martes, 1 de noviembre de 2011


Pierre Hadot 

o la filosofía como ejercicio 

espiritual.


David De los Reyes


Marcel Issac, fotografía





La filosofía enseña a  hacer no a decir
 Séneca
Hacer de la filosofía nuestra naturaleza y vida
Porfirio.
Ir más allá de mí y de ti. En  sentir de una manera cósmica.
Nietzsche
La filosofía no es la construcción de un sistema,
 sino la resolución de una vez tomada de
practicar una mirada ingenua sobre sí y alrededor de sí.
Bergson


I

Los textos de Hadot (Paris, 21 de febrero de 1922 - Orsay, 24 de abril de 2010), han revitalizado la práctica  de la filosofía; ellos revelan una lucidez y una precisión de interpretación particular y quizás  única de este modo de vivir. Esto se debe a su propia concepción de la filosofía, desarrollada y elaborada por muchos años de investigación, aprendizaje, erudición, aunados todo ello a una personal práctica filosófica de vivir y expresar el saber filosófico. Historiador del pensamiento antiguo del que no se puede prescindir si se quiere tener una mayor amplitud de este quehacer humano, demasiado humano. Se trata de buscar una forma de pensar para aprender a vivir, de introducir la filosofía en la contingencia cotidiana de nuestras vidas personales. El pensamiento clásico se sirvió de la filosofía para orientar la vida. Es una apuesta por la filosofía para emprender el fin de obtener y realizar una vida de forma sabia; es una reflexión sobre la tarea filosófica y no una arqueología de los escombros clásicos de ella. En la antigüedad se llamaban filósofos  personas que no habían nunca escrito nada, ninguna obra, pero que se habían dedicado a conducir su vida de manera reflexiva, convirtiéndose por ello en maestros de otras personas que los seguían libremente, como es el caso paradigmático de Sócrates y sus discípulos.
Arnaiz (2007)  nos recuerda que gracias a este francés que ha realizado una callada labor sistemática –filológica y filosófica- durante más de cincuenta años, estamos empezando a comprender el sentido de los filósofos de la Antigüedad como personas que, durante un milenio, pensaron, actuaron, hablado y escrito teniendo en mente una idea distinta a la que han concebido la mayoría de los interpretes de ese periodo.
Lo que  ha llamado por ejercicios espirituales es el hilo de Arianna para comprender  su interpretación de la filosofía antigua grecolatina.  Estos ejercicios no aspiran a postular un mero espiritualismo sin más, sino en darle coherencia a lo que para muchos investigadores de la antigüedad filosófica les parece incoherente por la diversidad de propuestas y de escuelas ancladas en ese intervalo temporal. Los ejercicios espirituales enfocan el lente de la filosofía no tanto a la búsqueda de una exposición de los pretendidos sistemas y discursos filosóficos  antiguos, sino en mostrar que cada uno de ellos comprendía unas técnicas  y prácticas que dirigían a un fin educativo concreto del ser individual. El filósofo en tanto maestro, con su  discurso y con su vida, pretendía incidir   en el espíritu de sus escuchas o seguidores,  produciendo cierto estado de ánimo que una transformación personal. En la base de su acción transformadora había un ejercicio espiritual  que buscaba formar más al discípulo que informarle sobre algo. Es por ello que el qué-hacer filosófico no opera en especial en el ámbito de la gramática y del discurso conceptual. La filosofía no  se entiende como un desplegar un discurso sobre metafísica o meras trascendencias y abstracciones conceptuales, que están dirigidas únicamente a una comprensión racional del  asunto. La  metafísica pudiera ser un momento pero nada más ya que los ejercicios espirituales son eso, una práctica,  una actividad, un trabajo sobre si, una atención, una forma de desapego, una libertad frente al mundo,  donde cada quien es el centro de ese devenir espiritual transformador. El filósofo tenía que sufrir un cambio profundo, concertado y voluntario  en su manera de entender al mundo; tenía que despojarse de lo ilusorio, lo inmediato, de las pasiones y lo insensato; de separarse de una buena parte de la cotidianidad y asumir una vida filosófica.
Sus propias palabras:

En la actualidad, la enseñanza de la filosofía en las escuelas secundarias y universidades de la comunidad ha perdido su sentido personal que tenía en la antigüedad. Por otra parte, algunos filósofos contemporáneos han considerado la actividad filosófica como la construcción de un andamiaje conceptual que sería un fin en sí mismo. Pero esto no es un fenómeno nuevo. Debido a que la filosofía pareciera que debería comenzar siempre con el discurso, ya sea para reportar una experiencia, hacer preguntas u ofrecer una forma de vida. A continuación de ello, debe tener importancia la primera fase el compromiso existencial y la acción concreta. Sin embargo, la gran tentación para cualquier filósofo, es apegarse a la palabra. Por lo tanto, un extremo al otro de la historia de la filosofía, dos clases de filósofos se han opuesto sistemáticamente: los que restringen la filosofía a un discurso y los que se centran en la dimensión existencial y vital”, (itálicas nuestras. Ver entrevista a Hadot por Grillet, 2008c).


 
Peter Roger, fotografía.



II

Hadot advierte que al hablar de ejercicios espirituales los adjetivos o calificativos posibles como físicos, morales, ético, intelectuales, del pensamiento o del alma, no rinden los aspectos a los que quiere referirse respecto a la realidad que quiere analizar. Así, por ejemplo, la palabra pensamiento no expresa  de manera suficientemente clara que la imaginación y la sensibilidad participan de forma importante en tales ejercicios (2006:24).  Tampoco quiere referirse  como ejercicios éticos, pues lo que refiere implica  una colaboración profunda con la terapéutica de las pasiones, incidiendo en nuestra conducta cotidiana. Por otra parte, lo espiritual para Hadot no refiere tampoco a  un significado religioso, no se trata de ejercicios religiosos, pues no se pretende obtener la gracia o la salvación por medio de la alabanza y el sacrificio a una idea de Dios externo o el aceptar la norma de una religión institucionalizada.  No buscan una buena conducta para otros sino una búsqueda personal para sí y en sí, una transformación de nuestra naturaleza a partir de comprender esa misma naturaleza por medio de la experiencia realizada desde la interioridad de nuestra conciencia y de nuestro estilo de vida. Estos ejercicios implican  una injerencia  en la totalidad psíquica del individuo, accediendo así  al círculo del espíritu objetivo, situándose en la perspectiva del todo.  La palabra espiritual  permite comprender con mayor facilidad que unos ejercicios como éstos son producto no sólo del pensamiento, sino de una totalidad psíquica del individuo (Hadot, 2006:24). Esto lleva a que esa totalidad  sea comprendida no sólo como pensamiento sino como imaginación, sensibilidad, emoción, voluntad y perfección, no sólo respecto a un hacer si no a un estar y ser. Según este autor los ejercicios espirituales comprometen  la totalidad del espíritu individual.
Como nos ha dicho Roger Pol-Droit (2002:28), Hadot ha revolucionado la imagen que teníamos del pensamiento desde Platón a San Agustín, en ser la filosofía una manera de vivir más que un mero discurso autónomo de la vida personal del filósofo que se reafirma en su vida cotidiana más que en el puro conocimiento.
Tales ejercicios filosóficos están separados de los conocidos exercitia spiritualia de Ignacio de Loyola, los cuales, para nuestro autor, no suponen sino una versión cristiana  de cierta tradición grecorromana, que era la que pretendía mostrar en sus escritos. Si bien estos excercitia loyolanos  contienen cierta askesis propia del cristianismo griego, Hadot nos refiere que es preciso detenerse en esa askesis, la cual no se debe entender como ascetismo sino como una práctica de un ejercicio espiritual que era habitual dentro de la filosofía de la Antigüedad (ibid:25).  De esta manera podemos comprender la afirmación a que llega Arnaiz (2007) el cual nos advierte del cambio que produjo para la filosofía el cristianismo y el periodo de la Edad Media:

“Pero esta concepción de la filosofía  como modo o estilo de vida se perdió en la Edad Media, al surgir las universidades  y al convertirse la filosofía en ancilla theologiae, perdiéndose el carácter práctico de la misma que consideraba a la filosofía como un conjunto de ejercicio espirituales, como una manera de vivir, y que fue asimilado por el cristianismo. Recordemos, por ejemplo, el examen de conciencia de Loyola”.

