martes, 1 de noviembre de 2011


COSMOLOGÍA Y TEOLOGÍA (III)
                                                  

Carlos Blank



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Hay, al menos, un problema filosófico en el que todos los hombres de pensamiento están interesados: el de comprender el mundo en el que vivimos y, por tanto, el de comprendernos a nosotros mismos (que formamos parte de ese mundo) y a nuestro conocimiento de él. Toda ciencia es cosmología, creo, y para mí el interés de la filosofía no menos que el de la ciencia, reside exclusivamente en su audaz intento de enriquecer nuestro conocimiento del mundo… Para mí, tanto la filosofía como la ciencia pierden su atractivo cuando abandonan ese objetivo, cuando se convierten en especialidades y dejan de contemplar los enigmas del mundo y de admirarse   ante     ellos. La especialización puede ser una gran tentación para el científico. Pero para el filósofo es un pecado mortal.
Karl Popper, “Retorno a los presocráticos”


El paso de la cosmología antigua a la cosmología moderna

Resultaría una gran injusticia adentrarnos en la cosmología del Siglo XX, cuando apenas comenzamos a atisbar la magnitud del Universo que habitamos, sin hacer referencia a los primeros “cosmólogos”, a aquellos notables pensadores que trataron por primera vez de descubrir un orden racional en el mundo, propusieron las primeras explicaciones o conjeturas de carácter científico acerca del origen y estructura del universo, hablaron de un Cosmos.  Sin duda que puede parecer muy fina la línea que separa las explicaciones míticas del origen del Universo y esas primeras aproximaciones de carácter racional y científico que plantearon los primeros cosmólogos –ya sin comillas-  griegos.  A pesar de ello existe suficiente  consenso para considerar el final del siglo VII a.C. y  los comienzos del siglo VI a.C., entre las costas de Turquía y Grecia en el mar Egeo, el momento y el lugar en los que se produjo una de las mayores revoluciones intelectuales de la historia de la Humanidad, la que dio origen a nuestra civilización occidental y de la que seremos siempre deudores. [i] Aunque ya había civilizaciones que habían desarrollado conocimientos científicos, va ser la civilización jonia la que dé forma finalmente a la ciencia occidental y le dé su impulso inicial más importante.

Durante miles de años los hombres estuvieron oprimidos –como lo están todavía algunos de nosotros- por la idea de que el  universo es una marioneta cuyos hilos manejan un dios o dioses, no vistos o inescrutables. Luego, hace 2.500  años, hubo en Jonia un glorioso despertar: se produjo en Samos y en las demás islas  y ensenadas del  activo mar Egeo oriental. Aparecieron de repente personas que creían que todo estaba hecho de átomos; que los seres humanos y los demás animales procedían de formas más simples; que las enfermedades no eran causadas por demonios o por dioses; que la Tierra no era más que un planeta que giraba alrededor del Sol. Y que las estrellas estaban muy lejos de nosotros.[ii]

Mirando retrospectivamente todos los aportes y conceptos  de estos pensadores y los limitados medios de que disponían para observar el universo, uno no puede menos que sorprenderse y calificarlos de milagrosos. Pero sabemos que eso que llamamos “milagro” no es más que el producto de una serie de factores que interactuaron entre sí y del que brotaría el genio griego.  Uno de estos factores tiene que ver con la propia ubicación geográfica. Al ser una encrucijada importante del Mediterráneo, era también un importante lugar de tráfico marítimo y de intercambio comercial. Este intercambio comercial favorecía, a su vez, el intercambio de ideas y creencias, la contrastación de opiniones, las cuales circulaban libremente al no estar en presencia de un poder hegemónico o centralizado. El mismo politeísmo favorecía cierta tolerancia y permitía contrastar los dioses de las diversas ciudades. Este contraste permitió relativizar las propias creencias y buscar otras explicaciones de la naturaleza que no estuviesen sujetas al capricho y la diversidad de los dioses. La naturaleza deja de ser un escenario sujeto al capricho arbitrario de los dioses inmortales y los dioses inmortales dejan de ser un expediente para explicar todos los fenómenos naturales o una excusa para esconder nuestra ignorancia de los mecanismos que operan en la naturaleza. Paulatinamente se va exorcizando a la naturaleza de sus dioses o demonios primitivos, la physis se convierte en objeto de estudio sistemático. Como señala Alfred Whitehead, la ciencia no puede surgir “a menos  que haya una extendida convicción instintiva en un Orden de las Cosas, y, en particular, en un Orden de la Naturaleza[iii]. Como señala también el gran historiador de la ciencia, Abel Rey:

En cierta manera, el milagro jónico se adelanta a lo que será después el  milagro griego. Toma los astros por cosas físicas, por objetos naturales. Del rango de dioses que hasta allí no habían dejado de tener y que continuarán teniendo con Platón, Aristóteles y los estoicos, descienden al nivel de naturalezas terrosas o vapores inflamados por causas naturales. De esta manera estamos ya, y de manera definitiva, ante la naturaleza, ante la physis, que desempeñará un papel tan importante en la física griega, en la árabe y en la medieval y, por su intermediario, en toda nuestra ciencia, es decir ante la Naturaleza, por oposición a lo sobrenatural, cualquiera que sea.[iv]

Otro factor nada desdeñable es el que atañe a la propia idiosincrasia del genio griego antiguo, a su particular manera de entenderse con las cosas, a su innata curiosidad, y a su forma de combinar el interés por los hechos concretos y su capacidad para el pensamiento abstracto, así como a su sensibilidad de artistas. Como señala Abel Rey: “descubrimos en Jonia una curiosidad desinteresada, una curiosidad de mercaderes y, por tanto, de técnicos, sin duda, pero al mismo tiempo de artistas, curiosidad que sabe jugar, y que juega intelectualmente, que se recrea en observar, en comparar y en deducir”.[v]


