martes, 1 de noviembre de 2011



Lo absoluto del saber absoluto

Jorge Aurelio Díaz*

Hegel


El propósito de este escrito es relativamente sencillo: busca 
 examinar el sentido que le otorga Hegel a su fórmula de ‘saber
absoluto’, con la cual titula el capítulo final de la Fenomenología
del Espíritu, analizándola desde una doble perspectiva. Por una
parte, como respuesta a la búsqueda, suscitada por Descartes, de
un saber que se halle exento de toda posible duda: ‘saber absoluto’,
en este sentido, vendría a significar un saber que se fundamenta a
sí mismo, un saber que no necesita de una ulterior justificación.
Absoluto tiene entonces un sentido claramente etimológico: se
trata de un saber que no depende a su vez de otro saber, que se
halla suelto (ab-solutum), es decir, que, a la vez que constituye el
fundamento de todo otro saber, él mismo es, en alguna forma, su
propio fundamento.
Pero, por otra parte, ‘saber absoluto’ tiene también un sentido
religioso, ya que el capítulo desempeña la función de síntesis dialéctica
de los dos capítulos anteriores, titulados respectivamente
como ‘espíritu’ y como ‘religión’. El primero, el espíritu, dicho en
términos muy generales, corresponde al proceso de culturización
(Bildung) de Europa a partir del mundo griego, y el segundo, al
desarrollo de la religión como la autoconciencia propia de cada cultura,
como la forma en que cada cultura plasma sus más elevados
ideales. En esta perspectiva, el ‘saber absoluto’ corresponde a la
puerta de entrada a la filosofía, o al sistema filosófico, que debería
desarrollarse luego de la Fenomenología, y al cual ésta servía de

Introducción. En este saber la religión es ‘superada’, en el sentido
hegeliano de la palabra, es decir, suprimida, a la vez que elevada
y conservada. En otras palabras, en ese saber la religión llega a
su culminación, al elevarse por encima de sí misma, y hallar, en
esa nueva forma, su verdadera realización, el sentido pleno de
su esencia. Esa ‘superación’ lleva a cabo, según la dinámica del
movimiento dialéctico, la síntesis entre ‘espíritu’ y ‘religión’, es
decir, que la trascendencia que caracteriza a lo religioso se integra
con la inmanencia propia de lo cultural. Veremos en qué sentido
se lleva a cabo esta síntesis.
Ahora bien, esta última figura de la conciencia no ha dejado
de suscitar cuestionamientos por parte de los comentaristas del
pensamiento hegeliano, al ver en ella una pretensión que resulta a
todas luces exorbitante: la pretensión de un saber absoluto vendría
a significar, por una parte, que la filosofía habría llegado a su culminación,
al haber alcanzado un conocimiento ajeno por completo
a toda crítica; y, por otra, que la religión habría llegado a su fin,
al haber sido absorbida plenamente por el saber especulativo. En
uno y otro caso cabría pensar en un claro exceso especulativo.
Una presentación general de esta clase de críticas podemos encontrarla
en el excelente artículo de Luis Eduardo Gama, titulado:
El camino de la experiencia: la Fenomenología del espíritu, donde, luego
de hacernos una muy clara exposición de la obra, resaltando el
papel central que juega la experiencia en el pensamiento hegeliano,
se refiere al final del movimiento de la conciencia, es decir, al saber
absoluto. Señala cómo se han presentado dos interpretaciones de
esta última figura de la conciencia. Mientras que para algunos
significa “una prueba del carácter cerrado del sistema hegeliano,
impermeable a formas de experiencia históricas distintas a las que
Hegel analizó”; otros, en cambio, señalan que “no puede haber un
cierre definitivo o un telos sustancial del sistema, en una filosofía
que insiste de una manera tan radical en la autonomía del pensamiento”
(Gama, 2008, p. 165).
Es cierto que Gama no toma partido por ninguna de las dos
interpretaciones, aunque señala cómo “el agudo análisis hegeliano
de la experiencia humana no pierde en profundidad o pertinencia
por el hecho de que quizás Hegel, movido por el prejuicio metafísico
de una razón absoluta totalizadora, hubiese hecho concluir
la experiencia en un punto determinado” (Ibd.). Y en términos
parecidos se expresa Heidegger, cuando, al describir la conflictiva
relación entre Hegel y Schelling, y el disgusto de este último por
la crítica hecha a su pensamiento en el texto de la Fenomenología,
nos dice:
Hegel, por el contrario, ha reconocido siempre las grandes ejecutorias
del amigo más joven, que una vez había llegado a ser
famoso antes que él. Esto tampoco ha debido costarle mucho,
años después, pues él se sabía en posesión del sistema absoluto
del saber absoluto, y desde esa posición de todas las posiciones
podría dejar valer también a aquellos que él tenía por secundarios.
(Heidegger, 1985, p. 15)
En otras palabras, Hegel habría llegado a creerse en posesión
de un saber que estaría por encima de todos los saberes y que, por
su carácter ‘absoluto’, se hallaría exento de toda posible crítica, a
la vez que estaría en condición de señalar el lugar relativo de todo
otro sa ver. Las experiencias humanas habrían llegado a su fin, y
con ellas la filosofía, de modo que a los pensadores venideros sólo
les cabría la suerte de repetir una y otra vez lo ya logrado. El ‘sistema’
de pensamiento que se desarrollaría a continuación vendría
a ser así el sistema por excelencia, un saber de lo real que nunca
podría ser ‘superado’, en ninguno de los sentidos de este término.
Sin embargo, es claro que esa interpretación del significado
de ‘saber absoluto’ no puede menos que contradecir de manera
flagrante, no sólo la insistencia hegeliana en la autonomía del
pensamiento, sino igualmente, y sobre todo, el carácter histórico
del mismo. Tal vez ningún filósofo anterior a él haya tenido tan
clara conciencia de que su pensamiento se hallaba radicalmente
condicionado por el tiempo histórico de su aparición. Mal podría
él pensar en un final del mismo que clausurara toda apertura hacia
un futuro impredecible.
