miércoles, 27 de noviembre de 2024

                               Carne, cuerpo, percepción y arte.

Maurice Merleau-Ponty o la filosofía como consciencia carnal

David De Los Reyes


Maurice Merleau-Ponty. Intervención de DDLR22024
 

 

Introducción

La filosofía de Maurice Merleau-Ponty (1908-1961), devolvió un estatuto filosófico a lo corpóreo. Fue llamado el filósofo de la relaciónel filósofo de la percepción y el filósofo de la ambigüedad. Su principal objetivo como investigador filosófico fue hacer del cuerpo, a través del concepto de carne, la base de toda relación. Intentó aunar diferentes áreas del conocimiento en una actividad carnal, sensible y sintiente.

Merleau-Ponty trazó caminos inexplorados por la filosofía, como la ambigüedad de la percepción, la aceptación de los fenómenos tal y como parecían, y la búsqueda del sentido en ellos. Su pensamiento prefigura una ontología del cuerpo, que denomina carne, analizando sus posibilidades poéticas y sintetizando los modos de expresión de la naturaleza, percibidos en las imágenes que poseen un mundo particular. El cuerpo no es considerado un conjunto orgánico pasivo, sino que se presenta como fundadora de la experiencia mediante la acción que, a partir de sus lenguajes y gestos, se transforma en expresiones de ideas y en objetos culturales que se convierten en referentes dentro de la vida de una colectividad.

Filosofar, para Merleau-Ponty, es una actividad semejante a la del artista; es decir, su labor consiste en hacer surgir nuevas expresiones que ofrezcan una cara innovadora del mundo y del ser, en tanto herencia dentro de una humanidad temporal.

 

Cuerpo y Espíritu

“El cuerpo es nuestro anclaje en el mundo.”
Maurice Merleau-Ponty

El pensamiento y la cultura están intrínsecamente ligados al cuerpo y su espíritu. La conciencia obtiene su sentido en la medida en que tiene presencia con la corporalidad que la abriga frente a los demás y al mundo. La experiencia del cuerpo y la conciencia no es un resultado de la introspección que describe hechos pasados, sino que, en su proceder, actualiza cada uno de los recuerdos que surgen en la acción acometida en un tiempo presente. Merleau-Ponty nombra el conocimiento que surge a través de la experiencia como practognosia. El cuerpo se instala en un ahora temporal, actuado y pensado a la vez.

El cuerpo es la forma en que todo ser humano se sitúa en el mundo como ser viviente. Modela la inteligencia y, cuando un brazo se extiende en el espacio para señalar un objeto, lo hace suyo, prolongándose en él. Más que una abstracción mental, el cuerpo es una acción permanente y continua, una singularidad concreta que toma decisiones, adopta distintas posturas e intenciones y se sitúa de diferentes modos en función de la conveniencia ante nuestro entorno. Cada movimiento recrea un instante que da una orientación espontánea a la acción final óptima.

Nuestra movilidad corporal es creadora e irreflexiva. Aparentemente, actuamos de modo espontáneo en nuestra cotidianidad, lo que lleva a establecer una creación artística que ofrece una multiplicidad de diseños sobre territorios personales, sociales y culturales. El cuerpo se convierte en un centro de gravedad del pensamiento, ampliado por la dimensión objetiva (la relación con los objetos en su ejecución motriz) y subjetiva (despertando sentimientos, emociones, pensamientos e ideas).

La experiencia perceptual ordena nuestras vivencias. Ella es la actividad primordial de nuestro ser corporal, otorgando visibilidad a lo que estaba invisible (contornos o líneas del cuerpo) e inmaterial (lo imaginario u onírico). El cuerpo emerge como la condición prístina de todo conocimiento, nunca aislado, sino en perpetua relación con su entorno. No es solo una figura o forma, sino una estructura vital que realiza un estambre experiencial respecto al territorio que ocupa o lo rodea. Así, el cuerpo se convierte en una estructura enlazada con la conciencia perceptiva de las cosas, estableciendo una relación recíproca.

El cuerpo tiene un diálogo continuo con el mundo, constituyendo sistemas simbólicos elaborados como expresión artística o cultural. Las apariciones de nuevos objetos culturales generan nuevos comportamientos e intencionalidades corporales. La experiencia del cuerpo nos ofrece el modo en que la conciencia se inserta y expresa en el mundo.

El cuerpo y la conciencia están imbricados en vivencias y sentimientos compartidos, implicados con el sistema nervioso y el cerebro en los modos de afrontar y comunicarse con el entorno. No son estructuras separadas; están interrelacionadas, formando una estructura sistémica. Esta interacción global de la psique con su entorno se genera por impulsos en forma de pensamientos, emociones y sentimientos.