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Las ideas de orden y belleza –ambas contenidas en el concepto de cosmos-, de medida, de equilibrio, de simetría, de regularidad, de armonía, de forma, siempre ocuparon un lugar preponderante en la mentalidad griega, y todas ellas pueden entenderse en un sentido racional y estético al mismo tiempo. Las ideas de los primeros cosmólogos griegos no sólo presuponen la adopción de determinadas disciplinas científicas ya existentes, sino también nacen al abrigo de antiguas cosmogonías. En ese sentido, estos cosmólogos no son enteramente científicos, al menos en el sentido moderno del término, aunque es innegable que establecieron las bases espirituales del desarrollo de la ciencia. Los mitos cosmogónicos –y hay que aclarar que no todos los mitos son cosmogónicos-  son un primer intento de comprensión y explicación del mundo. En ellos ya existe un núcleo duro de racionalidad, un esfuerzo de comprensión de la realidad. La idea de que los mitos son formas prelógicas –que es una forma eufemística de decir irracionales o no racionales todavía--  no resiste un análisis serio.  Como señala Kirk,  muchas de los relatos míticos, en La Odisea por ejemplo, comportan “complejos procesos de análisis y de toma de decisiones que merecería la aprobación del mismísimo Bertrand Russell dadas las circunstancias”.[vi] La posición de Kirk, es que no puede hablarse de “Mito”, en singular y con mayúscula,  que la idea de mitos encierra diversos significados que es necesario separar entre sí, como fábula, leyenda, cuento popular, cuento de hadas,  cuento heroico, alegoría, metáfora, etc.,  y que “todo lo que es prudente aceptar como una definición básica y general es sencillamente ‘cuento tradicional’”[vii]. Tampoco acepta la extendida opinión de que  todos los mitos encierran necesariamente un elemento sagrado o religioso, pues muchos carecen de él.  Para él la expresión “pensamiento mítico”, y su contraste con “pensamiento racional”, tienen su origen  en Kant y el idealismo alemán, particularmente Hegel, para quien “el espíritu humano progresa de formas de pensamiento y cultura más rudimentarias a formas más maduras”,[viii]  y a posteriores tergiversaciones como las producidas “por el primitivismo de Sir Eward Tylor y Lucien Lévy-Bruhl, por el comparativismo ingenuo de Sir James Frazer, las exageraciones sociológicas de Jane Harrison y el joven Conford, la pesada epistemología kantiana de Cassirer y el funcionalismo romántico de un Lévi-Strauss”, para los que el “pensamiento mítico” es “el fruto contranatural de un anacronismo psicológico, una confusión epistemológica y una especie de mirlo blanco histórico”[ix]
Pero más allá de las numerosas tergiversaciones que ha dado origen el estudio de los mitos, y que resultaría ingenuo subsanar en tan breve espacio, es innegable que  en estas primeras teorías cosmológicas se introduce un elemento novedoso, un elemento faltante en los mitos tradicionales,  al ser entendidas como conjeturas o hipótesis que pueden ser revisadas o contrastadas. Como lo señala Popper, las teorías científicas pueden ser comprendidas como mitos capaces de ser corregidos y mejorados, como mitos que se pueden criticar. Como él dice: “Mi tesis es que lo que llamamos ‘ciencia’ se diferencia de los viejos mitos no en que sea algo distinto de un mito, sino que está acompañada de una tradición de segundo orden: la discusión crítica del mito.”[x] Con ello Popper no hace sino distanciarse de las corrientes positivistas que ve en el mito una etapa o estadio superado del desarrollo intelectual de la humanidad, así como de las corrientes racionalistas que consideran que toda tradición pasada carece de valor y debe ser combatida por la razón. Lo que los jonios inventaron fue precisamente la tradición racional, es decir, una tradición en la cual nuestras opiniones son siempre discutibles y revisables,  a la luz de nuevas hipótesis y de nuevas evidencias empíricas. Como veremos, la propia ciencia en general, y la cosmología en particular, es una fuente permanente de mitos, y a veces resulta difícil diferenciar completamente, al hablar del origen del cosmos por ejemplo, entre mito y ciencia, aunque solo sea por el hecho de que se plantean todavía diversas alternativas de interpretación.



Cuando Tales afirmaba que el agua era el arché o principio generador de todas las cosas, podría decirse que basaba esa afirmación en la observación cotidiana, en los procesos de sedimentación que ocurren en los deltas, por ejemplo. Seguramente, como señalan Sagan y Kirk,  Tales comparó las diversas deidades, a los dioses babilonios Ea y Marduk, al dios egipcio Nun y al dios griego Océano, todos los cuales se referían al agua, pero lo importante es que dejó a esos dioses fuera del juego y se concentró en su “esencia racional común”,  pues lo propio de la posición de Tales es que puede ser sometida a escrutinio racional. Así lo entendió su sucesor, Anaximandro:

Es probable que Anaximandro haya argumentado en contra de la teoría de Tales  (según la cual la Tierra flota sobre el agua) de la siguiente manera. La teoría de Tales es un ejemplo de un tipo de teoría que, si se desarrolla consecuentemente puede conducir a un regreso infinito. Si explicamos la posición estable de la Tierra por la suposición de que se apoya en el agua –de que flota en el océano (Okeanos), ¿no debemos explicar la posición estable del océano por una hipótesis análoga? Pero esto significaría buscar un sostén para el océano, y luego un sostén para este sostén. Este método de explicación es insatisfactorio: primero porque resolvemos el problema creando otro exactamente análogo, y segundo por la razón menos formal y más intuitiva de que en cualquier sistema semejante de sostenes o sustentáculos el fracaso en asegurar uno cualquiera de los sustentáculos inferiores lleva al derrumbe de todo el edificio.[xi]