Es a partir de esta idea que surge su peculiar acercamiento a la filosofía antigua, pasados  más de veinte siglos de distancia puesto que ella, la cual  constituía una forma o modo de vida, une elección vital y existencial, pues afectaba a la manera particular de vivir: otorgaba una comprensión del mundo que, al tomarla en todo su rigor, implicaba una transformación, una metamorfosis de uno mismo. Los ejercicios espirituales antiguos estaban destinados a despertar y producir un cambio radical del ser.
Vista así la filosofía nos lleva a observarla bajo una postura radical, que va distinguirla y separarla de un hacer filosofía sólo en tanto discurso filosófico. Su diferencia se destaca por entretejer una dimensión práctica y existencial, gracias a realizar la filosofía en tanto ejercicio espiritual. En la antigüedad  el discurso filosófico no estaba separado de una forma de vida. Pertenecer y asumir las normas de una escuela, platónica, aristotélica, cínica, estoica, epicúrea o escéptica, no implicaba un mero acto comprensivo y discursivo, memorístico y retórico. De esta manera, al hablar de los estoicos y notar que dividían la filosofía en tres  secciones: lógica, física y ética, no conforma una teoría dividida en tres campos separados y diferentes, sino una actividad exclusiva que llevaba a darle sentido y dirección en vivir de una manera lógica, física  y ética; vivir de una determinada manera nuestra relación con nosotros mismos y con la otredad (los otros y el mundo). La lógica no es una teoría de las relaciones correctas entre símbolos respecto al hablar, sino una práctica que conduce a una manera de hablar y  pensar bien para el que la practica; no se teoriza sobre el mundo físico aislado de mi proceder con el mundo, sino que requiere y exige una contemplación y un compromiso ante él; no se teoriza sobre la acción y la conciencia moral, sino que se quiere actuar de tal forma que nuestra acción se desenvuelva implicando al buen obrar y a un sentido de justicia. Vistos así, los ejercicios espirituales, además de ser una toma afectiva sobre la vida personal, eran la búsqueda de un ejercicio efectivo, concreto, vivido desde una práctica de la lógica, la física y la ética en la vida práctica del discípulo.
Tal propuesta lleva a una sorprendente aclaración de lo que es la actividad filosófica pues nos conduce a entender que el mero discurso filosófico no es filosofía. Pudiéramos decir entonces que la filosofía no radica sólo en las palabras sino  que implica un tejido existencial entre comprensión, experiencia y saber del mundo, coherente con el devenir de mi acción sobre mí y sobre el mundo.
Hadot (ídem, 238-46),  nos muestra como las teorías neoplatónicas están al servicio de la vida filosófica. Toda filosofía helenística y romana están dispuestas a presentarse como un modo de vida, un arte de vivir, una manera de ser, una estética del sentir y estar. Y  Sócrates ha sido el modelo de tal concepción, al proponer vivir para el continuo reseñar e indagar qué es el saber filosófico, el cual está más en referirlo al proceso de dicha búsqueda que a la definición definitiva de la misma; Sócrates se nos presenta como un hombre que se ejercita en la sabiduría de manera permanente, sin fin.  No buscaba, como lo será con la escolástica y la modernidad,  la construcción de un entramado discurso lingüístico técnico reservado para especialistas.  De lo que se trata no es en entretenerse en elaborar o exponer  idóneamente un sistema conceptual; Hadot no dudará en criticar intensamente a los historiadores de la filosofía que la presentan como mero sistema o teoría conceptual, de un sistema de proposiciones. Encuentra que la mayoría de las escuelas antiguas rechazaron y pusieran en evidencia el peligro que encierra para la filosofía al bastarle la necesidad de reducirla a discurso separándola, sin concordar, con la vida filosófica o del filósofo.  El discurso sería mera apariencia al desconectarlo de la vida y no concordándolo junto a ella. La filosofía como únicamente práctica discursiva viene a ser una farsa. Dicho discurso debe emanar de la propia experiencia y existencia realizada. Los sofistas fueron los que hicieron del discurso filosófico una separación en que se aprendía una habilidad retórica para salir airoso ante la contienda judicial sin reparar para nada  con el paralelismo entre la palabra y la vida llevada. Enseñaban a hablar bien pero a seguir viviendo mal o en la falsedad de las convenciones y del sentido común y tradicional prescrito. Esta es la amenaza real de los sofistas, siempre presente para la filosofía, una amenaza inherente que considera el discurso  filosófico como un fin en sí mismo y completo independiente de nuestra elección vital, como nos advierte  Arnold Davinson (ibid: 13).
El discurso para ser filosófico debe pasar a convertirse  en parte de nuestro ser  en tanto que forma parte integrante de esta vida nuestra. El discurso filosófico es auténtico en la medida que es parte de un ejercicio espiritual inherente, convirtiéndose en algo  legítimo e indispensable. El discurso forma parte del filósofo pero en la medida que surge del hecho de  vivir filosóficamente; el discurso debe estar integrado a la vida del filósofo, sin estar reducido a su contenido conceptual. Si es vito como mera teoría y reflexión conceptual discursiva  comienza a metamorfosearse  en una disciplina cuyo carácter principalmente  es sólo escolar, académico,   convirtiéndose el filósofo en mero artista de la razón, en palabras de Kant al cual tan sólo le interesa la especulación por la especulación. Tomemos la cita de Kant hecha por Hadot:

“Platón le preguntó una vez a cierto anciano que le explicaba el gusto con que escuchaba  sus lecciones sobre virtud que cuándo iba a comenzar por fin a vivir  de una manera virtuosa. No se trata de dedicarse a continuas especulaciones, sino que alguna vez hay que pensar  en pasar a la práctica. Pero hoy tiene consideración de exaltado quien vive de manera conforme a lo que predica”, (cit. en ibid:13).


Mas que discurrir si se está entre el ser y el no-ser, se impone seguir creando un modo de vida humano. A diferencia de la mayoría de los filósofos contemporáneos se pone el punto sobre la modalidad psicagógica (de conducir la psique; en observar la perspectiva del efecto a producir), del discurso,  concentrándo la atención en lo que infiere para la vida más que  en sus modos proposicionales y abstractos;  el filósofo se exige y nos exige un trabajo de transformación  en relación a nosotros mismos, una transfiguración de la percepción del mundo que se impone de manera más fuerte que el mero enunciado abstracto de las palabras.
Hadot encontró ese camino en el año de 1939, al realizar el bachillerato de filosofía y leer a su compatriota Henri Bergson, para quien filosofar  no supone construir  un sistema, sino dedicarse, una vez que se ha decidido emprender sus estudios,  en mirar con sencillez dentro y alrededor de uno mismo.  La filosofía como una metamorfosis absoluta de la manera de ver al mundo y de estar en  él.
Los ejercicios espirituales, en palabras de Friedmann (ibid:23),  puede llevarse sólo o en compañía de alguien; es un intento de escapar al tiempo mundano; en despojarse de las malas pasiones, de nuestras vanidades;  en frenar el maldecir en nuestra lenguas; un liberarse de la pena, del sentido del pecado, del odio, del sufrimiento por imaginarlo; en comprender un sentido de afecto ante sí y el mundo y  dejar el tiempo atrás, colocándose en el  instante presente. Es hacer lo contrario de aquellos que  han volcado su vida para salir de su propia ratonera en la militancia política, de los que como preparativo revolucionario optan por hacerse hombres dignos (ídem).  Encontrando que  no existe ninguna tradición (ni la judía, ni la cristiana, ni la oriental) compatible con las exigencias de las circunstancias espirituales contemporáneas.
Hadot nos remite a cuatro ejercicios espirituales que deben practicarse al asumir individualmente a la  filosofía como forma de vida. Estos son: aprender a vivir, aprender a dialogar, aprender a morir y aprender a leer. Veamos que nos dice de cada una de estas prácticas del saber filosófico.