Por la acción corporal, se hace posible un pensamiento encarnado. No somos solo lo que ocurrió antes, sino lo que está ocurriendo ahora en nosotros. Por ello, la percepción es un hacer poético, productivo, creativo, algo que no se puede definir plenamente, ya que el espacio, el tiempo y el mundo cambian perpetuamente. Se trata de transformar las potencias de muerte en producción poética, avanzando bajo la interrogación de la existencia que apunta a una percepción de un "algo" que se abre a la diferencia, aportando un nuevo sentido al ser. La verdad se convierte en una búsqueda constante de sentido.

El cuerpo y la percepción nos llevan del campo de lo visible a explorar su estambre con lo invisible, transformando la materia corporal en carnal. La vida misma es un permanente hacer poiético, donde producimos símbolos que nos remiten a una profundidad perceptual en el movimiento de un tejer sensible entre la carne y el mundo. Producimos una síntesis al encontrarnos perdidos y confundidos entre la multitud de imágenes absorbidas por nuestros sentidos.

 

La actividad del cuerpo configura una pluralidad de significados, forjados a través de los acontecimientos intersubjetivos del entorno. El cuerpo humano puede ser considerado como la fuente simbólica originaria, al ser sensible y estar sensibilizado por todos los objetos que pueblan el mundo. Se convierte en portador de un número indefinido de sistemas simbólicos, lo cual se comprueba en el poder de los gestos y en el hacer en su apropiación del contorno de su habitad.

La vida, de esta manera, está dotada de un logos estético que implica mutuamente cuerpo y espíritu/mente/pensamiento. Los sueños, mitos y actividades artísticas representan fielmente el paradigma del simbolismo que alcanza la acción corporal. La experiencia del cuerpo —es decir, la expresión en sí misma— porta una significación originaria que relata en cada momento cómo vive el sujeto su existencia; cada movimiento, gesto o postura visible es, para este filósofo, un signo repleto de significado que se convierte en crónica de lo invisible.

El cuerpo, en su esencia, es el ancla de nuestra existencia en el mundo, un medio a través del cual construimos nuestra identidad y entendemos nuestra relación con los demás. La idea del yo no es un ente sólido y fijo, sino una construcción continua, un compartimento mental que se va consolidando a lo largo de nuestra vida. Este yo es profundamente sensoriomotor y perceptivo, y se forma mediante nuestra interacción con un entorno que se vuelve familiar. Cada individuo percibe el mundo de manera única, y nuestras acciones son el resultado de los vínculos que establecemos dentro del contexto en el que nos encontramos.

La corporalidad juega un papel crucial en esta dinámica. El cuerpo no es solo un objeto físico; es la forma en que nos situamos en el mundo y la manera en que experimentamos la realidad. Al extender un brazo para señalar un objeto, no solo estamos realizando un movimiento, sino que estamos incorporando el objeto a nuestra experiencia, prolongando nuestro ser en él. Así, el cuerpo se convierte en un centro de gravedad del pensamiento, donde la inteligencia se modela a través de la acción y la interacción.

La presencia del otro es fundamental en esta construcción del yo. Al reconocer y comprender nuestro propio cuerpo, también referimos la existencia del otro. La copresencia de nuestros cuerpos crea un espacio compartido donde surgen pensamientos y experiencias comunes. Este cruce de conciencias permite el diálogo y la colaboración, elementos imprescindibles para nuestra existencia en sociedad. La relación con el otro no es secundaria; nace junto con nuestra corporalidad, y es a través de esta interacción que se forma nuestra conciencia individual, que es el resultado de una confrontación constante con lo exterior.

El cuerpo actúa como un aparato cognoscente, un medio a través del cual adquirimos conocimiento y significado. A través de la experiencia perceptual, lo que antes era invisible se hace visible; el cuerpo revela contornos, líneas y emociones que dan forma a nuestra realidad. Esta experiencia no se limita a lo físico; también abarca lo espiritual. El cuerpo y el espíritu son inseparables, donde lo espiritual se manifiesta a través de la corporalidad. La trascendencia del cuerpo radica en su capacidad de integrar pasividad y actividad, objetividad y subjetividad, convirtiéndose en una estructura vital que enlaza nuestra esencia con nuestra existencia.

En este sentido, el cuerpo se transforma en un espacio existencial donde se entrelazan lo universal y lo particular. Es un estambre experiencial que nos conecta no solo con nosotros mismos, sino también con el mundo y con los otros. La creatividad surge de esta movilidad corporal, que es tanto irreflexiva como intencionada. A través de nuestros gestos y acciones, generamos un arte personal que refleja nuestras vivencias y percepciones, estableciendo un diálogo constante con el mundo.

 

Cuerpo y Gestualidad

“El cuerpo es la textura común de todos los objetos (…)

el instrumento general de mi comprensión.”