Por esa misma razón, Anaximandro consideraba que el arché o principio de todas las cosas no podía ser algo determinado, no podía ser ninguno de los elementos básicos como el agua, al aire, la tierra o el fuego,  pues ello sería susceptible del mismo tipo de reparo o aquello determinado tendría un origen en algo determinado, y así sucesivamente. Por lo tanto, él consideraba que ese principio debía ser algo indeterminado, sin límites precisos o definidos, debía de ser algo eterno y no engendrado, a lo que llamó lo “apeiron”. Es indudable que encontramos aquí un enfoque racional de lo real, pero sería injusto no reconocer que existe también un elemento religioso o de teología natural.  Para Jaeger, lo apeiron de Anaximandro es un claro antecedente del monismo teológico de Jenófanes, de su crítica al antropomorfismo y pluralismo de la religión griega tradicional,  y de lo ente de Parménides.
Del mismo modo consideraba que la forma de la Tierra era la de un cilindro plano o un tambor, el cual se mantenía en suspenso por estar  equidistante de la esfera celeste. Esta razón geométrica de equidistancia constituye un importante salto conceptual, pues el mismo hace innecesario ningún punto de apoyo físico, ningún Atlas sosteniendo sobre sus hombros todo el peso de la Tierra. De esta forma de tambor Popper extrae una conclusión interesante:

¿Qué es lo que impidió a Anaximandro llegar a la teoría de que la Tierra es un globo y no un tambor? Sobre esto puede haber pocas dudas; fue la experiencia observacional, que la superficie de la Tierra es, a lo largo y a lo ancho, plana. Así fue una argumentación especulativa y crítica, la discusión crítica abstracta de la teoría de Tales la que casi lo condujo a la teoría verdadera acerca d la forma de la Tierra, y fue la experiencia observacional la que lo extravió.[xii]    

La teoría de Anaxímenes también puede ser vista como una respuesta crítica a la de su predecesor. Para él algo que es indeterminado e ilimitado, que es inmaterial, no puede estar al mismo tiempo en movimiento, por lo que se requiere de un nuevo principio que sea al mismo tiempo material y lo suficientemente indeterminado. Ese elemento es el aire. El aire  cumple, por un lado,  con la indeterminación requerida por Anaximandro, pero es al mismo tiempo un elemento material que está en constante movimiento. Adicionalmente hace intervenir dos fuerzas complementarias, como lo son la rarefacción o dilatación, bajo el efecto del calor, y la condensación, bajo el efecto del frio. Así pues, no se conforma con señalar un elemento originario, sino que también señala las fuerzas que interactúan en el  proceso de formación de las cosas. Para Abel Rey, el pensamiento de este autor anticipa el tratamiento cuantitativo y matemático que será característico de la revolución científica y de la química racional.

En esto debemos anotar en el haber de Anaxímenes un precioso descubrimiento. Es la respuesta explícita y nueva a unos de los grandes porqués que dejó sin contestar Anaximandro. Pues el proceso de rarefacción y de condensación no es ya una metamorfosis cualitativa. Es una transformación de orden cuantitativo, destinada a hacer inteligible la misma transformación cualitativa. El mismo principio, por adiciones y sustracciones sucesivas produce la diversidad de las apariencias. He aquí ya el presentimiento del pedazo de cera de Descartes y de las modernas concepciones de la unidad química de la materia.  Es, para no ir tan lejos, el primer esfuerzo de cuantificación lógica de una mutación cuantitativa.[xiii]



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Los griegos tratan de construir y articular una teoría del cambio que dé cuenta de los fenómenos naturales, que explique el devenir de la naturaleza o la physis. Se inicia el proceso de búsqueda que caracteriza al conocimiento: la búsqueda de la unidad en la multiplicidad, de la simplicidad en la complejidad, de la permanencia en la variación. Esta búsqueda de invariantes o constantes es una pesquisa fundamental del conocimiento.  En todo cambio algo debe permanecer constante, ya sea el principio de lo húmedo de Tales, ya sea el sutilísimo “apeiron” de Anaximandro o el aire invisible de Anaxímenes.
En resumen, los milesios “fueron capaces de desplegar una investigación sobre la constitución del cosmos que era, hasta cierto punto, científica”[xiv]. Esto no quiere decir que hayan roto completamente con la tradición cosmogónica anterior, pues de hecho “son fundamentalmente cosmogonistas y su idea de la cosmogonía está basada claramente sobre el modelo teogónico procurado por los mitos divinos o, más en general, por el tono genealógico de todos los mitos griegos en sus formas organizadas.”[xv]
El paso siguiente será dado por Heráclito de Éfeso. Para él todo está en permanente cambio, todo fluye – panta rei- constantemente. Nos bañamos y no nos bañamos en el mismo rio, pues siempre nuestra realidad y la del rio están en permanente flujo o devenir.  La realidad es un constante fluir, producto de la tensión de los contrarios u opuestos. Nada permanece fijo. De todos los elementos es el fuego el que simboliza ese proceso permanente de cambio. Como señala Kirk, “todavía le parecía importante a Heráclito especificar una materia subyacente individual, en su caso el fuego, pero el objetivo principal era designar una directriz central constitutiva de la naturaleza y explicar cómo actuaba.”[xvi] De  este modo, “la unidad buscada por los presocráticos cambió de una unidad material a una unidad en el proceso, en el cambio y en el movimiento.”[xvii] El concepto clave es entonces el de logos -también habla, como Anaximandro, de diké-, de la medida o proporción con la cual se operan los cambios en esa naturaleza que gusta de ocultarse. Con Heráclito se opera una ruptura con la tradición genética de las teogonías míticas  y se establece la posibilidad de comprensión racional del mundo natural y humano.