Creo que una lectura serena del pensamiento hegeliano nos
permite señalar que el sentido de un saber absoluto sólo puede
ser el de un saber que ha alcanzado la conciencia humana en un
momento dado de su desarrollo histórico, y que constituye un
hito imprescindible en ese mismo desarrollo; hito que, a la vez
que corona los esfuerzos del pasado, establece un punto de partida
para los desarrollos posteriores. Hegel, como muchos de sus contemporáneos,
estaba convencido de que en su momento histórico
se hallaba asistiendo a la terminación de un largo periodo cuyos
orígenes se situaban en Jerusalén y en Atenas. Ya no se trataba
de una peripecia más en la ya larga historia de Europa, sino de la
ejecución de su acto final. ¿Qué vendría después? Es algo que Hegel
se negaba a predecir, convencido como estaba de que la filosofía
sólo podía mirar hacia el pasado, ya que, buscando la verdad sin
concesiones, sólo puede hallarla allí donde ya la historia se ha
cancelado. Lo que ha sucedido es verdadero sin remedio, y no da
lugar para predicciones o suposiciones, sino que está ahí para ser
comprendido; mientras que el porvenir pasa de manera inexorable
por la voluntad de los seres humanos, de modo que su resultado
viene a ser por completo impredecible para la razón.
Es en este sentido, y sólo en éste, como Hegel puede hablar de
manera consistente de un final de la historia y, correlativamente,
de un saber absoluto. Al hacer el balance de la historia pasada, a
la cual puede contemplar desde un mirador excepcional como el
de la Revolución francesa, cuya significación, a los ojos de Hegel,
marca el fin de la historia europea, él cree poder señalar un nuevo
saber alcanzado por la conciencia a lo largo de ese recorrido: un
saber para el cual la realidad no puede ser comprendida sino como
autoconciencia, para el cual toda objetividad debe entenderse como
un momento de la subjetividad como tal.
Ahora bien, formulado así el objeto de dicho saber, si bien
es cierto que parece escapar a los excesos en que parecía caer,
sin embargo no deja de causar honda extrañeza. ¿Cómo así que
la realidad debe ser entendida como autoconciencia? ¿Acaso la
realidad no es precisamente, como lo había señalado muy bien
Descartes, lo otro del sujeto, lo otro de la autoconciencia? ¿Cómo
pretende Hegel dar un salto desde el sujeto hasta la realidad sin
ningún intermediario, cuando Descartes, para superar ese abismo
que él mismo había labrado con su duda radical, se había visto
obligado a buscar apoyo en la veracidad divina, sin lograrlo? (AT
VII 34ss.) Recordemos su prueba de la existencia de Dios, y la
certera objeción presentada por el teólogo Antoine Arnauld, el
llamado ‘círculo cartesiano’ o ‘círculo de Arnauld’ (ver: Hoyos).
Es cierto que para entender todo el significado de la tesis
hegeliana acerca de un saber absoluto haría falta recorrer con paciencia
el largo camino que nos presenta la Fenomenología, desde la
experiencia ingenua de un saber inmediato, hasta la comprensión
especulativa de su radical inversión, en la cual consiste ese ‘saber
absoluto’. Sin embargo, ello no debe ser óbice para que intentemos
comprender al menos los rasgos generales de la tesis que Hegel se
propuso sustentar: que la realidad tiene la forma de la subjetividad,
de modo que entre el sujeto que piensa y la realidad pensada no
existe ningún abismo, sino una identidad dialéctica, es decir, una
identidad que no descarta la diferencia, sino que la asume como
su propio elemento. Es precisamente por ese acto de ruptura o de
separación que establece la conciencia con su acto reflexivo, gracias
al cual ella se pone como lo otro de la realidad y pone la realidad
como lo otro de sí, que esa misma realidad despliega su forma de
autoconciencia. Dicho en otros términos, no se trata propiamente,
como pensó Descartes, de que la conciencia trate de alcanzar un
mundo que le es ajeno, precisamente porque ella misma lo apartó
de sí mediante su reflexión. Se trata de que el sujeto, al tomar
conciencia del sentido de su acto reflexivo, gracias al cual él se
pone a sí mismo y pone la realidad como su otro, comprenda que
en él y por él la realidad está tomando conciencia de sí. El saber
especulativo no es un esfuerzo de un sujeto por apropiarse de un
objeto que le es ajeno, sino el acto mediante el cual la realidad
misma, en el sujeto y por el sujeto, toma conciencia de sí y expone
la forma de su propio devenir.
Para comprender mejor esto tendremos que precisar algunos
conceptos, y tratar de encadenarlos de manera coherente. Con lo
cual analizaremos el primer sentido del ‘saber absoluto’, es decir,
su sentido epistemológico u ontológico: nos dice que se trata de un
saber fundamental para el cual lo que es tiene la forma del pensamiento,
de un saber para el cual existe una identidad diferenciada
entre el sujeto que conoce y el objeto conocido.
Como lo hemos señalado antes, Hegel desarrolla su argumentación
tomando como punto de partida nuestro saber espontáneo,
inmediato, ingenuo, al que llama ‘certeza sensible’. Se trata de
la convicción espontánea que tiene la conciencia en el momento
mismo de confrontar la realidad: ella considera que esa realidad
se halla compuesta de singulares únicos e irrepetibles; cada cosa
es ella misma y nada más, de modo que su propia afirmación es
también la negación de todo otro. Pero, al analizar este pretendido
saber, hallamos que las cosas sólo pueden ser dichas, sólo podemos
referirnos a ellas, en la medida en que se muestran como poseedoras
de cualidades comunes, de determinaciones que expresamos con
términos de carácter universal: mesa, silla, madera, etc. Expresado
en términos hegelianos, al reflexionar sobre la realidad, ésta a
su vez se reflexiona sobre sí misma al diferenciar en sí un núcleo
interior, al que llamamos sustancia, y una serie de determinaciones
o cualificaciones que constituyen sus predicados. Las cosas
se muestran así como verdaderos singulares universalizados: son
cosas singulares que tienen a su vez un doble carácter universal.
Por una parte, su núcleo interior o ‘sustancia’, aquello que las
constituye como un ‘esto’, es en realidad algo abstracto, igual
en todas las cosas por su misma indeterminación: todas las cosas
son un ‘esto’. Y, por otra parte, sus cualidades o predicados, con
los cuales se caracteriza ese ‘esto’, son a su vez determinaciones
de carácter universal, compartidas por diversos objetos posibles:
‘esto es una silla’, ‘esto es una mesa’.