M. Merleau-Ponty

 

El cuerpo, como instrumento de expresión, se convierte en un medio fundamental para manifestar nuestra existencia. La encontramos en la afirmación del pensador francés:  Del mismo modo que la palabra expresa mi pensamiento, el cuerpo expresa mi existencia. Ello resalta la importancia de la corporalidad en la comunicación de nuestro ser más profundo. Cada gesto, cada movimiento, actúa como un reflejo de nuestra identidad y de nuestras emociones, configurando constantemente nuestra relación con el exterior.

La gestualidad corpórea ofrece una multiplicidad de posibilidades expresivas que van más allá de la simple representación física. Esta expresión primordial está intrínsecamente ligada a nuestros sentimientos y emociones, proporcionando un carácter sensible que revela el estado de nuestro ánimo. A través del cuerpo, experimentamos y comunicamos lo que sentimos; cada gesto se convierte en un testimonio de nuestra vivencia emocional.

El gesto, en su esencia, se traduce en un sentir que vincula nuestra afectividad y motricidad. Esta conexión entre el movimiento corporal y nuestras emociones permite que el gesto pase de ser una mera afectación psicofisiológica a convertirse en una presencia activa de nuestra existencia particular. Así, la gestualidad no es solo un conjunto de movimientos, sino una forma de comunicación vital que transforma el mundo en un espacio familiar y recurrente.

A través de la gestualidad, el cuerpo se revela como un medio de interacción con el entorno. Los gestos nos permiten establecer conexiones con los otros, creando un lenguaje no verbal que complementa nuestras palabras. Esta comunicación gestual es esencial para nuestra vida social, ya que nos ayuda a construir relaciones, despertar reacciones y a compartir experiencias. En este sentido, el cuerpo se convierte en un puente que une nuestras emociones con el mundo que nos rodea, permitiendo que nuestra existencia sea reconocida y entendida.

La corporalidad, por lo tanto, no solo actúa como un instrumento de expresión, sino que también se convierte en un espacio de experiencia y de creación. Cada gesto, cada movimiento, es una manifestación de nuestra historia personal y colectiva, un reflejo de nuestras vivencias que se entrelazan con el contexto en el que nos encontramos. De este modo, la gestualidad se convierte en un elemento esencial en la construcción de nuestra identidad y en la forma en que nos relacionamos con los demás.

El cuerpo, en tanto instrumento de lo gestual, nos brinda una permanente dimensión existencial y emocional que configura continuamente nuestro ser. Se convierte en la textura común de todos los objetos, un instrumento general de mi comprensión. La gestualidad corpórea, al estar ligada originariamente al sentimiento y la emoción, nos proporciona un carácter sensible de nuestro ánimo dentro del cuerpo.

El gesto se traduce en un sentir que nos lleva a vincularlo con nuestra afectividad y motricidad, un sentir que surge a través del movimiento de nuestra corporalidad. Esta experiencia pasa de ser una mera afectación psicofisiológica a revelarse como una presencia activa de la existencia humana particular. La gestualidad se convierte así en una comunicación vital que traduce al mundo como un lugar familiar, recurrente en nuestras vidas, enriqueciendo nuestra interacción con el entorno y con los demás.

La gestualidad corpórea ofrece una multiplicidad de posibilidades expresivas que van más allá de la simple representación física. Esta expresión primordial está intrínsecamente ligada a nuestros sentimientos y emociones, proporcionando un carácter sensible que revela el estado de nuestro ánimo. A través del cuerpo, experimentamos y comunicamos lo que sentimos; cada gesto se convierte en un testimonio de nuestra vivencia emocional.

La sensibilidad, en tanto afectación corporal, según Merleau-Ponty, no se define como conciencia interior, sino como una vinculación con nuestros afectos y motricidad que ofrecen una respuesta al mundo. No nos propone una sensibilidad sinuosa, adjunta a un movimiento perceptual previo fundante, que vendría a decantar en una concepción universal y dogmática de la verdad. Propone, en cambio, una sensibilidad que nos arroja un conocimiento diverso a cada instante. La verdad personal se manifiesta como una actividad perceptiva inagotable vinculada con el mundo, no solo de manera mítica o simbólica. Somos una red de experiencias receptivas interconectadas entre sí, y no podemos desembarazarnos de la continua conexión con nuestro entorno.