Una vez que se ha establecido la coherencia del mundo como explícitamente dependiente de una ley de cambio universal, el pensamiento sistemático racional era capaz de extenderse a todos los aspectos de la experiencia, incluyendo la psicología y la ética, dejando de tener un alcance estrictamente natural.[xviii]

Por otro lado, es imposible no advertir los elementos religiosos y teológicos que, a pesar de todo, conserva el discurso de Heráclito.  Tanto para Kirk como para Jaeger, la proclamación del logos llevada a cabo solemnemente por Heráclito encierra claramente elementos religiosos, los cuales están vinculados a su misión profética de revelar esa ley divina, a su labor de transmitir esa sabiduría oculta. También Abel Rey  expone con toda claridad  esta vinculación.

En el lenguaje teológico-moral de Heráclito, las leyes que gobiernan el devenir son análogas a las leyes humanas que rigen y regulan a la vez, en suma y en todos los sentidos de la palabra, que ordenan la conducta. Y, utilizando la expresión de Anaximandro, la Justicia es la que equilibra el mundo entre sus contrarios, y el Dios es la unidad de la que proviene ese equilibrio: metáforas de teólogo y de moralista que envuelven los fundamentos de su física.[xix]

Como dice Kirk, Heráclito comparte ese sentido trágico típico de la mentalidad griega “en el control divino del mundo”.  La creencia en un drama cósmico que se desarrolla de manera inexorable, al igual que se desarrolla el drama humano, es una idea fundamental en el propio desarrollo de la ciencia. Como también lo ha señalado Whitehead, la visión de un destino inexorable contiene la misma visión de la ciencia, esto es, “el destino en la Tragedia Griega pasa a ser el orden de la naturaleza en el pensamiento moderno.”[xx] 
De nuevo vale la pena insistir en el carácter fluido que tienen la cosmología y la cosmogonía, la filosofía y la religión, en estos primeros pensadores y que constituye un error considerarlos como “un grupo de devotos doctrinarios o escolásticos ambiciosos de demostrar con los instrumentos del intelecto lo que aceptan sus sentimientos sobre la base de la fe.”[xxi]  Como también sería un error concebir este pensamiento “como algo herméticamente sellado y aislado, esencialmente opuesto a la religión y separado de ella por un corte tajante como aquel con que la ciencia moderna se separa a veces de la fe cristiana.[xxii]
En el fondo se trata de ese perpetuo devenir que se repite incesantemente, de una suerte de eterno retorno de lo idéntico, de ese devenir cíclico y circular al que los griegos eran tan adeptos. El perpetuum mobile se transforma en un perpetuum inmobile.  

Esta teoría del cambio apela a la ‘palabra verdadera’, al logos, a la razón; para Heráclito nada es más real que el cambio. Sin embargo, su doctrina acerca de la unidad del mundo, de la identidad de los opuestos y de la apariencia y de la realidad conspira contra su doctrina de la realidad del cambio.[xxiii]




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Posiblemente haya sido Parménides quien mejor comprendiese el estatismo implícito en la posición anterior y lleva al máximo la tensión entre el camino de los sentidos y el camino de la razón. Para él, lo mudable, lo cambiante, lo múltiple, tiene que ver solamente con el mundo de las apariencias sensoriales. Allí se ubica, por ejemplo, la cosmología. Sin embargo, desde el punto de vista de la verdad, ya no de la mera opinión, el mundo es una esfera plena y sin fisuras o espacios vacíos, carente por ello de movimiento alguno. En buena medida la cosmología moderna se acerca a esta visión cuando concibe el universo como una esfera de radio finito, pero ilimitada en todas las direcciones. Por lo demás, la idea de que la Tierra es una esfera inmóvil en el centro del universo se mantendrá por dos mil años.
Parménides comprende que el logos y el conocimiento del ser o lo ente son incompatibles con la multiplicidad y el devenir que nos revela el mundo sensorial. De allí que el movimiento aparente de las cosas no sea más que una ficción o ilusión.  Lo ente se define en contraposición a las cualidades del mundo de los sentidos: “es no-generado, imperecedero, íntegro, único, inconmovible, temporalmente sin límites y completo.” [xxiv] Lo ente se mantiene al margen de todo devenir o perecer. 

En rigor se parece mucho más a la pura forma de aquella idea en que había tenido su raíz toda la investigación filosófica anterior: la idea de la existencia eterna como base de todo conocimiento. Los milesios habían encontrado esta existencia eterna en su primer principio, al que proclamaron divino. Análogamente pone Parménides en contraste su Ente con el mundo de las ilusiones de los ‘mortales’ y predica su evangelio como una revelación de la diosa de la luz, una figura puramente teológica introducida para hacer resaltar la importancia del verdadero Ser. Ahora bien, si no erramos, tenemos aquí una nueva etapa en el desarrollo del mismo problema al que habían respondido los pensadores más antiguos igualando su primer principio con lo Divino. Por otro lado, deja resueltamente de identificar el Ser con Dios,  aun cuando en tiempos posteriores se haya reconstruido insistentemente su teoría del Ser absoluto y de los predicados de éste como una teología filosófica.[xxv]

En esa medida la posición de Parménides no está completamente al margen de la tradición de pensamiento crítico que hemos ido también perfilando a partir de las teorías de los milesios. Por eso no es del todo descabellado considerar su posición como la primera teoría  hipotética-deductiva del mundo, como lo hace Popper.