Estos universales singularizados, o singulares universalizados,
son los que conocemos con el término genérico de cosas. Ya no se
trata de singulares únicos, sino de ejemplares de diversas ‘clases’ o
conjuntos: mesas, sillas, etc. Al acto mediante el cual la conciencia
capta, ya no singulares únicos, sino singulares universalizados,
lo llama Hegel ‘percepción’. Pero la percepción, como la certeza
sensible, tiene también su propia contradicción. Cuando examinamos
esas cosas, nos percatamos de que en realidad implican una
contradicción profunda: si sus cualidades son predicadas de un
esto (p. ej. esto es una silla) ¿qué viene a ser propiamente ese esto?
Como lo había mostrado con mucha razón Hume, ese esto no es
en realidad nada más que una proyección del sujeto que conoce,
mediante la cual establece un sujeto virtual de las determinaciones
o predicados que se le atribuyen. La pretendida sustancia de las
cosas, o se reduce a sus determinaciones universales, o desaparece
cuando se la considera como distinta de ellas. De ahí que la realidad
deba ser concebida por el pensamiento científico, no como
compuesta de cosas, de entidades independientes, sino de fuerzas
que se entrecruzan y entrechocan. A esa nueva perspectiva de la
conciencia, que considera el mundo o la realidad, no como un
conjunto de singulares únicos e irrepetibles, ni tampoco como un
entramado de cosas interrelacionadas pero estables, sino como
un completo ‘juego de fuerzas’, la llama Hegel ‘entendimiento’.
Una vez que la realidad –que nos parecía en un primer momento
sólida, y nos lo sigue pareciendo cuando no reflexionamos sobre
ella– se nos ha desleído entre las manos al tratar de comprenderla,
y se nos ha convertido en un indetenible juego de fuerzas contrapuestas
y de una infinita complejidad, Hegel considera que la
conciencia se halla preparada para dar un giro radical en su manera
de confrontar el mundo.
Porque una realidad que se muestra como puro movimiento, en
la cual nada es consistente ni estable, sino radicalmente pasajero,
no puede por sí misma llegar a tener sentido, ya que su precariedad
ontológica se reduce a un mero presente inasible. Sentido, sólo
podrá llegar a tenerlo para un sujeto que, al tener conciencia de
su permanencia a través del tiempo, es capaz de hacer que surja
un sentido en esa realidad radicalmente pasajera.
Examinemos esto con un poco más de atención. Si la realidad
es movimiento, y éste sólo existe en el mero presente, resulta claro
que su consistencia ontológica es, por decirlo de alguna manera,
mínima. Una realidad pasajera, cuya existencia se reduce a la mera
exigüidad del presente, no alcanza por sí misma a tener sentido
alguno, porque su pasado ya no es y su futuro no es todavía. Para
que surja un sentido será necesario que su pasado y su futuro
sean, por decirlo así, recuperados, recogidos y proyectados, de
modo que sobre ese trasfondo surja el sentido de dicho pasar. Y
es esto lo que sólo puede acontecer gracias a un sujeto que tenga
conciencia. No es que la realidad no tenga sentido, sino que sólo
puede tenerlo para una conciencia que lo haga real: en la realidad
misma dicho sentido sólo existe de manera potencial, como una
posibilidad que, gracias a la conciencia, se vuelve efectiva.
En forma muy resumida hemos presentado las tres primeras
figuras de la conciencia, o las tres primeras ‘experiencias’ que realiza
la conciencia en su intento por comprender la realidad. Como
lo hemos indicado: primero ve dicha realidad como un conjunto
de singulares únicos e irrepetibles, y a esta forma de conciencia la
llama Hegel certeza sensible; luego la comprende como compuesta
de singulares que pertenecen a diversas clases, y a esta figura la
llama percepción; y, finalmente, la realidad se diluye en un mero
juego de fuerzas ante la mirada de una conciencia a la que Hegel
denomina entendimiento. Pues bien, comprender la necesidad de
ese proceso, entender que la realidad no puede menos que desleírse
entre nuestras manos cuando intentamos comprenderla,
nos permite dar el primer paso hacia lo que habrá de ser ese saber
absoluto que tratamos de examinar.
Es importante, cuando leemos la Fenomenología, que no perdamos
de vista esta primera tríada de experiencias, porque constituyen
0el punto de partida que marca todo el desarrollo posterior.
Oigamos al mismo Hegel:
La necesaria marcha o avance de las figuras de la conciencia, que
hemos considerado hasta aquí, para las cuales aquello que ellas
tenían por verdad era una cosa ahí, es decir, algo distinto de ellas
mismas, expresa precisamente esto, a saber, que no sólo la conciencia
de las cosas no es posible sino para una autoconciencia,
sino que precisamente ésta y solamente ésta es la verdad de esas
figuras. (Ph.128; F 271)(1)
Para comprender todo el sentido de esta observación, debemos
tener en cuenta algo que Hegel nos había señalado unas líneas
antes. Al incontenible fluir de lo real lo entiende Hegel como el
verdadero infinito o la verdadera infinitud, ya que implica la inmediata
superación de todo límite, de toda determinación. Y nos dice:
La infinitud o, lo que es lo mismo, esta absoluta inquiescencia
del puro moverse-a-sí-mismo [o del puro moverse a sí misma la
diferencia, o del puro auto-movimiento de la diferencia], y ello
en términos tales que lo que viene determinado de alguna manera
(por ejemplo, lo que viene determinado como ser), resulta que es
más bien lo contrario de esta determinación, ha sido ciertamente
ya el alma de todo lo que hemos dicho y visto hasta aquí […]
(Ph. 126; F. 268)
La experiencia que hace la conciencia humana al buscar
comprender la realidad, la lleva inexorablemente a que ésta se
le muestre como un incontenible devenir, una realidad que bien
podemos llamar heracliteana, en la cual todo fluye (πάντα ρει), y
que el entendimiento busca explicar mediante leyes. Ahora bien,
esas leyes, mediante las cuales las ciencias nos explican la realidad,
no pueden menos de resultar desconcertantes. Porque las leyes en
verdad no hacen otra cosa que transformar aquello que es puro
movimiento, en entidades fijas y discretas que presentan formas
intemporales. En otras palabras, convierten lo totalmente fluido y
circunstancial en algo fijo y permanente. La diferencia universal,
es decir, esa ‘absoluta inquiescencia’, dice Hegel,
[…] se expresa en la ley como la imagen constante del inconstante fenómeno.
