jueves, 1 de julio de 2010

Etienne de La Boétie,

detractor de la idiotez.

Por: Br. Oriana D. Pineda A*.

" el abanico" | Cuadro


El Abanico, 1989. José Carlos Ortíz.

*(Ensayo arbitrado. Estudiante del seminario “Tres Pensadores Heterodoxos”, dictado por los profesores María Eugenia Cisneros y David De los Reyes, semestre I – 2010, Escuela de Filosofía – UCV).


Más allá de las estériles disputas religiosas que por su modo de ser se manifestaban sin duda alguna como sistemas dogmáticos, ortodoxos, que partían de verdades muchas veces abstractas y trataban forzosamente de enclaustrar la realidad en el rígido esquema hecho por la mano de los hombres saciados de poder, y no precisamente de la mano de Dios, como ellos afirmaban; pensadores de la talla de Maquiavelo, Étienne de la Boétie, Montaigne, Giambattista Vico, Pico della Mirandola, entre muchos otros, se atrevieron a ejercer su derecho a decir que no, a desatar la única rebeldía que le está permitida a quien ama profundamente el orden, la belleza, la razón, la justicia y la verdad. Bajo el escudo de la fe, que rayaba más bien en fanatismo, se trata de una época que operaba bajo preceptos no tan bíblicos, que en vez de simular el cielo de los cielos en la tierra bajo el mandato de los nobles, simulaba el más tortuosos de los infiernos, pues la sociedad sufría las más encarnecidas guerras, las más injustas leyes, las más dolorosas penas y sobretodo la más absoluta esclavitud, que si bien algunos vivían enteramente, otros la padecían subjetivamente al renunciar una y otra vez (y algunos voluntariamente) a su libertad.

Libertad tan deseada y olvidada al mismo tiempo, estandarte de todo aquél que sigue la brújula de la razón pretendiendo haber despertado de su sueño dogmático; a este respecto el joven y por eso impetuoso Étienne de la Boétie, reclama y ciertamente denuncia que le ha sido arrebatado al hombre su más preciada condición natural, y es que aquello que la madre Natura nos ha dado en común a todos los seres vivos, pero en especial a los humanos por su condición racional y conciente, se disuelve ante nuestra vista como lo hace una quimera; pero lo que resulta aporético, es decir, problemático a los ojos del prematuro filósofo francés es que el ladrón que ha arrancado del alma de los hombres la libertad no es un ente superior o ajeno a nosotros, no es ni tan siquiera un Leviatán, sino que somos nosotros mismos nuestros propios verdugos. Para él, y con razón, para quienes han vivido y viven momentos críticos de crisis y desasosiego, resulta incomprensible cómo el hombre renuncia incluso a algo que parece ser un instinto, en tanto es connatural al hombre, según plantea La Boétie, y que lo lleva a preservar su vida, su espacio interno y a la vez externo, lo que le es propio a él y a sus pares; es más común, en determinados momentos de crisis, ver luchar a un animal contra las trampas de su depredador e incluso preferir la muerte antes que verse dominado por él, que ver a los hombres unidos luchando por su libertad que como derecho les pertenece a todos y cada uno de ellos.

Tal es el estado de adormecimiento de los hombres en épocas de desgarramiento que éste se halla extrañado de sí mismo, se ve pues, como algo ajeno que lejos de reconocerse por el valor de pensar por sí mismo y la fuerza de las ideas reflejadas en sus acciones, se encuentra, mas bien, sumiso ante algún tiranuelo de turno que según las condiciones que se le han dado, ha tomado el poder y las riendas de una sociedad entera. Y aun cabe preguntarse, según el autor del así llamado Contra Uno, si a esta aglomeración de individuos que se mueven bajo sus instintos más inferiores, o como diría Cecilio Acosta, que son movidos por el imperio de la fuerza y no de la razón, puede llamársele sociedad, o si son, más bien, un contubernio de malvados que juntos asaltan y saquean la nación, unos por maldad y los otros por subordinación a los vituperios de quienes guían sin razón ni corazón. Pues donde hay un vacío de la razón, la fuerza sobrepasa los límites y desborda el incontrolable deseo de poder y dominio de un solo e infame hombre, siempre con unos cuantos cabecillas a su lado; que muy lejos de ser una unión amistosa auténtica, es confusamente complicería, camaradería para cometer toda clase de fechorías, que avalada por unos pocos miserables puede llegar a convertirse incluso en ley. Pero esto todavía no es lo que resulta más despreciable y desdeñable al joven La Boétie, puesto que entre buitres y traicioneros no puede existir sino una interesada y efímera unión para juntos mantener circunstancialmente el poder, peor es a los ojos del filósofo el silencio y la servidumbre de una mayoría de hombres que callan ante el inminente saqueo del lugar donde viven, se relacionan y producen, es peor pues, quien se somete a los designios de un hombre como cualquier otro que lo único que lo protege son los medios por los que se ha encadenado al poder y el beneficio de tener la fuerza de las armas a su favor.