Al transitar por la fenomenología, se acepta la epojé o suspensión del juicio sobre el mundo, proponiendo que el conocimiento tiene su génesis en la cualidad activa de la intencionalidad, la cual está dada antes que todo juicio. Merleau-Ponty llama a esta intencionalidad operante como existencia, integrando conciencia con la acción en el mundo, abriendo camino a través de la espesura del ser. Se crea así un vínculo perpetuo entre la persona y la vida. El hombre, como ser-ahí (como existencia en el mundo), es corporal e instalado sobre el mundo, viviendo en la incertidumbre de si aceptar como más verdadero lo que pensamos o bien lo que experimentamos. Esto lo lleva a establecer una crítica con la filosofía de Heidegger, cuestionando el olvido del cuerpo en su propuesta del "Ser y Tiempo" (1927).

 

Imagen y Cuerpo

La imagen del cuerpo era el revés de un espejo detrás del cual se encontraba la densidad de la historia personal: La imagen es una ausencia de un objeto […] evocación del objeto, en el sentido en que se habla de evocar espíritus […] especie de incorporación o de encarnación de un ausente en los datos presentes.

Las imágenes que se perciben, aun cuando se presenten como fotografías planas, poseen una profundidad que las trasciende y que ha de ser explorada en toda su hondura. Esta exploración perceptiva abre un campo imaginativo formado por todas las impresiones recibidas del medio, que activan la imaginación. Ahora bien, este campo imaginativo es tan solo posible si el sujeto se sumerge en la profundidad dinámica que caracteriza la percepción y no en la inmovilidad de cada una de las imágenes que percibimos por separado, como retratos.

Este ahondamiento en la imagen elimina la tendencia errónea a hacer del entorno una cadena de fotos fijas para ser sustituidas por otro enlace —no segmentando, sino continuo— que saca a la imagen de su sentido aislado y fijo para poder ser percibida desde otras perspectivas y situaciones. La vivencia se encuentra situada dentro del campo visual de cada persona.

Es una práctica errónea construir el mundo uniendo imágenes de objetos sin considerar que detrás de ellos se encontraba el entramado de experiencias de cada ser humano. Las posibilidades virtuales de una imagen eran mucho más amplias que su apariencia, porque estaban asociadas a una experiencia de vida.

Las imágenes perdían para el filósofo francés su frialdad fotográfica aislada del mundo y, por el contrario, se encontraban insertas en él, al hallarse sujetas a una profundidad insondable gestada en las distintas relaciones mantenidas. Así, el sentido de una imagen iba adquiriendo cada vez más densidad y hondura en la medida que se salía de su «contenido concreto» y se abría a la «situación» de un campo de experiencia determinado.

La imagen de una mesa, por ejemplo, ya no tenía entonces la forma extensa que se había sacado del contexto real (por ejemplo, para medirla), sino que, habiendo sido transformada por la experiencia vital del individuo, se sumergía en una profundidad que anunciaba los momentos en que el sujeto la había utilizado, los objetos que contenía y las personas o emociones que alrededor de ella se habían suscitado.

Esta multiplicidad de sentidos se encontraba ligada a la imagen poética, y no a un orden impuesto artificialmente e intelectual, como por ejemplo una mesa formada de cuatro patas y un tablero. Tal y como afirmó Merleau-Ponty, se asociaban como un espacio de realidades simbólicas.

 

 

Del Objeto

La intencionalidad nos transporta al corazón del objeto (Fenomenología de la Percepción, 1945). La conciencia y la existencia se formaban interactuando mutuamente en este movimiento dirigido al mundo.

Los objetos están determinados por la experiencia personal perceptiva del sujeto. Un árbol no tendrá nunca el mismo sentido para un guayaco que para un yanomami de la selva del Amazonas.

El objeto altera la sensibilidad perceptiva del sujeto en una multiplicidad de percepciones desordenadas, confunde al pensamiento y reduce la capacidad de discernimiento. Es ahí donde se requiere la presencia e influjo negativo de la razón, esta facultad discriminadora y limitante, al poner orden sobre ese cúmulo de estímulos perceptuales, abarcándolos en su totalidad y seleccionándolos en función del sentido de su cuerpo y estado en el mundo de su presente.

Está claro que el conocimiento y la relación con el objeto (el mundo) sobre la cual podemos desarrollar una meditación siempre está limitada por nuestro análisis intencional. Esta condición del ser humano no lleva solo a nutrir, en un intervalo temporal personal, íntimo y privado, momentos del pasado vivido y hechos acontecidos, sino que viene a ser pensado cada momento en el transcurso de la existencia.

 

Arte, cultura y percepción

Merleau-Ponty comprende el arte como un movimiento serpenteante iniciado por los gestos que exterioriza el niño con su cuerpo, un trazo en un lienzo, una melodía tarareada o un sueño compartido que, a través de la acción, adquiere un sentido vital. Así, al hablar de música, teatro, pintura y danza, debemos comprender estas manifestaciones como prolongaciones expresivas del cuerpo, creando nuevos espacios de visibilidad que antes permanecían ocultos. El arte se presenta como una forma humana de exteriorizar lo invisible en lo visible.

