sábado, 1 de septiembre de 2012




Rousseau, la sombra de las Luces

Valentina Marulanda


 Rousseau meditating in the the park at La Rochecordon near Lyon (image)
Rousseau meditando en el Parque La Rochecordon, cerca de Lyón, Francia



Habría sido, acaso, el más radical de los philosophes, así en minúsculas, como se llamó desde su siglo, el XVIII, a ese puñado de escritores, librepensadores, hommes des lettres todoterreno, teóricos de la política, naturalistas (casi todos eran todo eso al mismo tiempo), personajes ilustrados y mundanos, que se alzaron contra dogmas, cadenas, metafísicas y poderes establecidos, militaron en la causa de una nueva racionalidad y redactaron la Enciclopedia. No fue, pues, de poca monta el papel de estos señores en la Francia de las Luces cuya síntesis y culminación se expresó en la Revolución de 1789 y en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. ¿Y dónde estaban, entonces, los Filósofos propiamente dichos? En Inglaterra, o mejor aún, en Alemania: Hegel, Kant, Fichte, constructores de grandes sistemas de pensamiento, procedentes de la academia y ligados a ella.  
Las singulares circunstancias de su llegada al mundo en Ginebra, hace 300 años, el 28 de junio de 1712, situaron a Jean Jacques Rousseau, el hijo del relojero, en una constelación de desventura que lo marcaría hasta el final de sus días: “Nací débil y enfermo. Costé la vida a mi madre, y mi nacimiento fue el primero de mis infortunios”, escribe en sus Confesiones, esa mega exposición de la primera persona, a lo largo de 600 páginas. Ahí están su yo y su entorno natural y humano, en una autobiografía que, desde el filtro de su propia percepción, al mismo tiempo que lo muestra desnudo, no está exenta de imprecisiones y excesos y abunda en dimes y diretes. Una obra que, por eso mismo, además de su vehemente y brillante prosa, se lee como una novela de aventuras humanas e intelectuales. El riguroso Kant, quien tildó de absurdas las ideas de Rousseau, no pudo dejar de reconocer el hechizo de su estilo literario.


Ensalzado y condenado
Vivió en perenne trashumancia, entre su terruño natal, Francia, Italia e Inglaterra, dando tumbos por distintos domicilios y, en la búsqueda de la subsistencia, ejerció los  oficios más disímiles, aprendidos sobre la marcha y lejos de cualquier rigor formal o académico. Antes de dedicarse a la escritura filosófica y novelística, se ganó la vida como copista  musical e incursionó en la composición con algunas óperas y canciones que no tuvieron mayor resonancia.
En 1742 se instala en Paris, en donde conoce a los autores de la Enciclopedia para la cual se le confía la redacción de los artículos sobre música, en los que demuestra su gran solvencia como teórico y filósofo de este arte, y de los cuales resultará más tarde una obra independiente: su Diccionario de música, que tres siglos después sorprende por la erudición que pone en juego. En 1751 obtiene el premio de la Academia de Dijon con su Discurso sobre las ciencias y las artes, al que seguirá, el Discurso sobre el origen de la desigualdad que le darán presencia en el mundo de las letras y el pensamiento. Rousseau empieza a adquirir notoriedad hasta llegar a ser el autor más popular y leído de Europa. La publicación de su novela epistolar La nueva Heloísa, cuyo éxito fue abrumador, y la censura y prohibición de que fueron objeto tanto Emilio como El contrato social, lo convierten en todo un fenómeno y su nombre va de boca en boca. Recién salido de la imprenta y antes de ser quemado públicamente el Emilio fue reputado de subversivo para la moral y las buenas costumbres. Igual suerte corrió El contrato social.
Personalidad psicopática y melancólica, espíritu denso, careció Rousseau de aquello que le sobraba a Voltaire: chispa, sentido del humor. Por eso, por tomarse las cosas tan a pecho, por hacer siempre el papel de víctima y sentirse eternamente perseguido, se peleó con medio mundo, no sólo con el desenfadado autor de Cándido, sino con Diderot, con sus mecenas, protectores y amigos, incluso con el noble filósofo David Hume que se hizo cargo de él para sacarlo de Francia y conducirlo a Inglaterra, en uno de esos exilios no propiamente voluntarios.
Además de levantar tempestades por donde pasaba, el ginebrino resultó sedicioso para la Corte, incómodo para la Iglesia, amenazante para el status quo y, en el marco del clima intelectual de la Ilustración que suele ser presentado como un bloque monolítico, mantuvo distancias irreconciliables con Voltaire, Diderot, D’Alembert, Holbach y los otros. Más aún, se convirtió en un genuino aguafiestas del grupo cuyo pensamiento triunfalista, saturado de optimismo y fundado en el poder de la Razón, mostraba  fe ciega en el progreso y la modernidad y pregonaba la prosperidad, la libertad y la igualdad. El “filósofo salvaje”, que era pura intuición y sentimiento, cuestionó, en efecto, los beneficios de la civilización y las instituciones y puso en entredicho los logros que para la especie significó el tránsito de la naturaleza a la sociedad.