Con lo cual el mundo suprasensible es un quieto o quiescente
reino de leyes que queda, ciertamente, allende el mundo percibido,
pues éste no representa ni expone la ley sino mediante constantes
cambios; el cual quiescente o tranquilo mundo de leyes se halla así
mismo presente en él, es decir, en el mundo percibido, y constituye
su inmediata imagen [o copia] quieta. (Ph. 114/115; F. 251).
Si las leyes vienen a ser la verdad de un mundo en completo
movimiento, ellas se muestran como entidades inmóviles, intemporales,
como un ‘tranquilo mundo de leyes’. Pues bien, señala
Hegel a continuación, “ese explicar del entendimiento no es por
ahora sino la descripción de aquello que la propia autoconciencia
es” (Ph. 126/127; F. 269). La quietud de las leyes no es otra que la
quietud de la conciencia, gracias a la cual ese devenir incontenible
adquiere significación.
Entender esto es de la mayor importancia, porque nos hace ver
cómo esas leyes que, por decirlo así, fijan la realidad fluyente, la
atrapan de manera consistente haciéndonos ver la forma permanente
que rige su mismo devenir, esas leyes son la manifestación
objetiva de lo que es la autoconciencia, es decir, “una certeza –dice
Hegel– que es igual a su verdad; porque esa certeza se ha convertido
en objeto para sí misma, la conciencia se es a sí misma lo verdadero
[la conciencia se es a sí misma su objeto]” (Ph. 133; F. 275).
Precisemos esto un poco más. Si la realidad es un incesante
fluir incontenible, sólo podrá adquirir consistencia, y manifestar
de esa manera el sentido de dicho fluir, si disponemos de un punto
de vista fijo, de un referente que se mantenga idéntico dentro del
flujo mismo de ese devenir. Y ese punto fijo es precisamente la
autoconciencia que, sabiéndose a sí misma como idéntica, sirve de
punto de referencia para poder determinar el sentido de la realidad
que fluye. A ello se refería Kant con el concepto de ‘apercepción
trascendental’. Recordémoslo:
A toda necesidad subyace siempre una condición trascendental.
Por lo tanto, tiene que hallarse un fundamento trascendental de
la unidad de la conciencia en la síntesis de la pluralidad de todas
nuestras intuiciones, por consiguiente, también de los conceptos de
objetos [Objecte] en general y, consecuentemente, también de todos
los objetos de la experiencia. Sin este fundamento sería imposible
pensar objeto alguno de nuestras intuiciones, pues éste no es más
que aquello de lo cual el concepto expresa tal necesidad de síntesis.
Y remata en el párrafo siguiente: “Esta condición originaria
y trascendental no es más que la apercepción trascendental” (KrV
A106)(2).
Ahora bien, si la conciencia que lleva a cabo las experiencias de
la Fenomenología ha visto cómo la realidad objetiva se le deshacía
entre las manos, esto la obliga a volver sobre sí para buscar en ella
ese punto de apoyo del cual carece. De ahí que de esta conciencia
de sí o autoconciencia, nos diga Hegel,
[…] no es efectivamente sino la reflexión a partir del ser del mundo
sensible y percibido, y esencialmente un retorno a partir del ser-otro,
o a partir de lo que es otro. La autoconciencia, en cuanto autoconciencia,
es movimiento; pero como no hace sino distinguirse a sí
misma en cuanto a sí misma de sí misma, resulta que esa diferencia
le queda inmediatamente suprimida y superada en cuanto ser otro; la
diferencia no es, y la autoconciencia es solamente la tautología del
“yo soy yo”, que se diría quieta y sin movimiento; ahora bien, si
para la autoconciencia la diferencia no tuviese también la figura
o forma del ser [la figura o forma de algo que está ahí], no es o no
sería autoconciencia […] (Ph. 134; F. 277)
En aras de la brevedad, y para no recargar demasiado nuestra
reflexión, evitaremos entrar en una serie de detalles que, si bien
son de gran importancia para la comprensión de la propuesta
filosófica de Hegel, nos llevarían lejos de nuestro propósito. Digamos
que, con lo señalado hasta aquí, cabe entender, al menos
de manera inicial, que la tesis según la cual la realidad debe ser
pensada a la luz de la autoconciencia comienza a tener algún
sentido. Sin la autoconciencia no resulta posible que la realidad
adquiera significado alguno. Más aún, la solidez que los objetos
de nuestro conocimiento parecen tener, la reciben de la identidad
que caracteriza a la autoconciencia. Pero Hegel pretende algo más,
a saber, que esa realidad tiene en sí misma la estructura del yo, la
estructura de la autoconciencia.
Y para entenderlo hay que introducir el concepto de ‘vida’
como resultado de las consideraciones que acabamos de hacer,
concepto que exige tener en cuenta cómo la realidad, que sólo es
comprensible mediante la autoconciencia en su carácter de lo otro
de ella, tiene en sí misma una cierta consistencia: “El objeto –dice
Hegel– que para la autoconciencia es lo negativo, para nosotros o
en sí ha retornado en sí, al igual que por otro lado lo ha hecho la
conciencia. Y mediante esta reflexión en sí el objeto se ha convertido
en vida” (Ph. 135; F. 278).