Puede decirse que la teoría de Parménides fue la primera teoría hipotético-deductiva del mundo. Así lo consideraron los atomistas, quienes afirmaban también que estaba refutada por la experiencia, ya que el movimiento existe. Aceptando la validez formal del argumento de Parménides, inferían la falsedad de su  conclusión. Pero esto significaba que la nada –el vacío- existe. Por consiguiente no había necesidad de suponer ‘que lo que es’ –lo pleno, lo que llena un espacio- no tiene partes; pues sus partes pueden, entonces estar separadas por el vacío. Así, hay muchas partes, cada una de las cuales es ‘plena’: hay muchas partes, cada una de las cuales es ‘plena’: hay en el mundo partículas plenas separadas por espacios vacíos y capaces de moverse en éste, y cada una de las cuales es ‘plena’, indivisa, indivisible e inalterable. Lo que existe, pues, es átomos y vacío. Así llegaron los atomistas una teoría del  cambio, teoría que dominó el pensamiento científico hasta 1900. Es la teoría según la cual todo cambio, y especialmente cambio cualitativo, debe ser explicado por el movimiento espacial de trozos inalterables de materia, de átomos que se mueven en el vacío.[xxvi]


En cierto sentido esta visión atomista conserva cierta desconfianza frente al mundo de los sentidos, pues los átomos no pueden ser percibidos por ellos y están dotados de cualidades primarias: forma, tamaño, posición, velocidad. Las cualidades secundarias serían precisamente aquellas que son producto de los sentidos: color, olor, sabor, textura. De hecho, todo ese mundo de cualidades secundarias puede ser reducido a la interacción de las cualidades primarias.
En una línea similar al pluralismo y al atomismo de Demócrito, se ubica el pensamiento de Anaxágoras. Para él, mundo está gobernado por el nous, está penetrado por una  inteligencia, y los constituyentes básicos del mundo son una especie particular de átomos que él denomina homeomerias, semillas  o  espermata. Si Demócrito piensa en términos físicos, Anaxágoras lo hace en términos biológicos, piensa más bien en los procesos metabólicos que hacen posible asimilar los alimentos y convertirlos en partes de nuestro propio cuerpo. Pero lo que más nos interesa destacar es la importancia que revisten estas teorías pluralistas y atomistas, a las que habría de incluir también la de Empédocles, pues, con los matrices del caso, cada una de ellas trata de comprender la compleja riqueza de matices de la realidad visible como el resultado de la combinación de partículas simples  que escapan al ojo humano.  La idea de explicar el mundo visible por un mundo invisible puede ser considerada, con toda propiedad, como  una idea de claras resonancias  y matices teológicos. 

Lo que hallamos en Platón y en sus predecesores es la construcción y la invención consciente de un nuevo enfoque del mundo y del conocimiento del mundo. Este enfoque transforma una idea originalmente teológica, la de explicar el mundo visible por un mundo invisible postulado, en el instrumento fundamental de la ciencia teórica. Esta idea fue formulada explícitamente por Anaxágoras y Demócrito como el principio de la investigación de la naturaleza de materia o del cuerpo; la materia visible debe ser explicada por hipótesis acerca de invisibles, acerca de una estructura invisible que es demasiado pequeña para ser vista. Platón acepta y generaliza conscientemente esta idea; el mundo visible del cambio debe ser explicado, en última instancia, por un mundo invisible de “Formas” inalterables.[xxvii]


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En efecto, no podemos comprender cabalmente la filosofía de las Formas o de la Ideas al margen de la crisis de la ciencia pitagórica, fuera del “contexto de los problemas críticos de la ciencia griega (principalmente de la teoría de la materia) que surgieron como resultado del descubrimiento de la irracionalidad de la raíz cuadrada de 2.”[xxviii]  Por el contrario, Platón “comprendió que había fracasado la teoría puramente aritmética de la naturaleza y que se necesitaba un nuevo método matemático para la descripción y explicación del mundo. Es por ello por lo que estimuló el desarrollo de un método geométrico autónomo, que halló su culminación en los ‘Elementos’ del platónico Euclides.”[xxix]
Tampoco se puede comprender  la revolución científica al margen de la poderosa influencia que tuvo el pensamiento de Platón en el Renacimiento, e incluso antes, lo que pone en evidencia que la ciencia no está al margen de importantes corrientes subterráneas o de tradiciones filosóficas, religiosas y metafísicas, incluso místicas.
Los grandes físicos del Renacimiento –Copérnico, Galileo, Kepler y Gilbert- que se volvieron de Aristóteles a Platón, aspiraban con este cambio a reemplazar las substancias o potencialidades cualitativas por un método geométrico de cosmología. En realidad, esto es lo que, en buena medida, aportó el Renacimiento (en la ciencia): un renacimiento del método geométrico, que fue la base de las obras de Euclides, Aristarco, Arquímedes, Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Newton, Maxwell y Einstein.[xxx]

Contrariamente a lo que una visión positivista estrecha de la ciencia pudiera inducirnos a pensar, la riqueza de la historia de la ciencia nos muestra que las teorías científicas, si bien deben responder a ciertos criterios rigurosos de contrastación, no están por ello menos influenciadas por factores estéticos o religiosos, sin los cuales no sería posible una cabal comprensión de la propia labor científica. La religión y la teología no deben ser consideradas como opositoras de una comprensión racional del mundo. Por el contrario, hemos visto que hay innegables elementos religiosos y teológicos en las primeras cosmovisiones de los griegos, hemos destacado que entre teología y cosmología hay menos distancia de lo que un análisis superficial  del tema nos haría pensar. Incluso la tradición mística suele ser vista a menudo como contrapuesta a la racionalidad científica, aunque  puede ser su aliada si la despojamos de los elementos dogmáticos que sin duda a menudo la acompañan.
La atmósfera tormentosa, turbulenta, pero entusiasta, de las épocas místicas no es, por sí misma desfavorable a una opulenta cosecha científica. A condición de que conceda, como parece que sucedía en Jonia, en Grecia y la Magna Grecia, amplio espacio para la libertad. El misticismo no perjudica a la ciencia sino cuando es autoritario, dogmático, es decir, cuando está muy cerca de no tener de místico sino el nombre y el objetivo… Pero el brotar de entusiasmos místicos, míticos, mágicos y el espíritu de aventura, de curiosidad, de osadía imaginativa, han sido más bien favorables a las renovaciones científicas. Por ejemplo, durante el Renacimiento occidental. [xxxi]