Contra el progreso
 “El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes encadenado”. Con esta declaración de principios inicia la indagación de El Contrato Social, libro de madurez, su obra política por excelencia, en donde introduce el concepto de voluntad general, resultado de la fusión de las voluntades individuales, en la búsqueda del bien común, cuando ya el estado primitivo plantea dificultades insuperables para la sobrevivencia de la vida en comunidad. Un concepto con el cual se opone a la voluntad despótica, y en el cual se funda la idea de democracia.
A contracorriente de los demás Enciclopedistas, se niega a aceptar la equivalencia entre progreso y bienestar. Estaba convencido de que el hombre nace bueno, pero en el proceso de socialización se torna mezquino. Ni el saber, ni el desarrollo de las ciencias y las artes nos han hecho mejores ni más felices. En ambos discursos, Sobre la desigualdad y Sobre las ciencias y las artes, concibe como única forma de vida plena la que desarrolla el hombre primitivo en simbiótica unión con la naturaleza. Porque considera que antes de que la cultura, asociada al afán de dominio y conocimiento, atentara contra esa idílica armonía original, el hombre no sólo era libre y bueno sino feliz. Tras haber hallado muy peregrino y anacrónico ese endiosamiento de la naturaleza y del hombre en estado natural, Voltaire comentó en una carta a quien aún era su amigo, que nunca había visto tal despliegue de inteligencia para pretender llevarnos de nuevo al estado animal, lo que por supuesto enfureció a Rousseau, que no entendía de sátiras.
Para el gozón Voltaire, portavoz de un siglo mundano y libertino, al cual pertenece también el Marqués de Sade, vivir felices es el único deber de los humanos. El taciturno y austero Rousseau, en cambio, nacido para sufrir, y más cercano al espíritu de los antiguos estoicos, sustentaba la felicidad en valores ajenos al placer y las pasiones. Ve con pesimismo la posibilidad de acceder a ese supremo bien y deja asomar su carácter quimérico, cuando se pregunta, en la segunda de sus Cartas Morales si, a pesar de que todos predican y desean la felicidad, alguien sabe, acaso, cómo conseguirla.
También pone de relieve su inevitable dificultad, al constatar que el acceso a los ansiados bienes materiales sólo prepara a los hombres para privaciones y penas nuevas, en la medida en que la felicidad obtenida de esta manera sólo genera más avidez. De allí que, “a falta de saber cómo hay que vivir, todos morimos sin haber vivido”, escribe en estas mismas cartas. Y frente a la noción capitalista de la felicidad, inseparable de los bienes materiales y del tener más, exclama desencantado: “Almas sensibles, decidme, ¿qué felicidad es ésa que se compra con dinero?”.
Misántropo y humanista al mismo tiempo, revolucionario en unos aspectos, retrógrado en otros, en un mar de contradicciones navegó el pensamiento rousseauniano. Sin embargo, ninguno de los philosophes de lengua francesa ejerció  una influencia tan poderosa y duradera, no sólo en el viejo continente sino también en ultramar: no en balde fue uno de los inspiradores de la independencia americana y sus obras fueron leídas con pasión por Simón Bolívar y por su maestro Simón Rodríguez. Este último se interesó particularmente en las ideas rousseaunianas sobre la educación, desarrolladas en el Emilio, un libro tan visionario como utópico en su momento, y a la luz de hoy, paradójico, como el resto de su aporte intelectual y moral. 

              




Tumba de J,J, Rousseau en el Panteón de París, Francia

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