En otras palabras, la realidad pasajera es vida en la medida que
en ella misma hay una cierta permanencia. Pero ¿de qué permanencia
se trata? Precisamente de la permanencia de la vida: la realidad
es pensada entonces como una realidad orgánica, viviente. Ahora
bien ¿cómo define Hegel la vida? Tenemos aquí unas formulaciones
típicamente hegelianas, que suelen repetirse hasta el cansancio,
pero a las que pocos parecen prestarle verdadera atención:
A esta infinitud simple [o esta simple infinitud], o concepto absoluto,
hay que llamarla la esencia simple o la simple esencia de la
vida [el ser simple o simple ser de la vida, o que es la vida], el alma
del mundo, la sangre universal que, presente en todas partes, no
se ve enturbiada ni empañada por ninguna diferencia, ni tampoco
interrumpida por ninguna diferencia, sino que es ella misma todas
las diferencias, así como el quedar suprimidas y superadas esas
diferencias, es decir, una vida que es ella misma pulso y pulsación,
pero sin moverse, que es en sí temblor, pero sin perturbación ni
alboroto. (Ph. 125; F. 266)
Y pocas páginas más adelante, cuando avanza en el análisis de
lo que significa la autoconciencia, nos dice:
La determinación [o definición] de la vida, tal como esa determinación
se sigue o se desprende o se obtiene del concepto o del
resultado universal con el que hemos entrado en esta esfera, es
suficiente para caracterizarla (…); el círculo de esa naturaleza comprende
en sí los momentos siguientes: la esencia [es decir, aquello
en lo que consiste el ser o la esencia de la vida] es la infinitud en
cuando un quedar suprimidas y superadas todas las diferencias, es
decir, es ese puro movimiento con que gira el eje mismo, esto es:
el estar en sí quieto ese movimiento o infinitud en cuanto infinitud
absolutamente inquiescente [o inquieta]; es la autonomía misma,
es decir, es el reposar por entero en sí ese movimiento, en la cual
autonomía o en el cual reposar se han disuelto las diferencias
de ese movimiento; es la esencia simple del tiempo que, en esta
igualdad consigo misma, cobra la figura pura, simple y sólida del
espacio. (Ph. 135-136; F. 279)
La vida, nos dice Marcuse en su libro La ontología de Hegel y la
teoría de la historicidad, como movilidad es infinita “porque nunca
se acaba, nunca se agota, sino que se mantiene y es asumida en la
unidad de lo viviente” (260). Y un poco más adelante añade que
la vida.
[…] no es un ente cualquiera entre otros –es más bien un medium,
un medio para todo ente, en el cual todo ente es mediado, de tal
manera que sólo acontece en esa mediación, –una ‘fluidez’ que
acarrea a todo ente, lo empapa y lo penetra todo, y como tal fluidez
constituye precisamente la ‘sustancia de lo entitativo’: aquello
por lo cual lo ente viene a tener ‘consistencia’. Y como tal fluidez
universal la vida no se agota, sino que permanece infinitamente
igual a sí misma como auto-consistencia infinita. (261-261)
Creo que una vez establecido este concepto de vida, como el
movimiento que permanece siempre igual a sí mismo mediante la
diferencia de sus momentos, podemos ahora dar un, salto hasta
el final de la Fenomenología para entender la forma como el texto
nos introduce en el saber absoluto. Y para ello conviene recordar
los tres grandes momentos que desarrolla ese mismo capítulo final
bajo el título de ‘saber absoluto’.
En primer lugar, se analiza ‘el contenido simple del sí mismo
que se presenta como el ser’; en otras palabras, se busca mostrar
cómo el verdadero concepto de ser, de aquello que es en cuanto
que es, tiene el carácter del sí mismo, de la autoconciencia. Luego
se explica cómo la ciencia, es decir, la filosofía, no es otra cosa
que el auto-comprenderse del sí mismo: el ‘conócete a ti mismo’
es visto entonces como el verdadero conocimiento de lo que es.
Y, finalmente, se presenta ese saber absoluto como el retorno al
saber inmediato, al saber simple, es decir, que tal saber no es otro
que el modo de entenderse el sentido común, pero una vez que
ha comprendido a fondo su verdadero carácter de fundamento.
Para nuestro propósito, sólo examinaremos la primera parte,
aquella en la cual se nos muestra cómo el verdadero ser debe comprenderse
como autoconciencia, que viene a ser precisamente la
tesis que señalamos al comenzar este escrito, y que no podía sino
causarnos extrañeza.
Para ello el texto comienza señalando algo que ya conocemos:
que el carácter de objeto se muestra como desapareciente. Para
mostrarlo se recorren de nuevo los pasos que hemos visto, pero
interpretados ahora en el sentido de que el carácter de objeto no
es otro que el resultado de la enajenación o exteriorización de la
conciencia. Una formulación muy hegeliana de aquello que había
dicho Hume: que la sustancia no es más que una proyección del sujeto
fuera de sí. Esto, como decíamos, parece contradecir al sentido
común, pero tiene sentido si caemos en cuenta de que los objetos
no pueden ser objetos sino en la medida en que la conciencia los
determina como tales. Pero determinarlos como objetos significa,
no únicamente recortarlos del conjunto de lo dado, delimitarlos
frente a la totalidad de lo que está ahí. Esa determinación implica
igualmente fijarlos con respecto a la absoluta fluidez de lo real
en cuanto tal. Si la realidad es un absoluto devenir temporal,
radicalmente pasajero, la configuración de un objeto implica, por
parte de la conciencia, que ella logre rescatarlo de ese incontenible
fluir, lo que no puede hacer sino en la medida en que ella misma
no sucumba a dicho devenir. La conciencia no escapa al devenir,
pero, al diferenciarse a sí misma de sí misma, mantiene a la vez
su identidad a través de él.
Configurar un objeto significa entonces que la conciencia,
saliendo de sí misma, proyectándose fuera de sí, se despliegue
como el campo a la vez sincrónico y diacrónico que hace posible
tal configuración. En este sentido, la objetualidad del objeto, su
carácter mismo de objeto, de ob-jectum, de puesto ahí, viene a ser
el resultado de esa enajenación de la conciencia.
Oigamos de nuevo a Hegel:
Para la autoconciencia lo negativo del objeto [el ser el objeto lo distinto
de ella], o el suprimirse y superarse eso negativo a sí mismo,
tiene significado positivo, o la autoconciencia sabe esta nihilidad
del objeto [o es sabedora de esa nihilidad del objeto], porque [resulta
que] es ella misma la que se enajena [o se enajenó], pues es
este enajenarse de la autoconciencia donde (o como) ella se pone
a sí como objeto [conciencia], o, en virtud de la inseparable unidad
del ser-para-sí [la inseparable unidad que el ser-para-sí implica],
pone al objeto como sí misma. (Ph. 549; F. 890)
Aquella certeza que Descartes había logrado por el camino
abstracto de comenzar separando el acto de pensar de todos sus
contenidos y sus formas, para quedarse con el mero acto que, al
saber de sí mismo, no puede dudar de su propia existencia, Hegel
la alcanza mediante el arduo trabajo de reflexión por el cual la
conciencia examina en forma ordenada y sistemática sus propias
experiencias. Ahora bien, a la diversidad del método corresponde
una profunda diversidad en el resultado. Porque, mientras que el
cogito cartesiano se muestra como una certeza abstracta, ajena a
toda realidad, situándose en un solipsismo del cual no podrá salirse
sin caer en un círculo vicioso –el ya señalado círculo de Arnauld–,
el saber absoluto de Hegel se muestra enriquecido por todas las
anteriores experiencias que han permitido llegar hasta él.