A menudo se piensa que el desarrollo de la ciencia es puramente lineal y acumulativo, un camino despejado y sin obstáculos. Esa es la ciencia de los manuales o libros de texto.  Sin embargo, ese es solo un aspecto. También la evolución de la ciencia está determinada por cambios revolucionarios o cambios de paradigma, donde se transforma radicalmente el significado de los conceptos utilizados por  las teorías anteriores y se termina imponiendo una nueva cosmovisión. Particularmente en la historia de las ideas cosmológicas encontramos un camino bastante sinuoso, lleno de traspiés y tropiezos, de avances y retrocesos, por lo que “puede ser llamada sin exageración una historia de las de las obsesiones colectivas y de las esquizofrenias controladas; y la manera cómo se ha llegado a algunos de los más importantes descubrimientos individuales nos recuerda más la acción de un sonámbulo que la de un cerebro electrónico.”[xxxii]
Al respecto, resulta ilustrativo comparar la posición de Platón con Aristóteles para entender los diversos pesos específicos que ambos ejercen en el desarrollo de la ciencia, en particular, de la cosmología.  Es indudable que la cosmología aristotélica ha sido una de las que ha perdurado durante mayor tiempo en la historia. Por eso Koestler ha señalado que se puede resumir todo este desarrollo diciendo “que hasta el siglo XVII nuestra visión era aristotélica, posteriormente newtoniana.”[xxxiii]  A pesar de las numerosas diferencias de detalle que pueden advertirse entre la cosmología platónica de El Timeo  y la cosmología aristotélica de La Física, entre otras obras, es indudable su influencia y sus similitudes. Aunque Aristóteles había criticado la teoría de las formas de Platón y había incorporado estas formas en el mundo sensible por medio del concepto de substancia, sin embargo va a mantener esta delimitación en su propia cosmología. Si en Platón está diferenciación era fluida y flexible, en Aristóteles se vuelve rígida y dogmática. Como dice Koestler,  con Aristóteles  “su tejido poético –se refiere a la visión de Platón- es preservado in vitro, su espíritu volátil es condensado y congelado.”[xxxiv]
En efecto, la cosmología de Aristóteles suponía la existencia de un universo formado por   una serie de esferas concéntricas, 55 esferas en total, siguiendo el modelo de Eudoxo y Callipo.  Estas esferas, a su vez, giraban en torno a una Tierra inmóvil. La esfera más alejada era la de las estrellas fijas, puesta en movimiento por un motor inmóvil. El movimiento de las esferas celestes que se encontraban a partir de la Luna era un movimiento circular, único movimiento eterno y perfecto. La Luna era un disco perfecto y los cielos eran eternos e incorruptibles. Los eclipses de Luna, por ejemplo, eran inherentes a la substancia lunar.  En cambio, aquí abajo en la tierra, dentro de la esfera sublunar, el movimiento de los cuerpos era exclusivamente lineal y suponía la generación y la corrupción. El mundo supralunar estaba formado por un elemento quintaesencial llamado éter, mientras que el mundo sublunar estaba formado por los cuatro elementos básicos: la tierra, el agua, el aire y el fuego. A cada uno de estos elementos le correspondía un determinado tipo  de movimiento natural y un lugar natural: hacia abajo a los dos primeros, hacia arriba a los dos últimos. Estos movimientos respondían, pues, a las naturalezas propias de estos elementos y a sus lugares propios o naturales. Toda variación de estos movimientos era considerado como un movimiento violento. Por ejemplo, el lanzamiento de una piedra mantenía un movimiento lineal ascendente, como consecuencia de una acción externa que la impulsaba, y de un segundo motor o antiperístasis que se producía en su desplazamiento continuo, una suerte de efecto de “horror al vacío”, hasta que caía de nuevo verticalmente. En la mecánica aristotélica sublunar el reposo es visto como un estado natural, mientras que el movimiento es algo artificial, si se quiere, pues implica necesariamente la acción de un  motor o un agente interno o externo.  Posteriormente  Ptolomeo, basándose en Hiparco, introdujo el concepto de sub-orbitas o epiciclos, que complementaban la órbita principal o deferente. Esto permitía dar una explicación más satisfactoria  de los movimientos retrógrados de los planetas, los cuales contradecían la constancia del radio de una órbita circular simple.  La idea de que la Astronomía traza meras líneas imaginarias en el Cielo se mantuvo intacta hasta Copérnico y Galileo, aunque posiblemente Ptolomeo no era un convencionalista y creía que su modelo describía los movimientos reales de los planetas.  Existen diversas razones que explican el atractivo de este modelo y por qué se mantuvo prácticamente incontestado durante 2000 años.[xxxv]

Los tres aspectos  fundamentales de esta nueva mitología eran: el dualismo del mundo celestial y el mundo sublunar; la inmovilidad de la de la tierra en el centro; y la circularidad de todos los movimientos celestes. He tratado de mostrar que el  denominador común de los tres, y el secreto inconsciente de su atractivo, era el miedo al cambio, el ansia de estabilidad y permanencia en una cultura que se desintegraba. Un mínimo de disociación y doble-pensamiento era probablemente un precio no tan alto que había que pagar para alejar el miedo de lo desconocido.[xxxvi]


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Un buen ejemplo de esta visión desdoblada del universo o de una visión de un universo desdoblado, lo encontramos en el reconocimiento que se hacía del Sol como agente físico primordial, como fuente de vida y de sabiduría tan propio de los escritos platónicos, aunque se considerase al mismo tiempo a la Tierra como el centro del universo.  Koestler cita un párrafo de un contemporáneo de Ptolomeo, Theon de Smyrna, que sostenía la posibilidad de que Venus y Mercurio girasen alrededor del Sol, y en el cual podemos advertir con claridad la ambivalencia y esquizofrenia de la mentalidad dominante.

