Rousseau, la sombra de las Luces
Valentina Marulanda
Rousseau meditando en el Parque La Rochecordon, cerca de Lyón, Francia
Habría sido, acaso, el más radical de los philosophes, así en minúsculas, como se llamó
desde su siglo, el XVIII, a ese puñado de escritores, librepensadores, hommes des lettres todoterreno, teóricos de la política,
naturalistas (casi todos eran todo eso al mismo tiempo), personajes ilustrados
y mundanos, que se alzaron contra dogmas, cadenas, metafísicas y poderes
establecidos, militaron en la causa de una nueva racionalidad y redactaron la Enciclopedia. No fue, pues, de
poca monta el papel de estos señores en la Francia de las Luces cuya síntesis y
culminación se expresó en la Revolución de 1789 y en la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano. ¿Y dónde estaban, entonces, los Filósofos
propiamente dichos? En Inglaterra, o mejor aún, en Alemania: Hegel, Kant,
Fichte, constructores de grandes sistemas de pensamiento, procedentes de la
academia y ligados a ella.
Las singulares circunstancias de su llegada
al mundo en Ginebra, hace 300 años, el 28 de junio de 1712, situaron a Jean
Jacques Rousseau, el hijo del relojero, en una constelación de desventura que
lo marcaría hasta el final de sus días: “Nací débil y enfermo. Costé la vida a
mi madre, y mi nacimiento fue el primero de mis infortunios”, escribe en sus Confesiones, esa mega
exposición de la primera persona, a lo largo de 600 páginas. Ahí están su yo y
su entorno natural y humano, en una autobiografía que, desde el filtro de su
propia percepción, al mismo tiempo que lo muestra desnudo, no está exenta de
imprecisiones y excesos y abunda en dimes y diretes. Una obra que, por eso
mismo, además de su vehemente y brillante prosa, se lee como una novela de
aventuras humanas e intelectuales. El riguroso Kant, quien tildó de absurdas
las ideas de Rousseau, no pudo dejar de reconocer el hechizo de su estilo
literario.
Ensalzado y condenado
Vivió en perenne
trashumancia, entre su terruño natal, Francia, Italia e Inglaterra, dando
tumbos por distintos domicilios y, en la búsqueda de la subsistencia, ejerció
los oficios más disímiles, aprendidos sobre la marcha y lejos de
cualquier rigor formal o académico. Antes de dedicarse a la escritura
filosófica y novelística, se ganó la vida como copista musical e
incursionó en la composición con algunas óperas y canciones que no tuvieron
mayor resonancia.
En 1742 se instala en Paris, en donde conoce
a los autores de la Enciclopedia para la cual se le confía la redacción
de los artículos sobre música, en los que demuestra su gran solvencia como
teórico y filósofo de este arte, y de los cuales resultará más tarde una obra
independiente: su Diccionario
de música, que tres siglos después sorprende por la erudición que pone en
juego. En 1751 obtiene el premio de la Academia de Dijon con su Discurso sobre las ciencias y las
artes, al que seguirá, el Discurso
sobre el origen de la desigualdad que
le darán presencia en el mundo de las letras y el pensamiento. Rousseau empieza
a adquirir notoriedad hasta llegar a ser el autor más popular y leído de
Europa. La publicación de su novela epistolar La
nueva Heloísa, cuyo éxito fue abrumador, y la censura y prohibición de que
fueron objeto tanto Emilio como El
contrato social, lo convierten en todo un fenómeno y su nombre va de boca
en boca. Recién salido de la imprenta y antes de ser quemado públicamente el Emilio fue reputado de subversivo para la
moral y las buenas costumbres. Igual suerte corrió El contrato social.
Personalidad psicopática y melancólica,
espíritu denso, careció Rousseau de aquello que le sobraba a Voltaire: chispa,
sentido del humor. Por eso, por tomarse las cosas tan a pecho, por hacer
siempre el papel de víctima y sentirse eternamente perseguido, se peleó con
medio mundo, no sólo con el desenfadado autor de Cándido, sino con Diderot, con
sus mecenas, protectores y amigos, incluso con el noble filósofo David Hume que
se hizo cargo de él para sacarlo de Francia y conducirlo a Inglaterra, en uno
de esos exilios no propiamente voluntarios.