Se trata de comprender cómo el saber especulativo, en el cual
sujeto y objeto se identifican en su misma diferencia, ya que se
han mostrado como momentos inseparables del verdadero pensamiento,
abre el camino a una filosofía de verdad sistemática,
que comienza por comprender que el verdadero ser tiene la configuración
del yo. O, como dice el subtítulo que le fue atribuido a
la primera parte del capítulo sobre el saber absoluto por el editor,
se trata de comprender “el contenido simple del sí mismo que se
muestra como el ser” (Ph. 574).
Como lo señala muy bien Johannes Hoffmeister, en la Introducción
del editor que antecede a la conocida edición de la Fenomenología
de la editorial Felix Meiner, Hegel retoma la tesis de Fichte acerca
del ser concebido bajo la figura del yo, pero con dos importantes
diferencias. En primer lugar, ya no se trata de una historia de la conciencia
exclusivamente subjetiva, de talante cartesiano, en la cual
“el saber se conquista a sí mismo y conquista sus parámetros sólo
a partir de sí mismo, de sus propias actividades, y no a partir de sus
relaciones con la Naturaleza y la Historia (porque, según Fichte,
esa relación es sólo una auto-posición del yo)” (Ph. XXIII). Y, en
segundo lugar, no se lleva a cabo una mera construcción deductiva a
partir de “conceptos estáticos”, sino de “una reflexión viviente que
se despliega por sí misma en un universo espiritual infinitamente
configurado”, como dice Hoffmeister citando al poeta Novalis.
Por su parte Jean Hyppolite, el conocido traductor y comentarista
de la Fenomenología al francés, nos dice en su libro Lógica
y existencia:
La cosa, el ser, no está más allá del pensamiento, y el pensamiento
no es una reflexión subjetiva que sería extraña al ser. Esta lógica
especulativa [la de Hegel] prolonga la lógica trascendental de
Kant, exorcizando de ésta el fantasma de la cosa en sí que se le
aparecería a nuestra reflexión y limitaría el saber en beneficio de
una fe y de un no-saber. El saber absoluto significa la eliminación
del principio de ese no-saber. (3)
Por razones de tiempo no me detendré a examinar la referencia
que hace Hyppolite a la filosofía crítica kantiana, ni seguiré paso a
paso el recuento de las figuras de la conciencia que lleva a cabo el
texto de Hegel para recordarnos cómo el objeto de la conciencia
fue convirtiéndose en un verdadero sí mismo. Creo que ya hemos
indicado lo fundamental. Lo que me parece importante recalcar
es cómo esta reconciliación entre la conciencia del objeto y la
autoconciencia se lleva a cabo, tanto bajo la forma de lo en-sí,
como bajo la forma del para-sí, es decir, tanto bajo la forma de lo
dado, de lo que está ahí, como bajo la forma de lo puesto, de lo
establecido por la autoconciencia como su otro.
Tratemos de entender lo que esto quiere decir. Hegel hace
notar que la conciliación del ser con la conciencia, o del objeto
de la conciencia con la autoconciencia, se lleva a cabo, por una
parte, en la Religión manifiesta, es decir en el Cristianismo, y, por
otra parte, en el Espíritu, es decir en el proceso de culturización
de Europa. En la Religión esa reconciliación toma la forma del
en-sí, es decir, se ofrece bajo la figura de un Dios que se ha hecho
hombre, mientras que en el Espíritu dicha reconciliación se lleva
a cabo bajo la forma del ser-para-sí, es decir, bajo la figura de la
conciencia moral kantiana, de la cual nos dice Hegel: “Ésta sabe
su saber como esencialidad absoluta, o, lo que es lo mismo: el ser sin
más [el ser absoluto] ella lo sabe como la pura libertad o el puro
saber” (Ph. 551-552; Ph. 893).
Traduzcamos este análisis altamente conceptual a su efectuación
en la historia de la conciencia. Lo que se busca mostrar es
cómo la religión cristiana, en su pleno desarrollo conceptual, una
vez que sus doctrinas fundamentales han podido ser comprendidas
como conceptos acerca del sentido último de lo real, nos muestra
cómo el ser humano, en la figura de Jesús, viene a ser la realidad
objetivada de lo absoluto como sujeto, pero realiza esa objetivación
bajo la figura de una realidad exterior a la conciencia. Mientras
que la moralidad kantiana, por su parte, muestra cómo el sentido
último del mundo se halla al interior mismo de dicha conciencia
como puro deber.
Conviene tener en cuenta que cuando Hegel analiza la religión
cristiana, no utiliza el término tradicional de religión ‘revelada’
(geoffenbarte Religion), sino que la llama ‘religión manifiesta’ (offenbare),
con lo cual pareciera estar refiriéndose, ya no al cristianismo
tradicional, sino a su versión luterana y liberal, elaborada por el
pensamiento ilustrado.
Ahora bien, aunque ambos lados, como los llama Hegel, es
decir, la religión manifiesta y la moral kantiana, están lejos de
reconciliarse, sin embargo:
[…] es esa unión la que pone el cierre a esta serie de configuraciones
del espíritu, pues en esa unión el espíritu llega a saberse a sí mismo,
no sólo como él es en-sí o conforme a su contenido absoluto [no
solamente como él es en sí habiéndose convertido ello en contenido
de su conciencia: la religión manifiesta], y tampoco sólo como él
es para-sí conforme a su forma abstrayendo del contenido [es decir,
conforme a su lado de autoconciencia: la moralidad kantiana],
sino que en esa unión el espíritu llega a saberse como el espíritu
es en y para sí. (Ph. 553; F. 896)
Una vez más, tratemos de traducir estas formulaciones estrictamente
conceptuales a un lenguaje más cercano a nuestra experiencia.