Pero en los cuerpos animados el centro del animal es diferente de su centro de masa. Por ejemplo, para nosotros que somos a la vez hombre y animal, el centro de la criatura animada es el corazón, siempre en movimiento y siempre caliente, y en consecuencia la fuente de todas las facultades del alma, del deseo, de la imaginación y de la inteligencia, pero el centro de nuestro volumen está en otro lugar, cerca del ombligo… Análogamente,… el centro matemático del universo está donde está la tierra, fría e inmóvil, pero el centro del mundo como un animal está  en el sol, el cual es, como si dijéramos, el corazón del universo.[xxxvii]

Lo más interesante del caso es que ese centro de masa era en realidad excéntrico y  el sistema de Ptolomeo no se basaba completamente en la Tierra como centro, sino en otro centro, que se llamaba “punto ecuante” o “puntus equans”, el cual fue introducido para mantener la constancia de las velocidades orbitales. De hecho, cuando Copérnico se propuso resucitar el modelo heliocéntrico de Aristarco de Samos, quien por cierto era discípulo de la escuela peripatética, confiriéndole así  un triple movimiento a la Tierra, de rotación, de traslación y el de la inclinación de su eje de simetría, no era realmente consciente de que estaba firmando el certificado de defunción del viejo modelo aristotélico y que estaba iniciando una revolución. La idea, por cierto, era la de reformar el calendario tradicional y hacerlo más preciso, para poder así calcular con anticipación los días de culto de la Iglesia Católica, en especial, la Semana Santa. Más aun, la idea de Copérnico era también la de mejorar el modelo aristotélico y eliminar esa anomalía que era el punto ecuante.
Copérnico pretendía conservar la cosmología aristotélica, sin embargo ya le había asestado un golpe mortal, como se vio  posteriormente. Como lo han señalado Koestler y Kuhn, Copérnico fue el último gran exponente de la tradición aristotélica.

Copérnico intentó concebir un universo esencialmente aristotélico alrededor de una Tierra en movimiento, pero fracasó en su intento. Sus sucesores captaron en todo su alcance la innovación copernicana y, al obrar en consecuencia, hundieron por completo el magno edificio cosmológico erigido por Aristóteles. La idea de una tierra central e inmóvil era uno de los pocos grandes conceptos básicos sobre los cuales gravitaba una visión coherente.[xxxviii]

De este modo se echan las bases de la astronomía científica moderna, pero también de la física moderna o de la mecánica clásica.  Surge así la cosmología moderna, la posibilidad de explicar el cosmos o de tener una teoría comprensiva del universo. La nueva mecánica celeste requiere también una nueva mecánica terrestre. La una va de la mano de la otra. La astronomía matemática supone también una nueva física matemática. La geometría vuelve a unirse con la realidad física y se utilizará la nueva herramienta del cálculo para dar cuenta de ese nuevo universo majestuoso que se erige ante nosotros. A la geometría del movimiento o cinemática, habrá que añadir una nueva dinámica. Están, pues, echadas las bases del paso de un mundo cerrado y finito a un universo abierto e infinito. Y ya veremos cómo en ese nuevo universo la cosmología y la teología vuelven también a encontrarse.

Este hecho –el hecho de que la física clásica posea un ‘prólogo’ y un ‘epílogo’ celestes- o, más sobriamente expresado, el hecho de que la física clásica nazca en función de la astronomía y durante toda su historia siga siendo solidaria de ella, está lleno de significado y consecuencias. Expresa la sustitución de la noción o concepto del Cosmos –unidad cerrada en un orden jerárquico- por la de Universo –conjunto abierto ligado por la unidad de sus leyes-; implica la imposibilidad de fundamentar y de elaborar una mecánica terrestre sin acabar, o al menos  sin fundamentar y elaborar al propio tiempo una mecánica celeste.[xxxix]