George De Wolfe, fotografía




III

Aprender a vivir

Tanto en las filosofías helenísticas como romanas  Hadot observa el fenómeno que resulta del sencillo observar a cada una de las escuelas de ese período. Todas   proclaman  que para ellos la filosofía es ejercicio. Estoicos, epicúreos, cínicos y hasta escépticos comprenden que la filosofía no trata de una enseñanza centrada en teorías abstractas y menos aún en una exégesis (hermenéutica diríamos hoy, que es el término de moda), conceptual sino un arte de vivir, una actitud concreta, un  determinado estar en el mundo que implica un estilo de vida en relación a nuestro entorno, comprometiendo a nuestra existencia.  El conocimiento como tal no es el fin de la filosofía sino la del yo, la del ser: es un intento de aumentar e intensificar la experiencia del ser, la cual nos debe llevar a hacernos mejores humanos.  Filosofía implica conversión ante la totalidad de la existencia, modificando la personalidad de aquellos que la acogen dentro de sí.  Se trata de pasar de una vida inauténtica, rodeada de la oscuridad de la inconsciencia y de las preocupaciones, de las pasiones descontroladas a un estadio vital original y auténtico, que exige alcanzar la conciencia de sí mismo, de una visión exacta del mundo, de un residir en la tranquilidad y la libertad interiores.
Las pasiones, para la mayoría de las escuelas, son la principal causa de nuestros sufrimientos: bien como deseos descontrolados, de temores exagerados, de angustias imaginarias, de apegos castradores, de guerras interiores personales, etc.  Ello arrastra un  manto de preocupaciones  que impide vivir en la verdad personal. La filosofía tendría como primer momento de intervención en tanto terapia de las pasiones,  llevándonos a esforzarnos a liberarnos, expurgarnos de ellas. Cada escuela  filosófica elaborará su método terapéutico, la cual vendrá unida a una transformación profunda en la manera de ver, de actuar, de estar y de ser del individuo.
Para los estoicos la infelicidad  surge del anhelo  por conseguir o conservar determinados bienes que se arriesgan al no poseerlos o perderlos u obcecándose a evitar males ineluctables. La intervención filosófica  será educar a los hombres con el fin de que busquen obtener  aquello que pueden y evitar el mal que sólo es posible evitar, por estar limitado al proceder  personal, es decir, de nuestro arbitrio individual o albedrío humano; es lo que comúnmente se suele denominar como bien o mal moral; se trata de conducirse bajo el hábito de una conducta moral, lo cual depende de nosotros mientras que las restantes situaciones están fuera de los alcances de nuestra voluntad. En el caso de los estoicos estas situaciones inevitables están establecidas por la fuerza del destino, perteneciendo al dominio de la naturaleza (fisis). Ello proporciona una inversión de cómo habitualmente entendemos las cosas.  Se pasa de una visión humana de la realidad, visión  en la cual los valores dependen de las pasiones, a otra visión natural de las cosas que sitúa cada acontecimiento en la perspectiva de la naturaleza universal (ibid:26).  La tarea no es fácil. Un cambio de perspectiva vital lleva a intervenir a los ejercicios espirituales como fármaco indispensable para la transformación interior. Si bien Hadot nos advierte que no hay ni un manual ni método explícito que nos diga cómo adentrarnos en el camino de la metamorfosis, se podemos observar ciertos tipos de actividad interior que están entre los escritos de la época helenística y romana. Ellos estaban presentes en la vida cotidiana de aquellos que formaban parte de una escuela de filosofía, las cuales eran enseñadas  más por vía oral y tutorial-presencial que de manera escrita y teórica-abstracta.
Entre los escritos de Filón de Alejandría  encontramos referencia a esta terapia  filosófica de tendencia estoico-platónica. En primer lugar se trata del estudio (zetesis), el examen en profundidad (skepsis), la lectura, la escucha (akroasis), la atención (prosoche), el dominio de uno mismo (enkrateia) y el cumplimiento de los deberes y la indiferencia ante las cosas indiferentes. A esto se le suman la meditación (meletai), la terapia de las pasiones,  la rememoración de lo beneficioso. Esto ya es una lista de ejercicios espirituales que pueden jerarquizarse así: práctica de atención a sí, meditación y rememoración de lo beneficioso. Luego se puede pasar a ejercicios de corte intelectual: la lectura, la escucha, el estudio y el examen en profundidad. Pasando finalmente a los propios de una naturaleza corporal activa o física: como el dominio de sí mismo, el cumplimiento de los deberes (actividades manuales, de orden, de higiene, de  gimnasia, entre otros) que iba acompañado de la indiferencia ante las cosas indiferentes.
La atención, actitud espiritual habitual del estoico, consistía  en la continua vigilancia y presencia del ánimo, de mantener una permanente conciencia alerta hacia uno mismo, de sentir una constante tensión espiritual; con ello el practicante de la filosofía aprende  a conocer cómo obra a cada instante y por qué. Es decir, discernir respecto a lo que depende o de lo que no depende de nosotros, disposición indispensable.  Tales principios se acompañan con sugerencias que afirman que  no debemos apartarnos de nuestros principios  ni cuando dormimos, ni al despertar, ni al comer, ni al beber ni al conversar con  otros hombres. Esta  atención es requerida como una disposición correctiva  en todo  cuanto emprendamos. La atención también debe llevarnos a concentrarnos en el momento presente, sin mirar ni al pasado o imaginar al inexistente futuro, de un regocijarnos piadosamente por lo que sucede en ese momento concreto, conducirte ecuánimemente con cuantos tienes a tu alrededor y examinar con cierto rigor la representación  presente, con tal que tu pensamiento no admita lo que sea inadmisible (cit. en ibid: 28).  Esta recomendación contiene el secreto de los ejercicios espirituales: el concentrarse en el momento o instante presente. Estar en el presente, conducirnos solo en este intervalo temporal lleva, ya de por sí,  liberarnos de las pasiones, las cuales siempre inadecuadamente proceden o bien de un pasado (rememorado) o de un futuro (anhelado). Vigilancia del presente, sometimiento al instante, dominio  soportable en su extinguirse y apertura a la conciencia cósmica: obligándote a descubrir  el valor infinito de cada instante y aceptando cada momento de la existencia según la perspectiva de la ley universal (ídem).
La atención va junta con la conciencia de tener a mano siempre los principios fundamentales (procheiron). Aplicar la regla vital a toda circunstancia de vida, como cuando se aprende las tablas de multiplicar. Un saber que no es mero saber sino una transformación de la personalidad. Para tales ejercicios tendremos de aliados a la imaginación y la afectividad, los medios psicagógicos de la retórica (reiteración de frases o recuerdos beneficiosos), que permanentemente deben estar movilizándonos y movilizándolos; se trata de poner ante nuestros ojos los acontecimientos vitales,  contemplándolos a la luz de esa regla fundamental (ídem). Para ello se agregan el ejercicio de la memorización (mneme) y la meditación (melete) de la regla vital.