Los dos extremos que Hegel busca reconciliar en el saber
absoluto corresponden a los resultados alcanzados, por un lado, en
el desarrollo de la conciencia intersubjetiva mediante la moralidad
kantiana, y, por el otro, en la religión manifiesta. Al primero se
llega mediante la reconciliación de dos figuras contrapuestas: el
hombre de acción, por una parte, que desde la precariedad de su
conocimiento decide actuar aceptando la inevitable unilateralidad
de su obrar, y, por otra, la llamada por Hegel “alma bella”, figura
del crítico que señala en toda acción humana esa misma unilateralidad
excluyente, y que, refugiado en su crítica, se abstiene
de comprometerse con la acción. La reconciliación de estas dos
figuras, al reconocerse mutuamente como contrapuestas y a la
vez necesarias, se lleva a cabo en el seno del Estado de derecho, y
constituye la forma subjetiva del ciudadano que comprende cómo
el sentido de su existencia se lleva a cabo en la configuración histórica
de tal sociedad.
Por su parte, el desarrollo conceptual de la religión cristiana o
religión manifiesta presenta en sus doctrinas de manera objetiva
cómo la comunidad creyente configura la plena realización de esa
misma sociedad en su devenir histórico. De ahí que reconciliar
ambos resultados venga a significar la superación del cristianismo,
en el fuerte sentido que el término “superar” (Aufheben) tiene
para Hegel. Se trata de suprimir la conciencia imperfecta que ve
en una figura histórica del pasado, en Jesús, y en su vida, pasión y
muerte, una figura externa a la conciencia, y no la manifestación
objetivada de que el sentido último de la realidad, el verdadero
Dios, lo constituye la humanidad como comunidad que, a lo largo
de su historia, busca la realización de un verdadero Estado de
derecho. Pero esa superación es también una elevación, ya que la
nueva figura religiosa, configurada ahora por la comunidad cre-
yente, le quita a la doctrina religiosa su carácter de exterioridad y
facticidad, para convertirla en la tarea que deberá orientar nuestro
quehacer. Y, a su vez, esa elevación significa una conservación de la
religión cristiana y de la realidad moral reconciliada con ella, ya
que una y otra cumplen, cada una a su manera, la tarea de llevar
al ciudadano común a la comprensión práctica de sus funciones.
Con ello, hemos señalado el segundo aspecto del saber absoluto,
su relación con la religión. Creo que el sentido de la superación
de la religión cristiana, considerada como religión manifiesta, nos
quiere decir que mientras todos los dogmas religiosos pueden ser
comprendidos como formulaciones de conceptos fundamentales
hechas en un lenguaje propio de la imaginación, pero no por ello
erróneo, hay uno en particular que brilla por su ausencia: la doctrina
de la resurrección personal más allá de la muerte, formulada
de manera drástica por el llamado Símbolo de los Apóstoles como
la “resurrección de la carne”. A ésta Hegel no le dedica ninguna
consideración particular: el sentido de la vida humana es inmanente,
se halla en el conocimiento o en la Ciencia, es decir, en la
filosofía, y en la historia, es decir, en el servicio a la humanidad
en su devenir histórico.
Hay dos argumentos más en la Fenomenología que parecen confirmar
esta conclusión acerca de la religión, que hemos extraído
del concepto de ‘saber absoluto’, y a los cuales sólo voy a referirme
en forma muy somera.
El primero lo encontramos al comienzo del capítulo sobre
la Religión, cuando Hegel hace un recuento retrospectivo para
mostrar cómo, en el camino de las experiencias de la conciencia,
varias de las figuras tenían ya un carácter religioso: son aquellas
en las cuales el sentido de la conciencia se halla situado en un
más allá inalcanzable. Estas figuras se hallan presentes en todos
los momentos recorridos, menos en uno. Para la conciencia se trata
del entendimiento y su mundo suprasensible o interior, es decir, el
mundo de la leyes; para la autoconciencia es la conciencia desventurada,
figura del creyente que busca su sentido en un absoluto más
allá; e igualmente en el espíritu se nos hace presente la religión en
cada una de sus etapas: la religión del mundo subterráneo para
los griegos, la fe que se contrapone a la Ilustración en el proceso
de la cultura, y finalmente en la moral kantiana. Hay entonces un
momento en el cual, nos dice Hegel, no hay religión, y ese
momento es la razón: ésta, así como las figuras que le son propias,
dice Hegel, “no tienen religión alguna, porque la autoconciencia
de esas figuras se sabe a sí misma [o se sabía a sí misma], y se busca
[o se buscaba] en la actualidad inmediata [o en la presencia inmediata]”
(Ph. 473; F. 780). En otras palabras, para la razón, por su
carácter hegemónico, no puede haber nada que se halle más allá
de ella, que no esté sometido a sus condiciones.
Pues bien, si nos fijamos ahora en la estructura general de la
obra, vemos que los tres momentos iniciales: conciencia, autoconciencia
y razón, se corresponden con los tres momentos finales: espíritu,
religión y saber absoluto. Lo cual quiere decir que, mientras
que el espíritu se corresponde con la conciencia y la religión con
la autoconciencia, la correspondencia del saber absoluto es precisamente
con la razón, es decir, con aquel momento del cual nos
dice Hegel claramente que en él no hay religión. En otras palabras,
para el saber absoluto no hay ninguna realidad originariamente
trascendente, un Dios que pueda irrumpir, por así decirlo, desde
fuera, y revelarse. En este preciso sentido para el saber absoluto
no hay religión, no hay una trascendencia originaria, un más allá
absoluto.
Por otra parte, hay un argumento adicional que encontramos
en la bien conocida figura de la lucha por el reconocimiento,
donde las dos conciencias del amo y del siervo se traban en una
confrontación a muerte. Allí nos dice el texto que el siervo se halla
sometido al señor por el temor a la muerte, y que, mientras ese
temor no haya sido superado, no podrá liberarse definitivamente de
su servidumbre. Ahora bien ¿cómo se da esa liberación del miedo
a la muerte, al que Hegel señala como “el señor absoluto” (Ph.
148; F. 298)? Esa liberación se lleva a cabo mediante el trabajo, y
gracias a que éste tiene una doble significación.