[i] Resulta muy triste contemplar a la actual Grecia sumida en una crisis económica tan profunda y tener que ser auxiliada para poder pagar su deuda, con todos los sacrificios que ello implica para su pueblo, y verla reducida a ser la economía más débil de la eurozona, tomando en cuenta precisamente el  invalorable legado intelectual que ella aportó hace más de dos milenios y del cual somos todos deudores todavía. Algo parecido a lo que ocurriría si comparásemos el legado del Renacimiento italiano con la actual situación que atraviesa la economía de ese país.   
[ii]  Carl Sagan: Cosmos, Planeta, Barcelona, 1982, pp. 173s. Claro está que las mediciones astronómicas de los griegos fueron muy limitadas y subestimaron el tamaño y la distancia del Sol (150.000.000. km en promedio o UA), qué decir del fondo de las estrellas fijas (que se miden en años-luz=10 billones de km o poco menos, parsecs=3.26 años-luz y  megaparsecs=1millón de parsecs).   Sin embargo, Eratóstenes pudo calcular el diámetro y la circunferencia de la Tierra con bastante precisión, 12.800 km y 40.000 km, respectivamente, aunque también varían por el achatamiento de los polos de 21 Km.  También Hiparco calculó que la distancia de la Luna debía ser 30 veces el diámetro de la Tierra, lo que daba 384.000 km, lo que resulta una aproximación asombrosa. Obviamente, lo importante de la cosmología griega no es la cantidad o exactitud de sus cálculos, comprensiblemente limitados por la carencia de instrumentos precisos de observación, sino su nuevo enfoque frente a los fenómenos naturales.
[iii]  Alfred N. Whitehead: Science and the Modern World, The Free Press, New York, 1967, pp. 2s.
[iv] Abel Rey: La juventud de la ciencia griega, Uteha, México, 1961, p. 22.
[v]  Ibid. p. 32. Suele señalarse que la adopción del alfabeto fenicio, y en especial el artículo neutro, favoreció este pensamiento abstracto. También suele señalarse la adopción de la moneda como medio de cambio como un importante factor de desarrollo en aquél momento.  
[vi] G. S. Kirk: La naturaleza de los mitos griegos, Paidós, Barcelona, 2002, p. 174.
[vii]  Ibid. p.30
[viii] Ibid. p. 272
[ix] Ibid. p. 273.  Con relación a este tema vale siempre la pena leer los comentarios críticos de Wittgenstein a Frazer en http://www.roangelo.net/logwitt/logwit35.html
[x] Karl Popper: “Regreso a los presocráticos”, en El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, Paidós, Buenos Aires, 1979, p. 150.
[xi] Ibid. p. 163. La mayoría de los mitos, a pesar de su belleza, tiene esta misma deficiencia. Por ejemplo, un viejo mito hindú  señala  que la Tierra está sostenida sobre el lomo de cuatro elefantes, los cuales están apoyados sobre el caparazón de una gigantesca tortuga, la cual flota en un mar de leche ilimitado. Los griegos hablaban de un titán llamado Atlas, los chinos también hablaban de una tortuga y los mayas de un cocodrilo. Y pare usted de contar. Todo ello no hace sino mostrar las dificultades que implica el fulcro o punto de apoyo, y le confiere más valor a la idea de Anaximandro. “Denme un punto y moveré el Universo” exclamaba Arquímedes, el punto es dónde apoyo el punto, claro.  
[xii] Karl Popper, op.cit., p.163. Hay que recordar que Popper plantea la tesis de que las observaciones siempre están cargadas de teoría y no operan de manera inductiva, sino deductiva, para contrastar la teoría.
[xiii] Abel Rey, op. cit. p. 65.
[xiv] Kirk, op. cit., pp. 282s.
[xv] Ibid. p. 282.
[xvi] Ibid. p. 284.
[xvii] Idem.
[xviii] Idem. Algo similar destaca Werner Jaeger: “Heráclito es realmente el primer hombre que abordó el problema filosófico poniendo la vista en su función social. El logos no sólo es lo universal sino también lo común”, en La teología de los primeros filósofos griegos, FCE, Madrid, 1977,  p. 117.  
[xix] Abel Rey, op. cit. p. 241.
[xx] A. Whitehead, op. cit. p. 10.
[xxi]  W. Jaeger, op. cit. p. 94.
[xxii] Idem
[xxiii] Karl Popper, op. cit. p. 170.
[xxiv] W. Jaeger, op. cit. p. 109.
[xxv] Ibid. pp. 109s.
[xxvi] K. Popper, op. cit. p. 171.
[xxvii] Ibid. p. 107.
[xxviii] Ibid. pp. 90s.
[xxix] Ibid. p. 104.
[xxx] Ibid. p. 106. Obviamente Nicolás de Cusa y la escuela neoplatónica de Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola tuvieron mucho que ver en todo ello.  Pero pueden tomarse también otros antecedentes, como la ciencia y la filosofía árabe, a menudo ignorada.  Diversos autores, como A. C. Crombie y Pierre Duhem, han insistido también en la importancia que tuvieron la Escuela de Chartres, la Escuela de París y la Escuela de Oxford, por solo mencionar algunas,  en el renacer del platonismo o en una lectura más platonizante de la cosmología aristotélica y cómo ello se tradujo después en la concepción matemática de la naturaleza que llevara a cabo la ciencia moderna. Ya San Agustín había planteado una lectura alegórica del Génesis e incorporado el demiurgo platónico. Véase, Historia de la ciencia: De San Agustín a Galileo, Alianza Universidad, Madrid, 1980, 2 Tomos.  También Pierre Duhem ha destacado la importancia que tuvo la crítica nominalista a Aristóteles en la génesis de la ciencia moderna y ha puesto en evidencia la finura de los análisis cosmológicos de la escolástica medieval. Señala, por ejemplo, que las razones que esgrimía Nicolás de Oresme contra el geocentrismo de Aristóteles, con bastante anterioridad a Copérnico, eran mucho más sólidas que las de éste y que el concepto de ímpetus de Buridan es una claro antecedente de la ley de inercia.  Véase, Medieval Cosmology. Theories of Infinity, Place, Time, Void and the Plurality of Worlds, University of Chicago Press, Chicago, 1985. Más recientemente pueden consultarse los trabajos del destacado historiador de la ciencia Edward Grant.  En general, puede decirse que una atmósfera más libre para discutir las ideas de Platón y Aristóteles fue el humus del que se nutrió la ciencia moderna. Se ha destacado que Galileo tiene mucho de Aristóteles, su mente analítica y crítica, y no es casual que Whitehead haya señalado que la ciencia moderna “es un derivado inconsciente de la teología medieval”, op. cit. p. 13.    
[xxxi]A. Rey, op. cit. p. 82.
[xxxii] Arthur Koestler: The Sleepwalkers. A History of Man’s changing Vision of the Universe, Penguin Books, London, 1982, p. 11.
[xxxiii] Ibid. p. 505.
[xxxiv] Ibid. p. 61.
[xxxv]  Con las honrosas excepciones mencionadas en la nota 30.
[xxxvi] Ibid. p. 79.
[xxxvii] Ibid. p. 78. Esta misma ambivalencia se presenta en el pensamiento de Platón entre la República y El Timeo.
[xxxviii]  Thomas S. Kuhn, La Revolución Copernicana, Ariel,  Madrid, 1996, p. 123.
[xxxix] Alexandre Koyré: Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, México, 1979,  p. 153. Los análisis eruditos de Koyré  otorgan escasa importancia al pensamiento medieval en la génesis de la ciencia moderna, en contraposición a autores ya mencionados como Duhem o Crombie, aunque no por ello deja de reconocer la riqueza de sus análisis históricos.  

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