La meditación debe ayudar a estar preparados para cuando una circunstancia imprevista, dramática, aparezca en el presente. Se trata de aprender a anticiparse a los problemas propios de nuestra existencia, los cuales pueden ser, pobreza, sufrimiento, muerte o la simple soledad: todos ellos hay que mirarlos de frente, recordando que no son males, puesto que no dependen de nosotros. Para ello  se retiene en la memoria un conjunto de máximas que nos ayudarán a superar el trance, de esos acontecimientos que componen el curso de la Naturaleza. Hay que advertir que la meditación también intenta tener un control de nuestro discurso (descontrolado) interior e intentarlo hacerlo coherente y permanecer en silencio cuando la mente no requiere del lenguaje ni de las imágenes. En aprender en discernir  respecto a lo ya dicho, a lo que depende o no de nosotros, de lo que se arrima a  la libertad o arbitrio personal o a la necesidad o Naturaleza. Se trata de ordenar los pensamientos, de transformar nuestra percepción y representación del mundo, del paisaje interior que nos hacemos de él pero al mismo tiempo de nuestro comportamiento exterior que ejecutamos con nuestra voluntad corporal. Tales métodos revelan un enorme  conocimiento del poder terapéutico de la palabra (ibid: 29).
En la mañana deberemos examinar y meditar las actividades que desempeñaremos a lo largo de la jornada, estableciendo los principios que la jerarquizarán a cada una en función de la prioridad a hacer. Al anochecer deberemos hacer rememoración de dichas actividades, de nuestra relación y desempeño de ellas, de nuestras faltas, abandono, progreso producido y obtenido.
Meditación y memorización también están implicados en los ejercicios espirituales de carácter intelectual, como son la lectura, la escucha, el estudio, el examen en profundidad. La meditación, de manera sencilla,  profundizará la lectura de las sentencias de  pensadores y poetas; la lectura también implica la interpretación de textos filosóficos de los maestros pensadores de cada escuela. Sean saberes de lógica, de física o de cualquier rama del  conocimiento, el examen a profundidad, la lectura y la meditación nos llevan a una precisión y comprensión  que tienen como fin la puesta en práctica de dicha enseñanza. Definición, análisis, deducción, división en las partes que componen a los objetos y acontecimientos, contemplándolos en su desenvolvimiento ante el manto  de la Totalidad Cósmica viene a  formar parte de nuestra formación filosófica.
Por último están los ejercicios prácticos, como son la de permanecer en la indiferencia ante las cosas indiferentes, el autodominio, el cumplimiento de los deberes cotidianos de la vida social. Hadot nos refiere a Plutarco como uno de los mayores aportadores a tales prácticas a través de sus tratados: Del control de la cólera, De la tranquilidad del almaDel amor fraterno, Del amor a los niños,  De las habladurías,  De la curiosidad, Del amor a las riquezas,  De la falsa humildad,  De la envidia y el odio.  Igualmente nos señala los de Séneca: De la cólera, De las buenas acciones, De la tranquilidad del alma, De la vejez, etc. La regla de oro para tales ejercicios es comenzar por  las cosas más sencillas para implantar progresiva y sólidamente el hábito (ibid: 30).  Se trata de vivir conscientemente, es decir, de forma libre pues son superados los límites de la individualidad al adentrarse y reconocerse en el cosmos animado por la razón primordial, de renunciar a aquello que no dependen de nosotros; ocuparnos de lo que sí depende, mostrando conformidad con la rectitud de la acción en conformidad con la razón.
Si esto lo encontramos en los estoicos, no menos en la escuela de aparente antítesis: la epicúrea, la cual se distingue por su vocación al placer como principio de vida pero que, sin embargo, contiene y aspirar a la práctica de ejercicios espirituales para el buen y mejor desempeño de sus adeptos en el marco de la cotidianidad. Acordemos, junto con Hadot, que Epicúreo tenía una coincidencia con los estoicos respecto a lo que debía ser la filosofía, pues ella sólo es terapia: la filosofía debe tener como única preocupación el curarnos en la medida que libera al alma de las preocupaciones vitales,  volviendo a recuperar  la alegría (eupathia)  por el simple hecho de existir (ibid:31). El sufrimiento surge del temor por cosas que no deben temerse, del deseo de cosas que no es necesario desear y, por tanto, pueden ser negadas. Ello nos lleva a privarnos del único y auténtico placer, el de ser, el de existir. La física epicúrea conducirá a la liberación del temor, al decir que los dioses  no tienen injerencia en nuestros actos ni en el mundo, que la muerte, que implica una total disolución del ser y del cuerpo, no forma parte de la vida. La ética implica una liberación de los deseos insaciables al distinguirlos entre naturaleza y necesarios, naturales mas no necesarios y en ni naturales ni necesarios. La satisfacción de los primeros, negación de los últimos y superación de los segundos evitan la confusión de nuestra conciencia encontrando el bienestar en el simple existir. La carne grita: no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Quien goce de ese estado y de la simple esperanza de gozar puede rivalizar en felicidad con el propio Zeus (cit. por Hadot en ídem). Al igual la reflexión epicúrea siguiente: Démosle gracias a la Naturaleza que ha hecho que las cosas necesarias resulten fáciles de obtener y que las cosas difíciles de alcanzar no resulten necesarias (ídem).
Como notamos, la curación del alma requiere cierto esfuerzo filosófico que refiere a los ejercicios espirituales. Entre sus remedios encontramos el tetrapharmakon, el cual requiere siempre recordar y tener presente: los dioses no son temibles, la muerte no es una desgracia, el bien resulta fácil de obtener y el mal sencillo de soportar. Las diversas sentencias epicúreas responden a la aplicación de  ejercicios espirituales.
La meditación será un entrenamiento para relajarse para superar la presencia mental de visiones de cosas y hechos dolorosos. Para ello debemos tener presente el recuerdo de los placeres pasados y gozar de los placeres presentes. Vivir en el presente, renovar la tranquilidad y la serenidad, experimentar una profunda gratitud hacia la naturaleza y la vida, de eso se trata vivir epicúreamente.
Sin embargo el presente es distinto para los estoicos y para los epicúreos. Para los estoicos implican una continua tensión espiritual, de una atención permanente, de una vigilancia sin pausa de la conciencia moral. Para los epicúreos supone una invitación a la relajación, a la tranquilidad, a la serenidad: separarnos de las preocupaciones que se nos instalan en nuestra mente al mirar hacia el pasado o al futuro, restándonos fuerza para la gracia y gozo del experimentar el simple placer de existir y contemplar, así, a la eternidad en el instante. La vida epicúrea se complace en observar los ejercicios espirituales que nos lleven a encontrarnos con el placer intelectual por la contemplación de la naturaleza, la rememoración de los  placeres pasados y presentes (mas no los futuros!), y el placer, por último, de la amistad. La amistad como un ejercicio espiritual que nos lleva a practicarla en espacios relajados y de forma alegre, la amistad implica la confesión de faltas y el correctivo fraternal (ayuda mutua para enmendar nuestros errores), ambos ligados a un examen de conciencia. Todos deberían ayudar a crear el ambiente  adecuado para que se  abra el corazón. De lo que se trata antes que nada es de ser feliz, y el afecto mutuo, la confianza con la cual uno se apoya en los demás, contribuyen más que cualquier otra cosa al bienestar (cit.  por Hadot, ibid:33).