Además de levantar tempestades por donde
pasaba, el ginebrino resultó sedicioso para la Corte, incómodo para la Iglesia,
amenazante para el status quo y, en el marco del clima intelectual
de la Ilustración que suele ser presentado como un bloque monolítico, mantuvo
distancias irreconciliables con Voltaire, Diderot, D’Alembert, Holbach y los
otros. Más aún, se convirtió en
un genuino aguafiestas del grupo cuyo pensamiento triunfalista, saturado de
optimismo y fundado en el poder de la Razón, mostraba fe ciega en el
progreso y la modernidad y pregonaba la prosperidad, la libertad y la igualdad.
El “filósofo salvaje”, que era pura intuición y sentimiento, cuestionó, en
efecto, los beneficios de la civilización y las instituciones y puso en
entredicho los logros que para la especie significó el tránsito de la
naturaleza a la sociedad.
Contra el progreso
“El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en
todas partes encadenado”. Con esta declaración de principios inicia la indagación de El Contrato Social, libro de
madurez, su obra política por excelencia, en donde introduce el concepto de
voluntad general, resultado de la fusión de las voluntades individuales, en la
búsqueda del bien común, cuando ya el estado primitivo plantea dificultades
insuperables para la sobrevivencia de la vida en comunidad. Un concepto con el
cual se opone a la voluntad despótica, y en el cual se funda la idea de
democracia.
A contracorriente de los demás
Enciclopedistas, se niega a aceptar la equivalencia entre progreso y bienestar.
Estaba convencido de que el hombre nace bueno, pero en el proceso de
socialización se torna mezquino. Ni el saber, ni el desarrollo de las ciencias
y las artes nos han hecho mejores ni más felices. En ambos discursos, Sobre la desigualdad y Sobre las ciencias y las
artes, concibe como única forma de vida plena la que desarrolla el hombre
primitivo en simbiótica unión con la naturaleza. Porque considera que antes de
que la cultura, asociada al afán de dominio y conocimiento, atentara contra esa
idílica armonía original, el hombre no sólo era libre y bueno sino feliz. Tras
haber hallado muy peregrino y anacrónico ese endiosamiento de la naturaleza y del
hombre en estado natural, Voltaire comentó en una carta a quien aún era su
amigo, que nunca había visto tal despliegue de inteligencia para pretender
llevarnos de nuevo al estado animal, lo que por supuesto enfureció a Rousseau,
que no entendía de sátiras.
Para el gozón Voltaire, portavoz de un siglo
mundano y libertino, al cual pertenece también el Marqués de Sade, vivir
felices es el único deber de los humanos. El taciturno y austero Rousseau, en
cambio, nacido para sufrir, y más cercano al espíritu de los antiguos estoicos,
sustentaba la felicidad en valores ajenos al placer y las pasiones. Ve con
pesimismo la posibilidad de acceder a ese supremo bien y deja asomar su
carácter quimérico, cuando se pregunta, en la segunda de sus Cartas Morales si, a pesar de que todos predican y
desean la felicidad, alguien sabe, acaso, cómo conseguirla.
También pone de relieve su inevitable
dificultad, al constatar que el acceso a los ansiados bienes materiales sólo
prepara a los hombres para privaciones y penas nuevas, en la medida en que la
felicidad obtenida de esta manera sólo genera más avidez. De allí que, “a falta
de saber cómo hay que vivir, todos morimos sin haber vivido”, escribe en estas
mismas cartas. Y frente a la noción capitalista de la felicidad, inseparable de
los bienes materiales y del tener más, exclama desencantado: “Almas sensibles,
decidme, ¿qué felicidad es ésa que se compra con dinero?”.
Misántropo y humanista al mismo tiempo,
revolucionario en unos aspectos, retrógrado en otros, en un mar de contradicciones
navegó el pensamiento rousseauniano. Sin embargo, ninguno de los philosophes de lengua francesa ejerció una
influencia tan poderosa y duradera, no sólo en el viejo continente sino también
en ultramar: no en balde fue uno de los inspiradores de la independencia
americana y sus obras fueron leídas con pasión por Simón Bolívar y por su
maestro Simón Rodríguez. Este último se interesó particularmente en las ideas
rousseaunianas sobre la educación, desarrolladas en el Emilio, un libro tan visionario como
utópico en su momento, y a la luz de hoy, paradójico, como el resto de su
aporte intelectual y moral.
Tumba de J,J, Rousseau en el Panteón de París, Francia
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