Conocer el estilo de ser que hay en cada rasgo cultural temporal implica hacer visible su estructura invisible a través de un modo de actuar particular. Cada fenómeno cultural es una obra de arte que da cuenta de nuestro paso en el mundo. La expresión dirige la atención hacia el cuerpo viviente, que encarna un pensamiento. Esta no surge de una abstracción o de una inflexión intelectual, sino de un puente y una encarnación con la sensibilidad. Cualquier gesto expresivo puede transformarse en una obra de arte que conecta al mundo, no solo para presentarnos cómo vivimos nuestra existencia personal, sino también en cómo podríamos imaginarla creativamente.

Se establece así una pluralidad de perspectivas que teje una urdimbre poética para hallar en lo visible la unión con lo invisible, transformando la materia corporal en carnal. Tejer la vida, hacerla poética, y contrastar imágenes que parten de un material simbólico alcanzan una profundidad significativa en su labor sensible.

La percepción, por sí misma, proporciona una actitud poética y nos lleva al reducto de la no-semblanza definitiva del fenómeno; su perspectiva nunca puede ser completada ni estática, es continua. La vida es una fluidez de percepciones a lo largo de las diferentes etapas de la existencia humana, instalándonos en una realidad cambiante entre lo ya hecho y lo todavía por hacer. La existencia nos implica como una totalidad dentro de un horizonte de libertad.

El ser perceptivo avanza hacia la interrogación, ya que la verdad no es la coincidencia entre lo que se pensaba y lo que se percibía, sino que apunta a un algo que se abre a la diferencia, hasta encontrar un nuevo sentido. La percepción es, en esencia, un hacer poiético (productivo) que nos proporciona una aproximación hacia algo, porque es imposible definir plenamente lo captado por el permanente cambio tanto en el espacio como en el tiempo, que integra la esfera del mundo.

La experiencia del cuerpo —es decir, la expresión en sí misma— porta una significación originaria que relata en cada momento cómo vive el sujeto su existencia. Cada movimiento, gesto o postura visible es, para el filósofo, un signo repleto de significado que se convierte en crónica de lo invisible. A través del arte, que es la creatividad originada por el movimiento propio, el ser humano tiene la capacidad de trascenderse a sí mismo y reformular lo percibido al recrearlo. Como el pintor, la persona comienza a diseñar su vida con un trazo, haciendo visible algo que hasta entonces era invisible: la obra. A medida que crece, se pregunta cómo rehacerla y desplegar otros trazos o figuras más complejas que mejoren la comprensión de su hacer, transitando de la simplicidad a la profundidad de un modo serpenteante, a medida que su proceso avanza y le interroga más profundamente.

En cada reflexión, la habilidad creadora del ser humano puede hacer emerger densidades más profundas a partir de su experiencia, como las diferencias paisajísticas creadas entre los pintores impresionistas y los románticos. La acción creadora, de la cual el arte representa un buen paradigma, era considerada por Merleau-Ponty de extrema relevancia, porque gracias a ella se trasciende la imitación y se logra realizar el tránsito de lo inmutable a lo dinámico, una circulación imprescindible tanto para la vida como para la comprensión del mundo.

La percepción del pintor se asombra ante lo que ve y siente la necesidad de expresarlo, tal como lo hace el cuerpo, de un modo sensoriomotor. La forma en que el artista se expresa se mantiene dentro de los márgenes de lo ambiguo, antes que de lo establecido definitivamente. Merleau-Ponty sentía predilección por el arte del pintor francés Paul Cézanne (1839-1906), una de las grandes figuras de las vanguardias del siglo XIX, no solo por las razones mencionadas, sino también porque este artista parecía captar el sentido del mundo en estado naciente, entrelazando lo sensible con el cuerpo, lo real con lo imaginario, lo visto con lo invisible. En los cuadros de Cézanne existe una vibración que surge desde lo que el artista veía, dejando en suspenso lo percibido al ilustrar el carácter inagotable de la realidad, similar a lo que la naturaleza hace constantemente.

 

El arte y la filosofía trazan un diálogo con el mundo latente que requiere ser expresado, no por medio de la mímesis o imitación. Lo que se aspira es descubrir aquello que está a punto de revelarse, en un desocultamiento del ser. La expresión se carga de otra dimensión; no se trata solo del gesto o el trazo que acompaña un estado de ánimo (por ejemplo, bajar la cabeza), sino de la posibilidad de innovar libremente en cada repetición, en cada movimiento, en cada sentimiento, la emoción o la idea que lo acompaña.