Michel Rajkovic, fotografía



IV

Aprender a dialogar

En este tipo de ejercicio el filósofo paradigmático es Sócrates, el cual  hará una permanente práctica de tales beneficios para la historia de la conciencia occidental, pues su vida ha sido una llama de lucidez  para el incentivar el gusto por observar y desarrollar una conciencia moral o una búsqueda de la virtud moral, como  podemos igualmente referirnos a él.
Hadot, contra viento y mareas académicas, nos dice que los diálogos socráticos  la verdadera cuestión que se ventila  no es  de qué se habla, es decir, cuál es el tema en cuestión, sino aquel que habla, lo que refleja para la conciencia virtuosa y moral del individuo respecto a su desempeño ante la ciudad y el conocimiento que aparenta sustentar. Al Sócrates comenzar un diálogo sobre cualquier tema lleva el hilo del discurso por múltiples perspectivas o direcciones, obligando a su interlocutor a rendir cuentas sobre sí mismo, de cómo  vive en la actualidad como  de la forma que ha vivido en su pasado. Al llegar ahí Sócrates se va, no antes de haber sometido  todo lo dicho de la manera más bella y dialéctica, con lo que nos presenta la fuerza original de su autoridad filosófica. Esto tiene como fin de hacer más prudente a la persona con la que ha discurrido el diálogo a tiempo real.
En el diálogo su interlocutor no aprende nada; el filósofo no tiene nada que enseñar, bien dice reiteradamente que lo único que sabe es que no sabe nada. Su preocupación esta en despertar o alertar al pensamiento (phronesis), la verdad de sí (aletheia) a al alma (psyche). En el fondo lo que hace con sus contemporáneos es a invitarlos a un examen de conciencia, a una especie de psicoanálisis a la antigua (y no edípico ni pansexual), es decir, sobre el barro de las calles, cuidando del progreso interior de cada quien. No cuido en absoluto aquello que suele preocuparnos a la mayoría de la gente: asuntos de negocios, administración de bienes, cargos de estratega, éxitos oratorios, magistraturas, coaliciones, facciones políticas. No me siento atraído por este camino…sino por ese otro que, a cada uno de vosotros en particular, le haría el mayor bien,  intentando  convencerle de que cuide menos lo que tiene y que cuide más lo que es, para convertirle en alguien lo más excelente y razonable posible (Platón: Apol. Socr. 36c,1). Independiente de las faltas  que haya cometido hay que ocuparse de sí mismo de manera permanente y de forma consecuente y, sin embargo, su acción ante los demás, los arrastra a practicar un ejercicio espiritual  practicado  en común, en dirigir, mediante un examen de conciencia,  a dirigir la atención sobre sí mismo: conócete a ti mismo. Tal situación de explorarse a sí implica un reconocimiento  de saberse no-sabio, es decir, no un sophos, sino de un philo-sophos, es decir, aquel que está en el camino, en la búsqueda de la filosofía, en reconocer su ser esencial, es decir,  en saber separar aquello que nos constituye de lo que no, o de comprendernos a nuestra conciencia moral examinándola.
Los distintos retratos de este filósofos legados por los escritos de Platón, Jenofontes, Aristófanes, nos lo muestran como un maestro del diálogo consigo mismo, del diálogo interior y, por ende para Hadot, en un maestro en la práctica de los ejercicios espirituales; un maestro  que es capaz de desplegar una extraordinaria concentración mental (ibid:35), como nos lo muestra el Banquete al concentrarse (meditar), antes de entrar a la celebración del premiado Glaucon, o en las palabras de Alcíbiades al describirnos lo ocurrido en la expedición de Potidea y permanecer el filósofo todo un largo día  y una noche de pie, concentrándose en sus pensamientos.  La cita de Las Nubes de Aristófanes que nos da Hadot es demasiado explícita a esto referido, al hablar de las prácticas socráticas: Ponte a meditar ahora y concéntrate a fondo;  por el medio que sea repliégate sobre ti mismo mientras te concentras. Si te estancas en algún momento corre rápidamente hacia otra parte…No centres siempre tu pensamiento en ti mismo, sino que deja que tu espíritu comience a volar por los aires como si fuera  un abejorro al que un hilo retuviera en el suelo (Las Nubes, versos 700-706; 740-745; 761-763. Cit. en Hadot, ibid:36).
El dialogo consigo mismo es una meditación personal y un motivo relevante para los discípulos socráticos. Nos refiere el texto la respuesta que Antístenes da  al preguntarle por el provecho sacado  de la filosofía: el de poder conversar conmigo mismo (ídem). Hay un significado profundo tanto en el diálogo con otro como consigo mismo. Quien propicia un verdadero encuentro con el otro es capaz de hacerlo verdaderamente consigo mismo, resultando lo contrario también verdaderoEl diálogo solo llega a ser verdaderamente diálogo  en presencia ante otro y ante uno mismo (ibid:36).
Nos señala que se debe tener atención a los diálogos platónicos porque pretenden ser modélicos, no  son  escenografía de diálogos reales sino composiciones literarias que representan las condiciones de un dialogo ideal (ídem) y a tiempo real, en lo que es un desarrollo propio que nos ilustra el conversar socrático en un día cualquiera de la ciudad de Atenas. Un dialogo en que su recorrido va fluyendo por un acuerdo previo, constantemente mantenido, entre alguien que interroga y alguien que responde. Lo dialéctico estriba no en el conocimiento aportado por las respuestas sino porque las respuestas fundamentan  lo que el interlocutor reconoce por su parte saber, lo cual hace que no se tome al diálogo como  una exposición teórica y dogmática, sino que todo diálogo se transforma en una práctica concreta de un ejercicio espiritual, de esclarecerse tanto Sócrates como al personaje interrogado; una conversación que pareciera no tratar de imponer ninguna doctrina sino inducir al interlocutor a cierta disposición mental, a un examen del alma, de la conciencia: es una lucha amistosa, pero un enfrentamiento de todas maneras.  Lo que nos refiere Hadot del diálogo como ejercicio espiritual es que este tiene como objetivo primordial el obligar a uno mismo a cambiar de punto de vista, de actitud, de convicción, lo cual entraña, igualmente, una lucha consigo mismo; ponerse en situación de enfrentar y absolver el conflicto al comprender que, al cambiar del punto de vista sostenido erradamente, nos hemos aclarado cierta confusión y error personal, lo cual redunda en satisfacción personal. Cada grado de elevación de nuestra conciencia requiere  ser conquistado con un esfuerzo. No se trata sólo de exponer la verdad, de demostrarla y asumirla, es necesario convencer, en utilizar la psicagogia, es decir, utilizar el arte de seducir al espíritu. Ello requiere de un acuerdo entre las partes enfrentadas por mantener el diálogo no sólo de forma retórica sino dialécticamente, lo cual implica una transformación y evolución, devenir y  complejidad ante lo tratado y la conciencia del implicado. Se trata de inducir al interlocutor a descubrir  las contradicciones y falsedades, los puntos débiles o errados de sus propias convicciones, y admitir hasta una conclusión imprevista. Se trata de descubrir, por un método más sencillo, lo que la razón nos aconseja y lo que consideramos como cosa secundaria o principal, donde lo más importante es el método, junto a su proceso de recorrido, que nos lleva a dividir el problema en distintas perspectivas más que el mismo resultado.
Es por lo que el diálogo socrático y platónico viene a ser un modelo de ejercicio espiritual. Y ello porque conduce al interlocutor, de modo discreto, a una conversión; esto en la medida que el interlocutor aspire verdaderamente a dialogar para dilucidar cierta verdad de sus criterios, sometiéndose a las exigencias racionales del logos. Este acuerdo es un acto de fe para estar a la altura de Sócrates: Puesto que tengo fe en la verdad de la virtud he decido buscarla contigo (Menon, 81e). El dialogo  emprende un ascenso común a la verdad y hacia el Bien. Y  por otra parte, todo ejercicio dialéctico es para Platón, al estar constreñido a las exigencias del logos, un ejercitar al pensamiento puro, separando al alma de lo sensible y conduciéndola a una amplitud de captar y comprender al Bien. En palabras de Hadot: Consiste en un itinerario del espíritu hacia lo divino (ibid:39).