Los tiranos, sobre quienes finalmente Étienne de la Boétie deja caer sus más pesadas críticas, son resultado de la apatía y la flojera de un pueblo que despreciablemente se mueve por algo más ruin que la cobardía, y es que se acostumbran a vivir sin aliento, sin soplo, sin fuerza y arrojo, mueren en vida desde el mismo momento en que comienzan a actuar por costumbre y a esto le suman el alabar, engrandecer y hasta endiosar la figura de un hombre y su séquito, creyendo que de esa manera aseguran su estabilidad, su vida y la de los suyos. Otros se aprovechan de la ocasión para repartirse junto con los poderosos, los botiquines y las riquezas que entre todos los habitantes (más no ciudadanos, pues para llamarse tales hace falta esfuerzo y conciencia) producen y que unos pocos disfrutarán. Saltan a la vista, y salen de la pluma del joven e irreverente escritor francés, las razones del sometimiento voluntario de multitudes de individuos ante la soberbia de un solo hombre; y éstas son la costumbre, la servidumbre, la obediencia, la devoción, la ignorancia, y la notable desnaturalización caracterizada por el silencio consentidor de las atrocidades que cometen quienes detentan el poder político. No existe en este estado de ignorancia y separatividad ni civilidad, ni ciudadanía, ni libertad; no existe tan siquiera el deseo de combatir y luchar por su propia libertad, pues donde hay extrañamiento reina la guerra, la injusticia, el uso y el abuso de la fuerza, el extrañamiento, la ceguera y sobretodo la destrucción; y a su vez no existen otros responsables sino aquellos mismos que con sus costumbres, su formación cultural, su ethos, han creado su propio pathos, su propio dolor. La mayor tristeza que producir el construir semejante diagnóstico de la sociedad en que se vive es que la mayoría de las veces terminamos habituándonos a tragar el veneno de la servidumbre sin encontrarlo amargo[1].

El filósofo de Sarlat, de manera semejante a como lo hizo Niccola Machiavelli en el De Principatebus en 1513, expone los tres tipos de tiranos, que a su consideración, existen, a saber:unos que reinan por elección del pueblo, otros por la fuerza de las armas, otros más por la sucesión de linaje. Y a esto el autor le agrega: si he de ser sincero, distingo solamente a estos tiranos, pero no veo a cuál elegir: pues si llegan al trono por medios diversos, su manera de reinar es siempre la misma.[2] Con suerte, años antes, Maquiavelo refiriéndose a los tipos de principados, enuncia lo siguiente:

Todos los estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres han sido y son o repúblicas o principados. Los principados son: o hereditarios, en los cuales la sangre de su señor ha ejercido el principado por largo tiempo, o son nuevos. Los nuevos, o son completamente nuevos, como le fue Milán a Francesco Sforza, o son como miembros agregados al estado hereditario del príncipe que los adquiere, como lo es el reinado de Nápoles al rey de España. Son estos dominios así adquiridos o destinados a vivir bajo un príncipe o habituados a ser libres; éstos son adquiridos o con las armas de otros o con las propias, o por fortuna o por virtud.[3]