Las artes nos hacen ver cómo el mundo nos toca y nos transforma. En la música, nos encontramos con un fenómeno expresivo en el que una sala de concierto no nos ofrece, mediante una ejecución musical, un conjunto de notas, sino un espacio vital y sensorial vivido en totalidad, que envuelve al cuerpo tanto a nivel particular como al resto del público. Al abrir los ojos durante la audición, pareciera que la pieza musical nos trasladó a un lugar distinto al que estábamos cuando entramos al concierto, trascendiendo por la experiencia sensorial artística a otro mundo perceptual personal.

La danza, en tanto movimiento corporal desplegado en un espacio y tiempo dinámico, se nos presenta como un valor sensual y una vivencia de síntesis entre nosotros y el mundo. Al bailar, olvidamos nuestro entorno y tomamos una dirección inconsciente, liberando nuestros miembros dentro de un juego sensoriomotriz y gestual. Nuestro cuerpo se traslada, y en ese entrar a un estado cuasi inconsciente, accedemos a un espacio imaginario nuevo. Al consagrar nuestro cuerpo al movimiento, buscamos atrapar y comprender la dinámica que nos envuelve, profundizando en nuestras percepciones motrices y alcanzando nuevos núcleos de significación corporal y mental.

La novela, como el teatro y a diferencia de la música, imagina nuevos mundos que, aun estando en este, son capaces de recrear los comportamientos de los seres humanos como si fueran nuevos. El teatro establece un espacio de disfrute donde el cuerpo vuelve a ser presa de un mundo a través de un gesto corporal y verbal, como en el caso de la actriz que, haciéndose invisible, hace aparecer a Antígona. Las intenciones motrices de los personajes provocan el asombro del espectador, que observa cómo la actriz ha imitado hasta tal punto los signos con su cuerpo que ha dotado de naturalidad y facilidad la recreación de otra personalidad.

La actuación teatral se alía —como el pintor al lienzo o el danzante al movimiento— a una expresión de intencionalidad motriz que, lejos de ser hueca, dota a lo percibido de la profundidad de la existencia. No se limita solo a traducir o imitar, sino que lo hace carne suya, abriéndose a territorios desconocidos hasta entonces. Merleau-Ponty dejo: La persona del comediante, los colores y la tela del pintor erradican los signos de su existencia empírica y los transportan a otro mundo.

El arte y la obra del artista nos llevan a percibir, en carne y hueso, mediante la expresión viva del fenómeno, la opción de extraer del entorno de la cosa percibida una profundidad significativa que aún no había sido percibida. Es el despliegue de la percepción hacia el hado de lo invisible encarnado, transformando el mundo rutinario y cotidiano, lleno de múltiples inercias y repeticiones neuróticas, a otra espesura de realidad, a instancias del mundo que parecían estar fuera de él.

La motricidad corporal del artista no aparece como una criada de la conciencia, sino en cómo adquiere profundidad, emotividad y existencia. La motricidad artística otorga sentido a las acciones. Merleau-Ponty llama a este cambio capacidad practognósica: es la experiencia motriz que, portadora de una forma particular, única y especial, accede al mundo mediante la experiencia personal e individual.

El arte, en su totalidad, es la experiencia del mundo invisible al que se dirige el sujeto, al igual que el científico al investigar un fragmento de la naturaleza. La filosofía también tiene la tarea de explorar lo invisible a través de los parámetros de lo visible del cuerpo y del mundo.

 

Ontología de la Carne

Merleau-Ponty (MP) desarrolla una ontología de la carne, comprendiendo que todo uso del cuerpo es ya una expresión primordial. La percepción y el pensamiento son inseparables de la carne, tanto en sus semejanzas como en sus diferencias.

La percepción contiene una actitud poética, negando que el fenómeno tenga una postura definitiva y abriendo una perspectiva que puede complementarlo. La percepción se mantiene en una inconstancia, en una continuidad, donde la nada es imposible de coexistir. A través de ella, el humano se instala en un viaje interminable entre lo ya hecho y lo todavía por hacer. La existencia se presenta como apertura, como libertad en un horizonte hecho y por hacer. Esta opción nos incita a intentar cambiarnos, haciendo de la vida una obra de arte, un proyecto que interpretamos libremente dentro de nuestro continuo hacer cotidiano. Somos un recrear sin cesar con cada amanecer.

Somos un cuerpo, una carne perceptiva y consciente que se dispone a superar constantemente lo conocido. Superar el sedimento de todo lo vivido, que permanece en la memoria silenciosa de nuestra corporalidad. Todo lo vivido se atesora en nuestro cuerpo. El cuerpo se hace historia, y la historia no existiría sin el cuerpo trazado por medio de un proyecto que decante una libertad en el mundo.