F. Amenaga, fotografía


V

Aprender a morir

El otro ejercicio espiritual que nos expone este autor está centrado en el saber morir y lo que implica este saber en relación misteriosa persistente entre lenguaje y en acto de desaparecer en tanto ser existente. Refiere a ello a través de una cita de Brice Parain, que dice: el lenguaje se despliega sólo a partir  de la muerte de los individuos. Frase enigmática en la que el logos representa la exigencia de una racionalidad universal  -por medio de conceptos o formas que pretenden ser normas inmutables, permanentes- que se oponen al permanente fluir de la vida, al devenir indetenible y de los apetitos o deseos cambiantes, anclados en nuestra existencia corporal individual. Este conflicto de ser fiel a la norma inmutable  del logos implica  el riesgo de perder  la capacidad de fluir con la vida, de encontrar el movimiento natural de las cosas. Tal es la historia de Sócrates, el cual muere por su fidelidad al logos  en tanto nomos y un reiterado separarse de la phusys (naturaleza).
Para Hadot la muerte de Sócrates es lo que da pie a que Platón funde su concepción de la filosofía. La pregunta que nos  ofrece Hadot es  que acaso ¿no consiste la esencia del platonismo, en efecto, en la afirmación de que el Bien es la razón última de los seres? (ibib:39). Hadot responde con una cita de un filósofo neoplatónico del siglo IV: Si todos los seres son seres en virtud  exclusivamente de la bondad y en cuanto que partícipes del Bien, entonces será preciso    que el principio rector sea un bien capaz de trascender el ser. Tenemos aquí  una prueba evidente: las almas de mayor valor desprecian el ser por causa del Bien,  poniéndose con  gusto  en peligro  en beneficio de su patria, de aquello a los que aman o de la virtud. Se ama más a la  esencia  en tanto idea que la esencia del ser en cuanto existente, en tanto ser vivido, presente. Es por lo que Sócrates ante la muerte decidió aceptarla por amor a la virtud, sin renunciar a las exigencias de su conciencia respecto al logos; prefirió  el Bien (su/una idea), al ser (al existir); prefirió la consciencia o el pensamiento a su existencia corporal, particular. La filosofía  es entendida por él como un tender a vivir en lo universal en tanto que Bien, en tanto esencia eterna, superando lo contingente, su finitud, su ser corporal. Cosa que hoy pondríamos en duda la mayoría de los pensadores, hasta los mismos platónicos. El problema que se presente es que se convierte al logos en otro mytos, en pretender acorralar al cuerpo por la supremacía de un alma inmortal, que termina siendo otro producto más de la mente, en el manejo imaginario de los símbolos del lenguaje y en la convicción de fe respecto a la verdad de las cosas en tanto ideas eternas, es decir,  a la platónica.
La elección de escoger al logos del pensamiento por encima de la contigencia de la corporalidad es lo que característica esta apuesta socrática por la filosofía, en que se la caracteriza  por un aprendizaje, un ejercicio de aceptación tranquila de la muerte. Pareciera ser que esta postura  socrático platónica, expuesta por Hadot, conduce a mantener el deseo  de someter la existencia del propio cuerpo  a exigencias superiores del pensamiento, lo cual particularmente podemos poner en duda al presentar con tanto énfasis al pensamiento en tanto exigencia superior del ser  como casi separado del cuerpo. Pero si seguimos este juego de lenguaje socrático  encontramos que a Sócrates sólo le queda afirmar lo que indica en el Fedón: así pues, es cierto que quienes, en el sentido exacto  de la expresión, se tienen por filósofos se ejercitan  para morir, y que la idea de estar muertos no resulta para ellos, o en todo caso menos que para cualquier otro en el mundo, motivo de espanto (Fedón, 67e; véase también 64ª y 80e). Esta concepción que nos plantea esta frase es coherente con la postura de la separación de espiritual del alma del cuerpo: separar al alma lo más posible del cuerpo y acostumbrarla a concentrarse y a recogerse en sí misma, retirándose de todas las partes del cuerpo, y viviendo  en lo posible  tanto en el presente como después sola y en sí misma, desligada del cuerpo como de una atadura (ibid, 67c).  Dos cosas encontramos en esta frase, primero que hay que aprender a habituarse, acostumbrarse en aprender a vivir y distinguir el alma del cuerpo, propio de un ejercicio espiritual platónico, y el aprender a morir puede comprenderse como en retirarse del mundo fenoménico, de la ilusión del devenir del mundo  que nos lleva a retirarnos del cuerpo  sensible y emerger la vivencia del alma (que de todas formas es una experiencia sensible, aunque no se vea aquí claramente, es decir, una experiencia que requerimos tener un cuerpo para darle vida y existencia a la concentración en el alma). Hadot advierte, de todas maneras, que esta experiencia narrada en el Fedón no tiene que ver para nada con un estado alterado de la conciencia, como pudiera ser un estado de trance o cataléptico, en la cual el cuerpo perdería la conciencia y por medio de ello se llevaría al alma a un  estado de vivencia sobrenatural. Lo que debemos tener  claro es que, en este pasaje del Fedón, como lo advierte Hadot,  el alma quede liberada, despojada de las pasiones ligadas a los sentidos corporales, con el fin de independizar al pensamiento (Hadot, ibid:40). En el Fedón (65e; 66c), encontramos la idea de un alma serena de pasiones, que sigue el autodominio que proporciona el razonamiento en todo momento; es como observa Platón la toma de lo verdadero y lo divino, lo cual está más allá de  la opinión (doxa), o del espectáculo  del mundo percibido por los sentidos.
Aquí el ejercicio espiritual propuesto lleva a desentenderse, liberarse mediante un esfuerzo de meditación y clarificación dentro de la propia conciencia de todo punto de vista parcial y pasional, que esté ligado al cuerpo y a los sentidos. Tal ejercicio  debe llevar a un punto de vista universal y normativo del  pensamiento, de un haberse habituado o sometido de forma permanente al logos y a la ley  o idea del Bien. Ejercitarse para la muerte supone, pues, tanto como ejercitarse para la muerte de la individualidad, de las pasiones,  con tal de contemplar las cosas desde la perspectiva de la universalidad y la objetividad (ídem). Ejercicio espiritual quiere decir una disciplina corporal, que en primer término,  reclama una concentración del pensamiento sobre sí mismo, un gran esfuerzo de meditación, un diálogo interior.
El ejercicio espiritual filosófico nos lleva a retirar de nuestro ser al tirano que todos llevamos dentro en la medida que el tirano se expresa por medio del descontrol pasional individual. Es superar la tiranía del deseo.  Ello lo encontramos en la cita de Platón en República (571c), presentada por Hadot: La parte bestial  de nuestro ser…no titubea en intentar acostarse en su imaginación con su madre, así como con cualquier hombre, dios o fiera, o en cometer el crimen que sea, o en no abstenerse de ningún alimento; en una palabra, no carece en absoluto de locura ni desvergüenza. Hadot afirma que tal condición  tiránica personal puede superarse mediante un ejercicio espiritual, en la medida que despertamos la parte racional del alma y alimentar nuestra mente con discursos conducentes y bellos, en desarrollar otras consideraciones de la vida por medio de la meditación sobre sí mismo, cortando todo avance a los deseos que  nos figuran una insaciabilidad permanente; los ejercicios espirituales nos lleva a sosegar esta parte impetuosa de la apetencia descontrolada y en la necesidad imperiosa de satisfacerla, y esto se obtiene por medio de desarrollar una sabiduría personal  que nos conduce a obtener una verdad personal.
Asumir la filosofía como preparación para la muerte es una decisión de extrema  importancia. Para el lector de las palabras de Sócrates en el Fedón lleva tal afirmación a risa, al hacer parecer que los filósofos desean la muerte, que siempre están en trance de morir y, por tanto, bien merecida estaría su suerte. Pero si se toma en serio a la filosofía en este sentido la fórmula platónica  encierra la más profunda verdad (ibid:41), que tendrá un fuerte eco a lo largo de la filosofía occidental. Desde los neoplatónicos, como continuadores de esta saga filosófico pero también en escuelas como la epicúrea, o Montaigne, o en  Jankelevich, o en Camus, por decir sólo algunos de los pensadores que han tomado nota de la filosofía en tanto aprendizaje y reflexionado ante la muerte. Rochefoucauld tiene una fórmula: ni el sol ni la muerte pueden mirarse con fijeza, para los legos, los ojos del filósofo lo asumen frontalmente que al manejarse arroja una particular lucidez ante la vida, el significado de nuestros actos y vivencias toman otro cariz diferente.
Hadot nos refiere distintos puntos de vista de filósofos ante ese fenómeno. Es el caso de los epicúreos, para quienes el tener conciencia de la finitud de la existencia lleva a conceder un valor infinito a cada instante; cada momento de la vida aparece como un evento inconmensurable, único: cada día es para cada quien el último, con ello se tiene la gratitud de tener una hora más es algo concebido inesperadamente. Los estoicos  ven en la enseñanza de la muerte un camino de enseñanza para la libertad. Para Cicerón la filosofía no es sino un comentatio mortis. Para Marco Aurelio la filosofía en tanto perfección moral es esto: pasar cada día como el último. Montaigne, ese estoico moderno lector de Séneca  nos dice que filosofar es aprender a morir. La idea de la muerte transforma el tono de la experiencia interior de nuestras vidas. En Spinoza la filosofía es meditatio vitae contra timor mortis.
Epícteto, parecido a  Marco Aurelio, nos advierte que la muerte se te presente cada día ante la vista y no serás asaltado por ningún pensamiento bajo  ni deseo excesivo. La muerte nos lleva a valorar de forma determinante e infinita al  momento presente; es preciso vivir el momento como si fuera el primero y el único. Y en Heidegger, nos refiere el texto,  la filosofía se presenta como un ejercicio para la muerte, donde la vivencia lúcida  y auténtica de la existencia  reside en la anticipación consciente de la muerte: se trata de elegir entre lucidez u ociosidad (que posiblemente permanecer en una u en otra nos lleve a una desesperación, un ejercitar la existencia en un término medio, en que obtengamos un placer gracias al ocio y un gozo, gracias a la lucidez en distintos momentos por los que transcurre nuestra vida; no es un ejercicio tampoco nada fácil pero tampoco imposible por habitar en los extremos, como requiere el filósofo de la Selva Negra alemana); (todas las referencias en Hadot, ibid:42).
Como hemos visto para Platón el ejercicio filosófico de la muerte es conducir nuestra finitud pasional, nuestra perspectiva particular a traducirse por medio de una visión  en que el mundo se vea gobernado por lo universalidad y la objetividad del pensamiento, alimentado por el permanecer en las esencias últimas de las cosas, es decir, de las formas del logos. Se trata de una conversión (metastrophe) en la que está implicada la totalidad del alma (ídem). Se trata de superar los asuntos humanos, demasiado humanos, para conservar la tranquilidad  en lo posible ante el infortunio: no irritarse, no maldecir(se) aceptando que no se tiene muy claro del todo lo que tengan de bueno o malo los sucesos que emergen ante nuestras vidas;  toda expresión de cólera es una opción de enfermedad y de enfermar. Ningún evento, sea el que fuera, es digno de sembrar en nosotros gran inquietud, sólo la dosis suficiente para no evadirla y superarla; se trata de una vez echados los dados de la vida,  aceptar el modo  que la razón comprenda que sea mejor; se trata de acostumbrar al alma  a darse curación rápidamente y levantar la parte caída y lastimada, suprimiendo la lamentación con el remedio (Platón, República, 604b). Ello desprende un aroma ya que preanuncia al estoicismo, que utilizará máximas y principios para habituar al alma liberándola de las pasiones. Entre ellas se afirma la pequeñez de los asuntos humanos y de elevar el alma a los planos del pensamiento puro o conciencia de sí, diríamos nosotros. Se pide visión de pequeñez de los asuntos humanos, menosprecio de la muerte, permanecer  en lo universal como condición emergente del pensamiento puro. En esto estriba la naturaleza del filósofo de aquel que no lo es; no ocultar nada que  tenga algo de servil; el alma  que ha tocado la totalidad y lo universal se despoja de lo mezquino, pues es un espíritu  que habita en la contemplación sublime de la totalidad del tiempo y de la realidad, es decir, de estar dentro del pensamiento puro, superando el temor y sensación de la muerte como algo temible.
El ejercicio de la muerte está relacionado con la contemplación de la totalidad, de vivir ese espíritu mesiánico  referido por el francés. Se pasa de la subjetividad pasional e individual a la objetividad de perspectiva universal del pensamiento, es habitar en la perspectiva del Todo y superar las ilusiones individuales. Es lo que en la perspectiva de la filosofía antigua significaba poseer una grandeza de alma, la cual vendría a ser  fruto del habitar el pensamiento en su universalidad en tanto logos, una tarea especulativa y contemplativa propia del filósofo en su hacer espiritual ejercitado.
Hadot advierte que la  misma física no escapa a ello.  En tanto ejercicio espiritual puede encontrarse en tres niveles. El primero en constituirse una actividad contemplativa que encuentra su fin en sí misma procurando al alma, al liberarla de las cotidianas preocupaciones, gozo y serenidad (ibid:43). Condición propia de la física aristotélica, al referir al que estudia la naturaleza le reserva dicha actividad maravillosos motivos de goce, remontándose a las causas y ser un verdadero filósofo (De part. animal, 645ª). Lucrecio  encuentra a la naturaleza percibiendo en ella  una divina voluptuosidad (De rerum natura, III,16-30). Para Epícteto contemplar la  naturaleza nos lleva a encontrar el sentido de nuestra existencia; de contemplar la naturaleza como una expresión de la obra divinidad, la cual debemos conocer y observar antes que nos alcance la muerte y en procurar en vivir en armonía con la naturaleza (Epicteto, I, 6-19). Aunque dependiendo de cada escuela puede que la contemplación de la misma vaya cambiando en función de la perspectiva que estime resaltar de ella. En el mundo  clásico se trata no de una física experimental sino imaginativa, como es el caso de Filón de Alejandría:

Quienes practican la  sabiduría están en excelente disposición para contemplar la naturaleza y todo cuanto ella contiene; observan la tierra, el mar, el aire y el cielo con todos sus moradores; gozan pensando en la luna, en el sol, en los demás astros, errantes y fijos, en sus evoluciones, y si bien a causa del cuerpo están atados aquí abajo, a la tierra, dotan de alas a sus almas a fin de avanzar entre el éter y contemplar las potencias que allá habitan, como conviene a verdaderos ciudadanos del mundo. Rebosantes de este modo de una perfecta excelencia, acostumbrados a no tomar en consideración los males del cuerpo ni las cosas exteriores (…) se entiende que tales hombres, en el goce  de sus virtudes, puedan convertir su vida entera en una fiesta (cit. Hadot, ibid: 44).


En sus palabras está el eco de Diógenes el cínico, como advierte nuestro autor, pues para ese Sócrates enfurecido, todos los hombres de bien  deben celebrar una fiesta cada día, la fiesta espléndida de ser virtuoso; un mundo en que lo sagrado y lo divino se vuelve íntimo y más presente que lo que puede escenificarse en todos los ritos y todos los templos.
Otro nivel de la física nos ofrece un ejercicio espiritual  que denota un vuelo imaginario en que nos ayudan a observar los asuntos humanos como cosas sin importancia. Marco Aurelio (XII, 24, 3), es el autor que refiere para Hadot esa convicción: suponte que te encuentras de repente en las alturas y que desde ahí contemplas las cosas humanas y  su variedad ¿no las despreciarías al ver, con el mismo golpe de vista, el inmenso espacio poblado de los seres del aire y del éter?,  postura que también estará en Séneca y se trata de un contemplar la vida desde lo alto para que adquiera otra perspectiva la pequeñez en que se desenvuelven las cosas al colocarlas ante la totalidad de lo inmenso y universal.
Ello lleva al tercer nivel de la contemplación de la naturaleza en tanto phusys. En ejercitar la visión de totalidad, es decir, la elevación del pensamiento al nivel del pensamiento universal. Es procurarse experimentar las palabras de Marco Aurelio (VII, 54): no limitarse a co-respirar el aire que nos rodea sino poder co-pensar con el pensamiento que todo lo engloba; englobar con el pensamiento la totalidad del universo, y así recorrer la eternidad del tiempo. Se muere a la finitud de la individualidad para acceder  por medio de la interioridad de la conciencia de sí en tanto universalidad del pensamiento del Todo.
En el fondo este ejercicio de la muerte implica dos ejercicios (meletai). El primero  es habituar en alejar al pensamiento de todo lo que es mortal. Y así, el segundo ejercicio,  entregarse  a la actividad del Intelecto, propio del neoplatonismo plotiniano (que también agrega una dieta rigurosa vegetariana). La contemplación (theoria), filosófica que implica la felicidad no trata de acumular discursos y enseñanzas, por más que puedan tratar sobre la verdad de las cosas, sino que es necesario el esforzarse para que esas enseñanzas impliquen una transformación de nosotros en tanto naturaleza viviente. Se trata de un despojarse de nuestros defectos en la medida que nos examinamos; de quitar lo superfluo y enderezar lo torcido, purificar nuestro lado oscuro (pasional e irracionalidad) para que surja nuestra propia luminosidad por medio de la virtud o perfección de sí. Dejar de tener en nuestro interior representaciones ajenas a nosotros, en mirar sin dejar de mantener la mirada en lo propio de sí. Sólo semejantes ojos pueden contemplar la belleza, advierte Plotino, y ello nos lleva a poder conocer la idea del Bien.  El ejercicio espiritual implica una conversión y purificación moral. El alma (Sócrates-Platón), o el intelecto (Plotino) es observar el Uno  vendrá a ser principio de todas las cosas.






VI

Aprender a leer

La lectura de textos en el quehacer filosófico antiguo presentada por Hadot nos da una idea de que el filosofar estaba centrado en realizar estas prácticas transformadoras contemplativas individualmente bajo la guía de una corriente a elegir, sea epicúrea, platónica, cínica, etc. Es por lo  que advierte que  al leer las obras antiguas se debe tener la perspectiva concreta  que nos señala su verdadero significado. En otras palabras, aprender a leer es realizar una lectura de estos escritos  prestando una máxima atención  a la actitud existencial que  que cimenta su edificio dogmático (ibid:52).  Sean los diálogos de Platón, las notas de los cursos de Aristóteles, los tratados como los de Plotino, etc., este filósofo francés nos dice que se deben leer tomando en consideración  la situación de una escuela filosófica, en el sentido más concreto del término, en la cual el  maestro educa a sus discípulos intentando  conducirles a la transformación y realización de sí mismos. Todas ellas tienen  una serie de contradicciones y apreciaciones debido a su intención  pedagógico, psicagógico y metodológico. En toda obra filosófica debemos considerar que siempre está implícito un diálogo, por lo cual puede que se preste a diferentes interpretaciones y por ello  los historiadores modernos  encuentran sorpresas en las obras de los filósofos antiguos.  En tales obras el pensamiento siempre está en confrontación y, por ende, no puede  expresarse según las necesidades puras  y absolutas de un orden sistemático, puesto que deben tener en cuenta el nivel del interlocutor y el tiempo concreto  del logos en el cual se expresa (ibid:53). Donde cada logos viene a expresar un sistema, pero el conjunto de los logois escrito por  un autor no conforma un sistema final o total, sino que dependiendo del interlocutor o discípulo (o lector, en nuestro caso), tendrá distintas modalidades de exponerse y llevarse a la práctica.
Es la advertencia que se nos da con Aristóteles, por ejemplo, del que nos dice  que las lecciones de este filósofo  eran eso, lecciones y es un error, que ha sido cometido por muchos intérpretes del estagirita,  el olvidar que sus obras eran apuntes de cursos y pensar que se trataba de manuales  o tratados sistemáticos destinados a ofrecer  una definitiva exposición completa  en tanto discurso filosófico sistemático. Los diferentes logoi de Aristótes (como advierte I. Düring), corresponden a  situaciones concretas generadas por determinado debate escolar. Son respuestas que se dan dependiendo de las condiciones en que se presentaban. Aristóteles no pretendió  dar, de forma absoluta,  un sistema totalizador de la realidad. Sólo quería enseñar a sus alumnos los métodos adecuados en lógica, ciencias naturales, en moral, etc. Y tomar puntos de partida diferentes. Por otra parte los cursos de Aristóteles  eran  un methodoi, lo cual corresponde también al espíritu e influencia que hay en él de la escuela platónica, que antes que nada era una escuela de enseñanza, plateada en vistas a  jugar eventuales papeles políticos, y un instituto de estudios desarrollados  en un ambiente donde imperaba abiertamente el debate (ibib: 54). Como lo señala la larga cita de Düring referida por Hadot (ibid:54):

“Lo que caracteriza  la técnica de Aristóteles es el hecho de encontrarse siempre en disposición de discutir un  problema. Cada uno de los importantes resultados a los que llega es casi siempre respuesta a una cuestión planteada de modo determinado, no teniendo más valor que el de proporcionar respuesta a esa cuestión particular. Lo realmente interesante en Aristóteles es su planteamiento de los problemas, no sus soluciones. Su método de investigación  consiste en aproximarse  a un problema  o a una serie de problemas afrontándolos desde nuevos ángulos. Su fórmula para designar tal método es: Tomemos ahora otro punto de partida... Al adoptar, pues, puntos de partida muy diferentes sigue  caminos igualmente  irreconciliables entre sí, como sucede por ejemplo en el caso de  sus estudios sobre el alma (…) Si uno reflexiona sobre esto,  habrá sin embargo de reconocer que en todos los casos la respuesta depende exactamente del modo en que el problema ha sido planteado. Este tipo de incoherencias puede entenderse como resultado natural del método empleado (ver: I. Düring, 1966: Aristóteles. Heidelberg, p.29, 33, 41, 226).


Tales palabras, en el aprender a leer las obras clásicas, se pueden aplicar, con sus diferencias, a la mayoría de los filósofos de la antigüedad.




