasada ha inflamado el temperamento militar.
"De muchas maneras" dice H. G. Wells, "la organización militar es la más pacífica de las actividades. Cuando el hombre contemporáneo proviene de la calle del clamoroso anuncio insincero, de la adulteración, del empleo malbaratado e intermitente, hacia el barracón, él camina hacia un plano social más elevado, hacia una atmósfera de servicio y de cooperación y de emulaciones infinitamente más honorables. Aquí al menos a los hombres no se les deja sin empleo porque no hay trabajo inmediato para que ellos hagan. Ellos son alimentados, instruidos y entrenados para servicios mejores. Aquí al menos se supone que el hombre gana promoción por medio del auto-olvido y no por medio de la auto-búsqueda"4. Mala como puede ser la vida en un barracón, es muy congruente con la naturaleza ancestral humana, y tiene los aspectos más elevados que Wells por lo tanto enfatiza. Wells añade5 que piensa que las concepciones del orden y de la disciplina, de la tradición del servicio y de la devoción, del buen estado físico, del duro esfuerzo, de la responsabilidad universal, que el deber militar universal está enseñando ahora a las naciones europeas, quedarán como una adquisición permanente, cuando se haya utilizado la última munición en los fuegos artificiales que celebren la paz final. Yo creo como él. Sería simplemente absurdo que la única fuerza capaz de producir ideales de honor y parámetros de eficiencia en las naturalezas inglesa o americana fuera el temor de ser aniquilado por los alemanes o los japoneses. Grande, desde luego, es el miedo; pero no es, como nuestros entusiastas militaristas creen e intentan hacernos creer, el único estímulo conocido para despertar los rangos más elevados de la energía espiritual de los hombres. La cantidad de alteración en la opinión pública que postula mi utopía es ampliamente menor que la diferencia entre la mentalidad de aquellos guerreros negros que persiguieron a los partidarios de Stanley en el Congo con su grito de guerra caníbal de ¡Carne! ¡carne! y la de los generales de cualquier nación civilizada. La Historia ha visto el último intervalo construido: el anterior puede construirse mucho más fácilmente.
Mónica Aguerri (2004)
Notas
1. "Fie upon such a cattleyard of a planet!". Fie upon, expresión arcaica caída en desuso, expresa disgusto, rechazo e incluso repulsión ante algo. [Nota del T.]
2. Justice and Liberty, N. Y., 1909.
3. "Hounds, would you live for ever?" Federico "el Grande" (1712-1766), emperador de Prusia, probablemente formuló esta pregunta a sus galgos, a quienes consideraba fidelísimos compañeros. Tanto es así que en su última voluntad pidió ser enterrado junto a sus restos, si bien su familia, llegado el momento, decidió no cumplirla por considerarla un extravagante capricho.
4. First and Last Things, 1908, p. 215.
5. Ibid., p. 226.
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