Por una parte, al configurar el mundo, la conciencia trabajadora,
en su misma singularidad, sale de sí misma para “entrar en
el elemento de lo que permanece”, y por esa vía llega “a mirar al
ser autónomo [llega a mirarlo precisamente en esa autonomía que
el ser o la cosa empiezan ofreciendo contra ella] como siendo ella
misma” (Ph.149; F. 299). Al configurar el mundo, al transformarlo
a su imagen y semejanza, la conciencia se objetiva, adquiere permanencia.
Pero ese configurar el mundo tiene, por otra parte, un
carácter negativo, porque con él se destruye el miedo a la muerte.
¿Cómo? El texto nos ofrece una formulación a mi parecer no muy
clara, que merece toda nuestra atención, ya que en ella se juega
nada menos que la forma de superar el miedo a la muerte, al que
la religión cristiana contrapone la doctrina de la resurrección personal.
Oigamos el texto:
Pero el formar, el dar forma, no tiene sólo este significado positivo
de que en él la conciencia servil en cuanto puro ser-para-sí
se convierte en ser [es decir, se convierte en ente, en algo que
cobra consistencia ahí y que queda ahí], sino que tiene también
un significado negativo, dirigido contra aquel primer momento
suyo que era el miedo. Pues en el formar la cosa [en el dar forma a
la cosa] resulta que a la conciencia esa su propia negatividad, ese
su ser para sí, sólo se le convierte en objeto porque la conciencia
suprime la forma [inicial de la cosa] que está ahí oponiéndosele.
Pero eso Negativo objetual, es decir, esa negatividad en forma de
objeto [eso negativo que era la simple negación de la conciencia]
es precisamente aquella esencia o entidad extraña, ante quien la
conciencia se había estremecido. Pero ahora la conciencia destruye
esa cosa negativa extraña [eso negativo extraño, lo negativo extraño],
y se pone como tal conciencia en el elemento del permanecer
y quedar; y por medio de ello deviene para sí misma, es decir, se
convierte en algo que es para sí [es decir, en algo que está-siendo,
que está-ahí, y que en ese su estar-siendo o estar-ahí es un para-sí]
(Ph. 149; F299-300)
Hegel identifica el miedo a la muerte con la negatividad propia
a lo otro de la conciencia, con el carácter natural de lo simplemente
dado. La muerte se halla presente como la negación radical de
nuestro ser para sí, como la suprema exterioridad. Y será precisamente
el trabajo el que le suprima a la exterioridad su carácter
amenazante, de modo que en esa objetividad la conciencia sólo se
encuentre a sí misma. En otras palabras, el miedo a la muerte será
superado cuando el ser humano, habiéndole dado a la realidad su
propia forma, habiendo transformado la realidad a su imagen y
semejanza, se descubra a sí mismo en ella. “Trabajando –dice Valls
Plana– [el siervo] destruye la naturalidad del objeto, esa naturalidad
de la cual no quiso desprenderse para afirmarse solamente como
autoconciencia superior a la naturaleza” (p. 137).
Con ello creo haber argumentado de manera suficiente las dos
tesis que me había propuesto sustentar en este escrito: 1ª que el
saber absoluto es tal precisamente porque en él, como resultado de
la historia del pensamiento, hemos llegado a comprender que la
realidad sólo puede ser concebida como un yo, como un proceso
que se mantiene idéntico consigo precisamente gracias a la conciencia
que, recuperando su pasado y proyectando su futuro, logra que
ese devenir incontenible adquiera sentido. Este saber es absoluto
en el sentido de que se fundamenta a sí mismo, ya que es un saber
del objeto como idéntico con el sujeto, o un saber en el que sujeto
y objeto configuran una identidad en su misma diferencia. Y 2ª,
que ese mismo saber absoluto significa la superación definitiva de
la religión, bajo la forma de religión manifiesta, porque el sentido
de la vida humana no se halla en un más allá incomprensible o
inaccesible, sino en la trascendencia del individuo en su comunidad,
gracias a su participación activa en los procesos históricos.



Notas:

1 Utilizaré con cierta libertad la traducción de la Fenomenología de Manuel Jiménez
Redondo, haciendo los ajustes que considere convenientes. En las citas, los números precedidos de Ph se refieren al texto en alemán, los precedidos de F se refieren al texto en español. Lo que vaya entre [ ] son adiciones del traductor Jiménez.

2 Hemos seguido la traducción de la Deducción trascendental de los conceptos puros
del entendimiento versión A, elaborada por Pedro Stepanenko (Ideas y Valores, Bogotá,



Referencias
Acosta, M. & Díaz, J. A. (Eds.). (2008). La nostalgia de lo absoluto: pensar
a Hegel hoy. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
Descartes, R. (2008). Meditaciones acerca de la filosofía primera. Seguidas de las
objeciones y respuestas. Trad. Jorge A. Díaz. Bogotá: Universidad Nacional
de Colombia (Citado AT con la paginación de Adam-Tannery).
Gama, L. E. (2008). “El camino de la experiencia: la Fenomenología del
espíritu”. En: Acosta, M. & Díaz, J. A. (Eds.). La nostalgia de lo absoluto:
pensar a Hegel hoy. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia,
pp. 143-166.
Hegel, G. W. (2006). Fenomenología del espíritu. En: Jiménez Redondo,
M. (Ed. y trad.) Valencia: Pre-Textos.
Hegel, G. W. (1952). Phänomenologie des Geistes. Hamburg: Verlag Feliz
Meiner.
Heidegger, M. (1985). Schelling y la libertad humana. Trad. Alberto Rosales.
Caracas: Monte Ávila Editores.
Hoyos, L. E. (1998). El círculo cartesiano y el fundamentalismo epistemológico.
En: Revista Latinoamericana de Filosofía, XXIV, 1, 125-148.
Hyppolite, J. (1952). Logique et existence. Essai sur la logique de Hegel. Paris:
Presses Universitaires de France.
Kant, I. (2005). Deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento.
(Crítica de la razón pura, Primera edición, A 95 - A 130).
Stepanenko, P. (Pres. y trad.). Ideas y Valores. Revista colombiana de
filosofía, 127, 99-126.
Valls Plana, R. (1994). Del yo al nosotros. Lectura de la Fenomenología del Espíritu
de Hegel. Barcelona: Promociones y Publicaciones Universitarias.

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