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VII

Conclusiones

Como refiere el texto, los ejercicios espirituales  estaban destinados a adquirir  buenos hábitos morales; hábitos (costumbres), que, para Plotino eran los ethismoi, que llevan a refrenar la curiosidad, la cólera o las habladurías, entre otras situaciones. También exigen una fuerte concentración mental (la meditación, propia de la tradición socrático-platónica) pero  nos lleva a mantener una mirada desde lo alto (que implicaba  la contemplación de la naturaleza, propia de todas las escuelas helénicas). También habrá que gracias a ellos se pueda transformar la sociedad (caso Plotino). El tono afectivo de los ejercicios serán distintos en función de la escuela que se tratara: movilización de la energía y sometimiento al destino entre los estoicos, serenidad y desapego entre los epicúreos, concentración mental y renuncia al mundo sensible entre los platónicos (ibid:48).
Pero entre tal diversidad advierte Hadot la presencia de cierta unidad,  tanto en los medios utilizados como en la finalidad (ídem). Entre los medios utilizados para ello están las técnicas retóricas y dialécticas persuasivas, intentos de control del lenguaje interior, concentración mental. En el fondo todas las escuelas filosóficas antiguas pretendían la realización y mejora de uno mismo.

Las diversas escuelas coinciden  en considerar que el hombre, antes de la conversión filosófica, se encuentra inmerso en un estado de confusa inquietud, víctima de sus preocupaciones, desgarrado por sus pasiones, sin existencia verdadera, sin poder ser él mismo. Las diferentes escuelas  coinciden también en  considerar que el hombre puede liberarse de semejante estado y acceder a una verdadera existencia, mejorar, transformarse, alcanzar el estado de perfección. Los ejercicios espirituales están destinados justamente, a tal educación de uno mismo, a tal paideia, que nos  enseñará a vivir no conforme a los prejuicios humanos y a las convenciones sociales (pues la vida en sociedad viene a ser en sí misma producto de las pasiones), sino conforme a esa naturaleza humana que no es otra sino la de la razón. (idid:49).


Todo ello no busca sino la educación de sí, la mejora y realización de nuestra persona, de adquirir una paideia (una formación), que para todas las escuelas  está aprender a salirnos del cerco de las convenciones y prejuicios humanos tradicionales y de la época. Se trata de formar el libre albedrío y la autonomía de la voluntad individual por medio de una transformación, realización, mejora y modificación de sí. Como el atleta entrena su cuerpo el filósofo entrena y da vigor a su alma, (o intelecto, o mente, o psique, etc), modifica su paisaje interior, cambia su visión del mundo y finalmente a su ser  completo. Es una práctica que implica una disciplina de gimnasia espiritual (ídem). Plotino pide que la filosofía esculpa  tu propia estatua, lo cual no implica únicamente una forma de esteticismo moral, advierte Hadot, que remitiera a la necesidad de adoptar una pose, mantener una actitud, componer un personaje. La esclavitud moral está centrado en  las pasiones descontroladas; la felicidad estaría en la búsqueda de la independencia, la libertad, la autonomía, en los modos de vida simple y esencial, en construir nuestro propio yo y anclarse sólo en lo que depende de nosotros.
Todo ejercicio espiritual implica un regreso a sí mismo, es deslastrarse de  preocupaciones, deseos, representaciones que no dependen de nosotros ni mejoran en realidad nuestras vidas; se trata de convertir a nuestro yo en una individualidad que ha expurgado el egoísmo y las pasiones lacerantes del ser, convirtiéndonos en un sujeto moral, abierto a universalidad cosmopolitita desde la localidad en que realiza su vida, participando de la naturaleza o del pensamiento universal (ibid:50). El sabio es aquel que ha llevado a liberarse de las pasiones en forma absoluta, que posee una lucidez perfecta, un saber que alcanza el conocimiento de uno mismo y del mundo. Sin embargo, lo único alcanzable para el hombre es aspirar a ser filó-sofo, el que ama la sabiduría, y mantiene una progresiva actitud en profundizar la virtud, es por lo que  a su vez debe retomar, mantener y practicar  los ejercicios espiriuales.
La filosofía solicita un apartarse, por momentos (cortos o largos), de la vida cotidiana, centrándose en una conversión que lleva a un cambio absoluto de visión, de estilo de vida, de comportamiento. Esto lo encontramos en los campeones antiguos de la askesis: los cínicos, nos dice  Hadot (ibid:51):

“…su compromiso marcaba incluso una ruptura total con el mundo profano, análogo a la práctica monacal en el cristiano; podía traducirse en una manera particular de vivir e incluso de vestirse, por completo distinta al del común de  los mortales. Por eso podía decirse en ocasiones que el cinismo no era una filosofía  en el sentido habitual de la expresión, sino una forma de vida (enstasis)”.


Toda escuela de filosofía  proponía a sus discípulos una nueva forma de vida.  Por la práctica de los ejercicios espirituales se conducía a una inversión de los valores aceptados, lo que Nietzsche diría como una transvalorización de todos los valores, un ir más allá de las convenciones que reducen al hombre a un ser degradado, sin derecho a superar su frustración y lograr una realización. Se trata de romper con los valores falsos, el afán de riquezas, de honores y placeres para sujetarse a auténticos valores humanos, como el rescatarse para la virtud, la contemplación, la simplicidad  vital y de la felicidad por el mero hecho de existir. Es un decir sí a la vida, como diría el danzarín dionisiaco nietzscheano.  Ante ellos se les enfrentan los no-filósofos, quienes arremeterán con la burla, el escarnio público, la degradación, la cual está presente tanto en la obra de los cómicos como del pueblo en una actitud de hostilidad, como fue el caso de Sócrates.
Este apartarse debió  producir  una alteración en la personalidad de quienes practicaban una postura filosófica pues ello se traducía en una alteración de las formas de percibir y de relacionarse con su circunstancia presente y el mundo en general. Esto hacía que ante la hostilidad del resto esta transformación por la filosofía debía retomarse permanentemente, haciendo casi imposible vivir en todo momento  en la filosofía y se abandonaban a los hábitos convencionales de la existencia cotidiana. La filosofía como una terapéutica  permanente en búsqueda de la autonomía y de la libertad interior, la serenidad de conciencia cósmica del sabio que percibe  el orden del mundo  (Arnaiz, 2007).
La filosofía se nos muestra, según esta propuesta de Hadot,  no en una elaboración teórica, sino como un método de formación que integra y exige una nueva forma de vivir y percibir el mundo. Se trata de comenzar, una vez más, de pensar la filosofía como una forma de vida; la filosofía como un intento de transformación del hombre pero desde el reducido límite corporal existencial de su individualidad. Antes de ser un evento intelectual social es un cambio y atención a nuestra manera de vivir, de una terapéutica de las pasiones, de un observar cierta naturaleza de ser comportándose por medio de una razón vital y no instrumental. No es una meditación automática y fijada por modelos, es una búsqueda personal en que la meditación de sí y sobre sí nos lleva a un permanente ejercicio espiritual hacia el encuentro de nuestra verdad (parcial) personal al embriagarse en la percepción de la unidad con el todo. Serenidad, separación ante lo banal, indiferencia ante lo indiferente (las cosas inanimadas), conciencia moral, y simple gozo de existir, parece poco pero cuan pocos alcanzan tal condición.




Bibliografía


Hadot, P., 1998: ¿Qué es la filosofía antigua? Ed. F. C. E. México
      2006: Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Ed. Siruela.  Barcelona
                  2007: Wittgenstein y los límites del lenguaje. Valencia: Pre-Textos.
      2008a: N’oublie pas de vivre. Ed. Albin Michel. Paris.
                  2008b: Elogio de Sócrates. Barcelona: Paidós.  
                  2008c: Mis ejercicios espirituales. Entrevista realizada por Thierry Grillet. Ver:                hhttp://bibliobs.nouvelobs.com/essais/20080710.BIB1719/mes-exercices- spirituels-par-pierre-hadot.html
                   2009: La Filosofia como forma de vida. Ed. Alpha Decay. Barcelona.
                   2011: La Mirada desde lo alto y el viaje cósmico, trad. D. De los Reyes, en:
                   2011: La presencia es la única diosa que adoro, trad. D. De los Reyes en:

Pol-Droit, R.: 2002 La compagne des philosophes. Ed. Odile Jacobs. Paris.
           2003: 101 experiencias de filosofía cotidiana. Grijalbo. Barcelona.

Arnaiz, G. 2007: Relevancia de las aportaciones de Pierre Hadot y Michel Onfray para la Filosofía Práctica. En A parte Rei. Revista Filosófica, julio 2007.


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