El hombre y la mujer, con sus cuerpos, perciben el mundo y lo comprenden en cada momento sin tener que reflexionar sobre ello a cada instante, al igual que hacía el artista. Este habitar carne y logos permite que el mundo y el lenguaje no se encuentren fuera de nuestra actividad operante. La experiencia, en tanto sentir, se convierte en un co-nacer, en una perspectiva existencial que nos lleva a descubrir de forma continua el mundo, adquiriendo la presencia del humano dentro de un valor práctico y no ideológico.

Contamos con un cuerpo que implica una sensibilidad personal atravesada por diversas maneras de sentir, que se encarnan en los diferentes estilos del ser y en modos diversos de comunicarnos con los otros. La carne posee una dimensión física donde se entrecruzan lo inherente y lo trascendente, portando significados no explícitos a primera vista, como en una obra artística: La prueba está en que puedo ver la profundidad mirando un cuadro, que como todos sabemos no la tiene, y organiza para mí la ilusión de la ilusión... este ser de dos dimensiones.

La carne no es materia, sino una matriz generadora de espiritualidad. En un cuerpo se da el cruce entre lo privado y lo comunitario, la imitación y la innovación. Esta idea de carne será uno de los últimos aportes que Merleau-Ponty nos descubre en su filosofía, trabajando en ello hasta que la muerte lo tomó desprevenido. La carne se presenta como un hilar tejidos entre un yo y el mundo, donde ambos conforman nuestra carnalidad.

La carne no puede ser distinguida mediante la tradicional separación dual entre cuerpo y alma, o cuerpo y espíritu; en ella se dan ambas de forma co-sustancial. La una y la otra son simultáneas: en la carne co-nacen del ser general donde ambos se unen indisociablemente. Esta ontología del ser reposa en el reconocimiento del cuerpo en tanto carne. Es el elemento donde se puede aunar un estilo de ser particular a un todo que aparece fragmentado.

No es una sustancia muerta, pasiva. Toda carnalidad del ser humano es una latencia viva y activa que se transforma en el continuo de la existencia, en el cerco de la temporalidad transformado en cuerpo, en carne. Esta ontología del ser nos lleva a superar la separación del sujeto del objeto, consignando la inseparable constitución entre uno y otro. Esto caracteriza un aspecto reversible de un mismo elemento que es más que cuerpo y que Merleau-Ponty llamó carne.

Esto conlleva a unaa identidad corporal impregnada por un polimorfismo perceptual constante. Una carnalidad que es más que un simple cuerpo, una carne que adquiere un valor ontológico al descubrir la verticalidad de su ser en acción libre al adentrarse en el mundo, al infiltrarse entre los demás. La carne, en tanto potencialidad del ser, representa una intersubjetividad incesante con el otro, apertura a la apropiación de la cultura y transformación permanente en la sociedad en la que habita.

La carne, en tanto atención de la ontología del ser, se yergue como la restructuración de todos los sentidos, sobre todo en tanto contenedor de un impulso artístico que tiene la tarea de desvelar el enigma de nuestra relación con las cosas. Crea un nuevo modo de sentir, de mirar, de escuchar, en tanto modos distintos de percibir nuestra relación con el mundo, creando un estilo en función de nuestra existencia encarnada que refiere una orientación personal hacia la vida. Esta encarnación nos permite dirigirnos a explotar nuevas posibilidades de creatividad, partiendo desde nuestra propia locomoción o de nuestra gestualidad, que envuelve al mundo y a los seres con los que entramos en una comunicación permanente y distinta en su continuidad.

 

Una filosofía de la conciencia carnal

Merleau-Ponty nos invita a aceptar su propuesta de una filosofía centrada en una conciencia carnal y no exclusivamente mental. Esta perspectiva considera la posesión de un cuerpo que es tanto objetivo como subjetivo, actuando como mediador del conocimiento y de la presencia de la libertad. Este rasgo poético de su actuar es siempre nuevo, ante la indeterminación de las cosas que pueden y son constantemente redescubiertas. Nuestra acción creativa se manifiesta en ensayos de expresión continua que, en la esfera del arte, se materializan a través del dibujo, la manipulación de software creativo o el gesto. Este último es la primera manifestación de nuestro estilo personal de ser y de nuestro modo de comportarnos en la fricción permanente con el mundo.

Junto al gesto, encontramos la palabra, que actúa como una unidad comunicativa complementaria. Con el gesto señalamos; con la palabra, nombramos. Merleau-Ponty afirma: Estamos en el mundo, mezclados con él y comprometidos con él (…) es en él donde vivimos, y al querer ser libres al margen del mundo, no somos libres en absoluto (…) mi libertad y la del otro se anudan entre sí a través del mundo.