Entiéndase que años antes se había estado viviendo, si bien no la misma situación de la sociedad francesa en la que vivió La Boétie, unas de esas circunstancias en las que coinciden el espíritu histórico y la necesidad de volver sobre los mismos asuntos de la constitución de la sociedad, las ideas y las cosas: las tierras itálicas se veían sumidas bajo el mandato de muchos y variados principados que lejos de enriquecer y enaltecer el trabajo y las relaciones de los italianos los sumergían por el contrario en guerras, miseria y enemistades inútiles que sólo traían desgracia y sufrimiento. Coinciden pues, las condiciones materiales de existencia de quienes en lugares distintos vieron con atención aparecer las distintas figuras de poder bajo la que se ocultaban la codicia y el pillaje tras vestiduras religiosas, ostentosas, brillantes y deslumbradoras que con belleza, pan y circo lograban amasar las riquezas de los pueblos, mientras los súbditos saboreaban las amarguras de la pobreza y la esclavitud. Ambos filósofos, ya no de la estirpe ortodoxa, sino más bien heterodoxa, hacen el intento de hacer de su filosofía algo distinto a un sistema completo y extensamente desarrollado, y van tejiendo el entramado de la sociedad en la viven poco a poco, recuperando los fragmentos que han sufrido la ruptura del tiempo en que viven, y es por esto que muchos en el renacimiento habrán usado la epístola como reflejo de las distintas cosas que es necesario decir sobre la realidad, que aunque cortas, son precisas, fieles, profundas y más importante aún: pertinentes y necesarias. Conocer cómo funcionan las riendas del país en que se vive, es conocer tanto el modo de producción material, como el modo de ser, de pensar y de vivir de la sociedad entera, de los individuos como unidad particular y también como partes de un todo social.

Por lo demás, tal y como podemos encontrar en los relatos sobre la historia de Francia e Italia, encontramos ejemplos que influyeron en la vida de los hombres que sellaron con errores y alguno que otro acierto, la formación de la República en cada uno de estos territorios, mostrando así la historia europea que comparten dos grandes naciones y que por tanto se hallan en estrecha relación. Vale la pena reflexionar sobre las dos nociones fundamentales desarrolladas por Maquiavelo y que complementan el esfuerzo del joven Étienne de remover las bases del pensamiento especulativo y el entendimiento escindido extendido en tiempos en que el dogma daba síntomas de muerte y la razón patadas en el seno de la sociedad; estas son las nociones anteriormente citadas: fortuna y virtud. La primera de ellas puede decirse de distintas maneras, tal y como lo explica el autor que las acuña, se trata en un primer sentido de una fortuna entendida como el curso natural de las cosas, que en sentido objetivo es en cierto sentido la Providencia, es decir los asuntos subordinados de la vida, no se trata tal y como aclara el filósofo italiano, de una potencia divina o trascendental, sino del curso natural de las cosas, de las condiciones dadas de la vida, de las circunstancias. Pero en un sentido estricto, esta fortuna que puede parecer abstracta y ajena a nuestra voluntad debe ser entendida en realidad, en sentido subjetivo, es decir, en tanto resultado de la actividad transformadora e incesante del hombre, como resultado del esfuerzo, la perseverancia en la existencia y por esto de la voluntad, de la virtud.

De manera que, la fortuna u objetividad en un primer momento se nos presenta como ajena a nuestra voluntad, pero al despertar y al rebelarse las facultades transformadoras, penetrantes y críticas del hombre, se presenta ya como resultado de la acción de muchos, que juntos durante el curso de la historia han creado y re-creado los contextos sociales, políticos, económicos, científicos, y todo cuanto sea obra del esfuerzo humano; la fortuna, por tanto, no se encuentra separada de la virtud de los hombres, de su areté que los convierte en causa eficiente de su entorno, razón de ser de lo que de ellos se sigue, es la capacidad que tiene el hombre de dominar, cambiar, las condiciones de su propia existencia, de oponerse a todo aquello que lo niega y lo suprima. En conclusión, el llamado a la virtud no es otro que el llamado a verse y casi reconocerse en el otro como un espejo, en palabras de La Boétie, es el grito desesperado por que fructifiquemos en la comunión de nuestras voluntades, a que marchemos a la conquista de la libertad que como humanos nos es propia, pero que si dejamos que nos la arrebaten, o mejor dicho, si nos adormecemos como quien tiene la mente en el más allá y los pies también, tendremos que luchar y sudarnos la fraternidad como quien busca conquistar el reino de la libertad.

Notas:


[1] Étienne de La Boétie. Discurso sobre la servidumbre humana. Edit. Aldus. México, 2001. p. 25.

[2] Op. cit. p. 22-23.

[3] Nicolás Maquiavelo. El Príncipe. Edit. CEC, SA. Colección Ares de El Nacional. Caracas,1994. p.19.

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