Para él, la sociedad se forma en una relación dialéctica establecida entre los conflictos sociales y la libertad del ser humano, quien por naturaleza convive con los otros. Lo colectivo y lo individual son acciones fundadas en la práctica de cuerpos interrelacionados. Nuestra vida está proyectada en el mundo comunitario en el que hemos nacido. La vida social puede ser consciente y autónoma, pero también puede establecerse dentro de un marco opresor.

La filosofía, según Merleau-Ponty, consiste en aprender a ver de nuevo el mundo y las situaciones que han sido vistas y formuladas con anterioridad. Es un intento de alcanzar el hilo de la situación histórica emergente de los acontecimientos, sedimentando el pasado en el presente. La historia se inscribe en una memoria que pasa de generación en generación, volcando el hecho pasado en el presente con un movimiento único y original, sin repetición indisoluble. Cada época tiene sus rasgos irrepetibles, y se trata de hilar el sentido del mundo que está por nacer o que está sucediendo.

Para Merleau-Ponty, el misterio y la magia que conforman al ser humano residen en su capacidad de otorgar un sentido nuevo a lo ya percibido. Esto implica reinventar la experiencia perceptual-carnal a partir de una naturaleza corporal que se presenta como potencia y campo abierto e irracional, logrando diferentes significaciones. Se busca establecer una expresión de un lenguaje que permita la comunicación con el otro, permitiendo una imbricación ontológica entre cuerpo y lenguaje, transformado y traducido en cuerpo y logos.

Su filosofía no nos ofrece la posibilidad de ausentarnos de la existencia real ni de colocarnos al margen de la historia y del mundo. No hay escapismo de nuestra circunstancia. Hay una coherencia, similar a la de los filósofos presocráticos, entre lo que se piensa y lo que se hace. Esto nos lleva a descubrir, por generaciones, lo que puede ser común a todos, abriendo la posibilidad dual de representar a través de un hacer. Se establece así una síntesis entre cuerpo y espíritu, presente ya en Sócrates, para quien el alma solo puede aceptarse al ser pensada conjuntamente con el cuerpo.

De esta manera la filosofía de Merleau-Ponty ofrece una profunda reflexión sobre la interconexión entre cuerpo, percepción y mundo. Su enfoque en la conciencia carnal y la mediación del cuerpo resalta cómo nuestras experiencias individuales y colectivas configuran nuestra comprensión del entorno. La relación dialéctica entre lo colectivo y lo individual subraya que nuestra libertad está entrelazada con la de los demás, enfatizando la importancia de la comunicación y la interacción en la construcción de la sociedad.

La noción de que la historia está inscrita en nuestros cuerpos y que cada época tiene sus rasgos irrepetibles nos invita a reconsiderar cómo vivimos y experimentamos el presente. Merleau-Ponty nos recuerda que la filosofía no es solo un ejercicio intelectual, sino una práctica vital que nos permite redescubrir el mundo y reinterpretar nuestras experiencias.

Al final, su pensamiento nos lleva a comprender que no podemos escapar de nuestra realidad, sino que debemos comprometernos con ella, buscando siempre un sentido nuevo en lo que ya hemos percibido. Esta capacidad de reinventar la experiencia es fundamental para nuestra existencia, permitiéndonos establecer conexiones significativas entre cuerpo, lenguaje y mundo. Así, el legado de Merleau-Ponty nos invita a vivir de manera más consciente carnal, integrando nuestras percepciones y acciones en una búsqueda constante de significado.

 

Bibliografía

Merleau-Ponty, Maurice. Fenomenología de la percepción. Traducido por Jem Cabanes. Madrid: Editorial Planeta-De Agostini, 1993.

Merleau-Ponty, Maurice. Lo visible y lo invisible. Traducido por Estela Consigni y Bernard Capdeville. Ed. Nueva Visión. BA. 2010

Merleau-Ponty, Maurice. El mundo de la percepción. Siete conferencias. Traducido por Víctor Goldstein. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2002.

Merleau-Ponty, Maurice. La unión del alma y el cuerpo según Malebranche, Biran y Bergson. Apuntes del curso de Maurice Merleau-Ponty en la École Normale Supérieure (1947-1948). Traducido por Jesús Mª Ayuso Díez. Madrid: Ediciones Encuentro, 2006.

Merleau-Ponty, Maurice. La Institución. La pasividad. Notas de cursos en el Collège de France (1954-1955). I. La institución en la historia personal y pública. Traducido por Mariana Larison. Barcelona: Anthropos, 2012.

Merleau-Ponty, Maurice. La prosa del mundo. Editado por Eduardo Trotta. Madrid: 2015.

Merleau-Ponty, Maurice. La estructura del comportamiento. Traducido por Enrique Alonso. Buenos Aires: Librería Hachette, 1957.

 


Tumba de Maurice Merleau-Ponty en el cementerio del Père-Lachaise.

Fuente pública: Wikipedia

 

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